martes, agosto 29, 2017


El destino de los pueblos se hace de este modo, dos hombres en habitaciones pequeñas. Olvida las coronaciones, los cónclaves de cardenales, la pompa y los desfiles. Así es como cambia el mundo: la carta que se empuja sobre una mesa, un trazo de pluma que altera la fuerza de una frase, el suspiro de una mujer cuando pasa dejando en el aire un rastro de azahar o agua de rosas; su mano cerrando la cortina del lecho, la discreta visión de piel sobre piel.

Hilary Mantel, En la corte del lobo. Traducción de José Manuel Álvarez Flórez.

martes, junio 13, 2017




Aquel hombre tan práctico no vislumbraba la disimilitud de los sentimientos tras la paridad de las formas de expresarlos. Como unos labios libertinos o venales le habían susurrado frases semejantes, no creía gran cosa en el candor de estas de ahora; había que restarles, pensaba, las palabras exageradas que ocultan afectos mediocres; como si la plenitud del arma no recurriera a veces para desbordarse a las metáforas más vacuas, ya que nadie, nunca, puede dar la medida exacta de sus necesidades, ni de su forma de concebir las cosas, ni de sus dolores; y la palabra humana es como un caldero rajado con el que tocamos melodías para que bailen los osos, cuando lo que querríamos es llegar a las estrellas.

Gustave Flaubert; La señora Bovary. Traducción de Maria Teresa Gallego Urrutia.

jueves, junio 01, 2017

PRÓLOGO 


PEQUEÑO ENSAYO SOBRE EL TRABAJO QUE EL LECTOR PEREZOSO NO DEBE OMITIR, SO PENA DE PERDERSE ALGUNOS RAZONAMIENTOS FORMATIVOS – CARÁCTER DEL HÉROE – EL DE SU PADRE



 «El autor en el año 200o, fecha de publicación de LOS DOS LUISES»  

Es notable la cantidad de tonterías que dice y hace la gente en nombre del trabajo. Precisamente uno de los rasgos que mejor definen nuestro deteriorado sentido de la sociedad es que en esta en que vivimos el trabajo califica, y que basta con preguntar a alguien a qué se dedica para inferir de su respuesta la completa medida de su valor. Como instrumento de calificación, estas inquisiciones son tan intimidantes como capciosas; pero cabe suponer que tras ellas se oculta satisfecho cierto espíritu de conquista sobre antiguas nociones como las de belleza, talento, virtud e incluso cuna, nociones que el trabajo no ha incorporado tanto como ha sustituido y que ciertamente, fuera de su acaparador dominio, puede decirse que ya van quedando caducas. Nadie pone en duda, de hecho, su caducidad, y muestra de ello es la pésima condena que sufre en esta época la otrora distinguida, pacífica y admirable figura del ocioso, que hoy vemos extinguirse avergonzada y cabizbaja, incapaz de substraerse –peor aún, convencida totalmente– de las injuriosas acusaciones de haraganería e inutilidad. Gracias al trabajo, todo el mundo puede hoy sentirse superior al pobre ocioso que no lo tiene ni lo desea, y especialmente a sus razones suficientes para no tenerlo ni desearlo, demasiado extemporáneas a estas alturas para suscitar el escándalo en vez del desprecio. Hoy sólo hay desprecio para el ocioso: hasta quienes carecen de vocación para ese estado, es decir, los que no tienen trabajo pero lo desean y aun exigen, los llamados parados, arrastran la inicua fama de aquellos a los que de ningún modo pretenden imitar y padecen por esta falsa similitud infinitas penas y castigos; y es incluso frecuente que algunos de esos parados, gracias al mismo equívoco del que son víctimas, lleguen a preguntarse con indecible angustia si no serán acaso tanto o más indeseables que esos gandules vocacionales por cuya causa han perdido, además del amor propio, la dignidad social. 

Así se explica, entre otras razones, por qué actualmente lo que a menudo tiende a verse como consecuencia directa de la situación de paro, esto es, la indigencia y la canallería, no pueda considerarse cabalmente degradación de nada, pues es evidente que, a causa de los mencionados prejuicios, quien llega a estos extremos está ya previamente degradado. Degradado por los demás y degradado por sí mismo, al indigente o al canalla apenas le queda otra salida que exhibir públicamente la suma de su degradación, para que tanto unos como otros comprueben hasta qué punto estaban en lo cierto. Y, en vista de que toda demostración de convicciones, además de producir horror y escalofrío, produce también una espantosa sensación de coherencia, es práctica reconocida entre los degradadores recompensar el ejemplo de los degradados arrojándoles de vez en cuando unas monedas, unas cartillas o unos subsidios, que éstos invertirán coherentemente, y a fin de que todo se continúe verificando, en perpetuar su ilustrativa degradación. 

Semejante espectáculo, que a pesar de todo jamás ha sido moral, ni mucho menos heroico, es sin embargo tan sólo una de las consecuencias del grotesco ideario de la cultura del trabajo. Pero hay otras desde luego, y algunas, curiosamente, no tienden a la exclusión, sino a la integración.  Por supuesto la sociedad aplica una enorme diligencia a la obra de expulsar fuera de sus límites, manifiestamente y haciendo toda clase de ruido, a quienes han caído en la abominación de vivir sin trabajar; se cuida incluso, como se ha apuntado, de que el lugar prohibido donde se los confina sea, como aviso, provechoso. Pero tampoco es menor, y sin duda más meritorio, el esfuerzo dedicado a dar a toda esa gente –en efecto– trabajo. Entre los sobrecogedores esfuerzos de asimilación habría que mencionar por lo menos dos, a cual más patético, y sin embargo cada uno de ellos igual de relevante y característico.

 La primera de estas felices tentativas opera sobre algunos de los valores anotados al principio de estas líneas, los cuales, en virtud de cierta enfermiza intransigencia, han visto supeditada la clase de aprecio que se les otorga a la condición de que se hallen convenientemente profesionalizados. Así, puede ser uno, con gran reconocimiento y beneficio, una belleza profesional, un talento profesional o hasta un virtuoso profesional, pero de ningún modo una belleza inútil, un talento desperdiciado, o una buena persona que no sirve para nada, pues ninguna de estas cosas goza del más mínimo crédito y no conlleva, por tanto, ninguno de los favores que hacen más llevadera la vida en comunidad. Más bien resulta bochornoso el regocijo con que los tiranos de la mentalidad profesional celebran el reconocimiento de cualquiera de estas gracias en individuos sin talentos sociales o simplemente sin interés por hacer de ellas su medio de vida; y, si no, piénsese tan sólo en el inmenso y placentero alivio que produce poder decir de una mujer, por ejemplo, que es muy guapa pero muy tonta, y predecir a continuación que naturalmente acabará presa de los chulos o de las drogas. Si la predicción se cumple, además, el éxtasis demostrativo alcanza cimas de otro modo inconquistables.

 Pero hay otras circunstancias, aparte de los dones morales, que permiten igualmente adscribirse a un productivo proceso de profesionalización: cosas como la raza, el sexo, la orientación sexual, la clase social, el pueblo o lugar donde uno ha nacido, cosas, en fin, que también son algo impuesto, no elegido, pero que pueden resultar más o menos inconvenientes en un particular entorno y verse asimismo en la obligación de ser redimidas. El trabajo puede, en efecto, redimir de todo rasgo étnico, sexual, estamental o nacional considerado una tara por el pensamiento dominante de determinada sociedad; pero a la larga, y en virtud de esa misma situación conflictiva, la conciencia del prejuicio puede llegar a convertirse en sí misma en un trabajo, y uno vivir tan ricamente no sólo de condenar aquello que unos tarados defienden en su marginación sino de defender aquello que, desde su integración, condenan unos intolerantes. Todas las emancipaciones suelen tener sus profesionales, de uno y otro bando, sin que eso parezca suponer ningún desdoro para sus respectivas causas, pues los esfuerzos de unos y otros se hallan debidamente encaminados para que nunca dejen de parecer una misión. Cuánto hay de impulso trascendente y cuánto de mala conciencia tras esas enérgicas proclamas es difícil de decir, aunque uno tiende a pensar que en el fondo de sus conciencias a este tipo de profesionales tiene que darles un poco de apuro vivir simplemente de ser lo que son. 

A otros, en cambio, no les da el menor apuro vivir de cualquier cosa, incluso de una que no sean o no hagan, como es el caso de los inútiles. La absorción de los inútiles por y para el mundo del trabajo es otra de las consecuencias que vale la pena considerar, porque cuenta con multitud de afectados y eso hace de ella una de las más tremendas y gravosas. En una sociedad ideal, que no rindiese desmedido culto al trabajo y supiese apreciar en lo que valen las virtudes del ocioso, las calamidades del inútil no pasarían tampoco inadvertidas; pero estarían oportunamente diferenciadas, sin necesidad por ello de hallarse sometidas a ningún prejuicio de orden moral o social.  Ahora bien, una sociedad ideal puede prescindir muy bien de esta clase de prejuicios, pero quizás no de los prejuicios de orden práctico: es perfectamente posible que ser inútil –es decir, carecer por completo tanto de talento natural como de aptitud para el aprendizaje– no sea nada intrínsecamente malo, no tiene por qué, pero al mismo tiempo no tiene por qué, además de no ser malo, ser molesto para los demás. En una sociedad ideal el inútil tendría su lugar propio, siempre se le podría encontrar una tarea que pudiera fingir hacer sin molestar a nadie, y sería, en fin, considerado y respetado por todo ello: como no tendría ninguna necesidad de ser útil, que es lo que pierde a los inú- tiles, el hecho de que además no se le permitiera serlo no se percibiría como una discriminación sino como una contribución enormemente valiosa para el conjunto de la sociedad. 

Pero para eso, claro, se necesitaría no sólo una sociedad liberada de prejuicios económicos y morales, no obsesionada ni torturada por el terror a toda posible pérdida de recursos, sino una razonada y ecuánime política en cuanto al mencionado objeto de encontrar para los inútiles un lugar o una ocupación. Las cuestiones prácticas parece que siempre se cuentan entre las razones del fracaso de las utopías, y es comprensible que el mundo haya palidecido ante la dificultad de un desafío de este rango. Pero lo que no es comprensible es que, después de palidecer, le haya dedicado tan poca atención y haya optado, no se sabe si guiado por la vergüenza o por algún sentido del propio beneficio, por una inhibición chapucera y culpable. No saber qué hacer con los inútiles no debería ser una excusa para darles trabajo ni mucho menos, como sucede con exasperante regularidad, para hacerlos jefes. El resultado de una inhibición no debería ser una solución, y sin embargo parece que la sociedad ha solventado el problema de los inútiles no sólo ganándolos para la causa del trabajo sino situándolos con honores en lugares de importancia.  En nuestra sociedad, que ha perdido el camino de las ideas a fuerza de encontrar, para tales problemas prácticos, semejantes soluciones prácticas, el inútil accede con consentida facilidad a posiciones de influencia, adquiere poder y prestigio, y comúnmente se deja en sus manos la realización de empresas que implican y comprometen a buena parte de la humanidad. El inútil concibe, pues, proyectos, los lleva a cabo con todos los medios puestos a su alcance, y cuando fracasa, aunque siempre tarda un poco en darse cuenta, normalmente les pone remedio con una nueva gran idea y unos nuevos grandes medios que sin grandes nuevas sorpresas vuelven nuevamente a fracasar. De todo este ciclo que se repite inalterable el mundo no obtiene nada de interés, más que padecimientos y decepciones; le queda, si acaso, cierta resignación nada ejemplar que prepara al individuo social para los males del porvenir mediante la mezquina habituación a un trabajo puramente instrumental y sin conciencia, desligado de sus principios y sus fines, y por consiguiente jamás alimentado por la esperanza. En cambio el inútil, gracias al mismo proceso vicioso, consigue finalmente aprender una cosa, la única que aprende en su inútil vida y la única, por otra parte, que necesita para prolongarla: aprende a disimular. 

No cabe, a pesar de todo, considerar un progreso la adquisición de esta aptitud aplicada no sólo al ocultamiento de la propia inutilidad –lo que a fin de cuentas puede ser humanamente comprensible– sino especialmente, y eso es lo más abyecto, a la confusión con la utilidad ajena. La gran conquista, la conquista definitiva del inútil ha consistido en que las cosas bien hechas hayan llegado a no tener más valor que las mal hechas, como resultado de una astuta depreciación del mismo concepto de valor. Es lo de menos, en nuestra sociedad, que una cosa esté bien o mal hecha; basta con que alguien lo diga o se lo crea, pues todo su valor estriba en su poder de persuasión, en su manejo más o menos hábil del favor de la credulidad. El valor de las cosas no depende de sí  mismas; no está en ellas, en sus propiedades o características tal como las percibimos, resultado de una determinada idea y de una determinada forma de llevarla a cabo; está más acá o más allá de todo eso, no en lo que las describe o define en cuanto obra terminada sino en lo que, en su favor o descrédito, se alega: en el esfuerzo que han costado antes y en la aceptación que han tenido después. Si algo puede justificarse por la venerable cantidad de medios desplegada para su consecución –sea dinero, sea tiempo, sean recursos humanos: cualquier contingente de penalidades numerables–, pocos habrá que se atrevan a negarle el mérito, por mucho que en su fuero interno sospechen que se trata de una chapuza o de una tontería. Y si, con medios o sin ellos, chapuza o tontería, la cosa triunfa, ¿requiere acaso mayor justificación? ¿Quién presta oídos al infeliz, sin duda un envidioso o un fracasado, que pretenda ponerla en entredicho? Una cosa que obtiene éxito compromete a la sociedad que se lo prodiga; es por tanto imposible poner en entredicho a la una sin poner en entredicho a la otra, y quien pretenda convencer a la sociedad de que está equivocada cuando hay otro que se empeña en convencerla precisamente de lo contrario es obvio que tiene todas las de perder.

 El coste y la recompensa, inversión y beneficios: a eso parece reducirse todo. Cualquiera de estas alegaciones da valor a cualquier cosa que no lo tenga, y resulta prácticamente indispensable para que aquellas que sí lo tienen puedan prosperar. No se trata, sin embargo, de una razón puramente económica, a pesar de la terminología; hay motivos suficientes para pensar que forma parte, desde antiguo, de toda una manera de entender la vida, o de confundirla, para ser exactos. Una vieja, arraigada y crucial confusión de conceptos, una tediosa y eterna disputa entre el trabajo como castigo y el trabajo como obra, casi siempre resuelta a favor del primero, como claramente simboliza la historia de la palabra en un buen número de lenguas. Busco en uno de los libros de la biblioteca de mi padre, la Enciclopedia de las principales ideas de Occidente, datos sobre su origen y evolución y me encuentro, como temía, con una genealogía innoble y tortuosamente ramificada. 

Resulta que, en todas las lenguas románicas, que comparten significativamente la forma y el concepto, la palabra deriva en última instancia del latín vulgar tripalĭum, término documentado en un texto conciliar del siglo VI y referido a una especie de cepo en el que los reos padecían tormento; se cree que estaba constituido por tres palos (tri-palĭum) en cruz, y aunque no se dan informaciones más detalladas es de suponer que, si constaba de tres palos, debía de ser, incluso en número, algo realmente horrible. Esta realidad miserable es la que se halla tras las formas romances evolucionadas que se atestiguan más o menos desde principios del siglo XII con el significado figurado de ‘pena, sufrimiento’, o más adelante de ‘esfuerzo penoso’, y finalmente de ‘trabajo’ en el sentido actual, que ya era común en el siglo XVI. Es cierto que algunas lenguas han interceptado en cierto modo y en determinado momento la singular pero lamentable lógica de este recorrido: en inglés, por ejemplo, fuera de la Romania, tripalĭum ha dado travel, ‘viajar’, que tiene algo que ver con ‘sufrir’ pero no con ‘trabajar’; y el italiano, por su parte, parece haber reservado travaglio especialmente para las acepciones más penosas (travaglio di parto es ‘dolor de parto’), es decir, para las más fieles a su origen, prefiriendo lavoro para las demás. El origen de lavoro, no obstante, el pagano labor, si bien es en todo ajeno a la idea de suplicio, no lo es a la de fatiga o esfuerzo, ni aun a la de infortunio, por lo que no puede decirse que, al apartarse de la senda, este idioma haya tomado realmente un rumbo distinto u original. 

El autor del artículo en la citada Enciclopedia no deja de rastrear en todo ese proceso la huella del famoso «sudor» bíblico, esa tremenda venganza de Dios quizás no tanto contra los violadores del Paraíso como contra el Paraíso mismo, que se detecta igualmente, como para sugerir una idéntica deformación mental más allá de las fronteras lingüísticas, en la evolución del concepto en otras lenguas no románicas: así, el neerlandés arbeid o el alemán arbeit, hoy ‘trabajo’ (‘acción de trabajar’), también en su origen significaban ‘pena, calamidad’. Pero afortunadamente no todas las lenguas han seguido el mismo curso ingrato: en catalán, por ejemplo, junto con el obligado treball, que se usa sobre todo en sentido pasivo (‘trabajo realizado’, ‘resultado de trabajar’), existe feina, de uso más amplio y de más ilustre procedencia, pues deriva del latín facienda ‘cosas por hacer’, del verbo facĕre, ‘hacer’. 1 
Este desdoblamiento se da también en alemán, donde, al lado del citado arbeit se mantiene, para las acepciones pasivas, werk, que, como su pariente el inglés work (aunque éste con la ventaja de carecer de rivales y de valer, por tanto, para los dos sentidos), no tiene otra mancha en su origen que una raíz indoeuropea sólo hipotéticamente reconstruida; pero por lo demás su primer significado documentado es ‘cosa hecha’, ‘obra (material o moral)’, sin sombra de tormento o maldición.

Y, volviendo a la Romania, me pregunto yo, ¿no tenía el latín clásico palabras suficientes –y suficientemente justas, por añadidura– para expresar el concepto de trabajo sin que sus herederos se vieran en la necesidad de recurrir a formas tardías, tenebrosas y decadentes como tripalĭum? ¿Qué ha sido de la mucho más honorable familia compuesta por  opus, opĕra, operāri, etc., donde el trabajo se consideraba una actividad o un efecto más relacionados con la atención y el cuidado puestos en ellos que con el esfuerzo doloroso, y donde por supuesto no andaba por ahí contaminando la idea desastrosa de castigo o calamidad? Los descendientes de esta rama cierto es que han encontrado su sitio en la turbia vastedad del legado románico; muchos de ellos introdujeron el concepto de trabajo antes que sus rivales de la familia tripalĭum y algunos aún conviven con éstos o con otros (como el italiano opera, que los diccionarios definen como attività lavorativa in genere o lavoro materiale) conservando su antiguo significado. Pero también es verdad que históricamente la competencia los ha colocado en franca desventaja, condenándolos a sobrevivir prisioneros de locuciones fosilizadas (como en español manos a la obra) o como puras reliquias literarias o dialectales (como, en francés, œuvrer o ouvrer). En cuanto a obrero y a sus equivalentes en otras lenguas, que efectivamente han triunfado con el significado de ‘trabajador (sobre todo manual)’, apenas gozan hoy siquiera del crédito de los ideólogos, fuera de cuyo ámbito resultan por lo demás prácticamente impronunciables. En realidad la suerte y la salud de la familia operāri ha dependido de la medida en que sus miembros se han alejado de la esfera del ‘trabajar’ para acercarse a la del ‘hacer’, o de la medida –mejor dicho– en que el pensamiento de la comunidad ha ido tendiendo, para su equívoco y más que dudoso provecho, un abismo cada vez mayor entre esas dos esferas que uno se inclinaría a concebir, en un puro ejercicio de la razón, lógicamente próximas. Por fortuna esta proximidad no se ha perdido del todo y hoy todavía es posible encontrar contextos en los que obra y trabajo son aceptablemente intercambiables, sobre todo con referencia a las llamadas producciones del intelecto o del espíritu (un filósofo, un arquitecto, un músico pueden hablar indistintamente de sus «trabajos» o de sus «obras») y siempre y cuando éstas se vean como algo ya hecho, terminado, producto final de una actividad. Pese a todo, el triunfo de los derivados de tripalĭum en las acepciones con sentido activo, es decir, aquellas que conciben el trabajo como actividad y no como resultado, y que son realmente las que más afectan al común de los mortales, es indiscutible; y de eso parece desprenderse sin la menor alegría, para terminar con este folletín etimológico, que la idea de sufrir es mucho más útil y productiva que la idea de hacer a la hora de crear toda una cultura. Lo de hacer –da la impresión– es como si, a pesar de ser algo característico del género humano, estuviera envuelto en una niebla de misterio y de peligro, una niebla de la que no fuera posible salir con total seguridad, o con cierta seguridad, al menos, de encontrar algo «bueno» al otro lado: en vista quizás de que lo primero que hicieron nuestros primeros padres fue pecar. En cambio, al otro lado del sufrir parece extenderse una tierra bastante segura, una perspectiva clara, con dos únicos límites, ambos perfectamente acotados: la muerte y el perdón. 

 Éstas son las metas que a uno le aguardan al final de la senda del suplicio. Y uno podría pensar que al menos la primera de ellas no ofrece, después de todo, lo que se dice muchos alicientes para justificar una vida entregada al trabajo; la verdad es que no ofrece ninguno. Sin embargo, hay que conceder que la idea de la muerte pierde bastante de su carácter terrible en cuanto se asocia a la idea de destino, o de cualquier otra cosa funesta y –sobre todo– irrevocable que favorezca la bien arraigada creencia de que, para la castigada condición humana, es imposible cambiar. Está comprobado que todo hábito, incluso el que es doloroso, acaba generando insensibilidad, o cuando menos una suerte de familiaridad sin sobresaltos, más que tolerablemente enajenante, una sensación de pasar, de padecer el tiempo que en su perversión hasta puede ser «entretenida» y que todos aquellos que están sujetos a un trabajo impersonal y rutinario, indiferente a sus motivos, medios y objetivos, seguramente conocen muy bien. En cuanto al perdón, parece una alternativa mucho más prometedora, y no es raro que la prefieran los trabajadores más sensibles y también los más audaces, pues con el perdón suelen venir la salvación y las recompensas, cosas que cada trabajador, según sea su tipo de sensibilidad, espera en una u otra vida. En cualquier caso la esperanza de un premio no sólo justifica el padecimiento sino que impulsa la competitividad, de tal manera que aquel que ha padecido mucho puede aspirar legítimamente a ser mejor premiado que uno que haya padecido poco. Esta justicia tiene luego sus más y sus menos, evidentemente, porque no siempre se aplica con rigor explicable, y con frecuencia es causa de numerosos pleitos y controversias; pero esto no es al fin y al cabo lo importante, porque está visto que las veleidades del reparto no tienen el efecto ni el poder de invalidar las aspiraciones, que suelen permanecer imperturbables. Además, la importancia que se da al premio es tan grande que la sociedad no puede permitirse declararlo desierto por un simple remilgo sobre quién se lo merece más y quién se lo merece menos, so pena de verse empujada, a fuerza de interrogantes, a un vacío de valores en el que se encontraría no sólo contestada sino anulada. De ahí que el premio muchas veces sirva para explicar a posteriori todo lo inexplicable, y que el trabajo se legitime no en función de lo que es sino de lo que demuestra. De esos esfuerzos y contrariedades, a la par que de sus triunfos y delicias, saben mucho no sólo los inútiles con éxito sino también –una coincidencia menos paradójica de lo que puede parecer a simple vista– todos los que conciben su trabajo como una misión insobornable. 

Como se habrá visto, tanto la perspectiva de un destino que conforma e hipnotiza como la de un premio que demuestra la productividad del sufrimiento coinciden en relegar a un muy contingente segundo término el valor del trabajo como obra hecha, como resultado de sí mismo (de un hacer). Una lo obvia completamente, ya que si lo importante es padecer da igual cómo se padezca, y ya que el fruto del padecimiento, sea cual sea, no va a alterar en ningún caso el destino de padecer; y la otra, sin duda más perversa, desplaza el resultado del trabajo fuera de él, en un premio o recompensa que finalmente lo explica, aunque el padecimiento haya sido, como ocurre con frecuencia, puramente nominal. Es curioso cómo, mientras la primera de estas alternativas necesita el padecimiento como hecho, como realidad padecida, la segunda lo necesita únicamente como excusa y aun puede, pese a sustentarse en su principio, prescindir de él. Al fin parece que el premio no sólo justifica las cosas: hace que desaparezcan.

En fin... Me doy cuenta de que este ya largo e intempestivo capítulo introductorio, más que un convincente prólogo para esta historia, parece componer su enseñanza, su moraleja, cuando en principio sólo pretendía dar una idea aproximada, una ubicación, de su medio moral. Puedo decir, sin embargo, que tengo varias razones para haber procedido de este modo. La primera es que, si bien tampoco me gustan demasiado los principios, aún me gustan menos las conclusiones, porque las conclusiones, pese a lo que se cree, son en realidad, por su carácter demostrativo, mucho más incorruptibles que los principios; éstos, en cambio, por muy férreos que sean, siempre pueden oxidarse. La segunda razón pretende ser de orden práctico: había pensado empezar directamente con el más odioso de los temas de esta historia con la intención de despacharlo sin más contemplaciones, y con la esperanza de no tener que volverlo a tratar; ahora está por ver si las páginas que siguen harán o no honorables estas expectativas. Me temo que no. Yo no soy un sujeto honorable.

Luis Magrinyà, Los Dos Luises. (Ed. Anagrama, Barcelona, 2000).
  ©Luis Magrinyà, 2000. Por cortesía del autor
 



1 Es curioso notar cómo la fortuna de esta voz en su paso al español, en la forma faena, ha sido ilustrativamente restringida: lejos de sustituir a trabajo o de convivir al menos en igualdad de condiciones con él, su uso se ha especializado en el ámbito de la pesca y la agricultura y también, por otra parte, en el de la tauromaquia, pero, salvo en este último caso y sin duda por prejuicios asociados a los oficios que designa, es una palabra sin el menor prestigio social. Y eso cuando no toma un sentido claramente despectivo: uno de sus significados más generales es precisamente ‘jugarreta, mala pasada’.

domingo, marzo 12, 2017

Detalles (1)


Por culpa del espacio, cada vez más pequeño, es normal que hablemos usando generalidades. Podemos incluso conceder a los más suspicaces del lugar que hay algo relacionado con la jerga de los lenguajes promocionales, claro.


¿Pero qué es el lenguaje promocional antes que eso sino una síntesis? La razón por la cual encontramos miradas lúcidas y profundas no es porque un publicista tomara decisiones sobre adjetivos, sino porque alguien decidió que ése lenguaje - el lenguaje que usaban ciertos tipos de personas - era conveniente para describir un libro, una película, etcétera con fines dobles.


Si seguimos el hilo del razonamiento, nos daremos cuenta de que es muy difícil explicar una novela. Uno la puede analizar usando marcos teóricos que otros nos han prestado o se puede esforzar en hacer un resumen esmerado de su argumento; pero rara vez contamos con la ocasión de explicarla. En los foros de novela, sean más profesionales o más agradables, hablaremos de ella haciendo cierto tipo de análisis (contextos, procedimientos) o profiriendo impresiones.


Esto se debe a muchas cosas. La primera es evidente, podemos empezar por una generalidad: estamos limitados. No tenemos una conciencia idéntica a quien escribe tal o cual novela y no siempre somos interlocutores perfectos. De hecho, eso sucede pocas veces y ni siquiera “perfecto” significaría aquí otra cosa que un proceso complejo que tiende a afinarse antes que un fin o un estado acabado.


Otra cosa es que no leemos tantos autores en nuestro idioma como creemos. Una parte crucial de la literatura es la traducción, y aceptando el trabajo (el esfuerzo, la concreción, la inteligencia prestada) de un traductor, aceptamos nuestra incapacidad de transitar por otros sentidos profundos.


¿Y si escribe en nuestro idioma quién garantiza que lo haga en contextos reconocibles? Sucede (aunque no solamente) con los clásicos. Al mismo tiempo, aunque tenemos una teoría disponible, no siempre la tenemos toda y no tenemos, desde luego, el tiempo que requiere para aceptarla.


Así que leer es siempre un movimiento entre límites. Pero eso no puede eximirnos de leer a novelistas también en sus detalles. Los detalles rara vez aparecen citados entre tantas generalidades, pero son una parte central del placer de leer novelas.


Por ejemplo, han aparecido muchas reseñas de la novela de Diego Zuñiga, Racimo. Todas hablan de cosas bastante razonables con las que además estoy de acuerdo. Leemos que la novela dibuja una “realidad espectral” donde lo más temible es “la ambigüedad de la historia”.


Muy bien, muy bien. Pero yo no puedo olvidar un detalle del principio de la novela. El protagonista, Torres Leiva, se encuentra haciendo un viaje al norte (de Chile) con su madre. Entonces, Zuñiga escribe:


Torres Leiva pensó en un principio que era una broma, porque a su madre le gustaba hacer ese tipo de bromas: decir algo que nadie espera, decir algo incómodo, mirar las caras de desconcierto, de pregunta y luego explicar el chiste y reírse. Decir, por ejemplo, quiero viajar al norte, quiero que le pidas a tu papá que te preste un auto porque voy a ir a Iquique a ver a una amiga. Decir eso quedarse en silencio, demorar la explicación y reírse. Pero no, no hubo broma esa vez.


Zuñiga está usando un rasgo trivial de un carácter (cómo alguien usa un registro de humor no del todo cómodo) de un modo especialmente afectuoso. Y con dos intenciones. El lector sabe que Torres Leiva pudo pensar eso, pero que ese pensamiento en sí no es importante. Lo importante es que el escritor está, con el detalle, dejándonos acceder a un tipo de experiencia (lejana) con la que Torres Leiva se ha formado. Leiva recuerda algo trivial de su madre pero importante para la situación del presunto viaje (sus bromas sin mucha gracia) pero el lector tiene acceso a una mujer que en sus ganas de desconcertar, está viva ante nuestros ojos y reconocemos algo de su vida.


Lo cierto es que en las novelas de Belén Gopegui (desde la mejor a la peor; la primera a la última) están repletas de detalles, que rara vez aparecen mencionados. Hoy voy a comentar algunos de El Padre de Blancanieves.


La novela trata de los quehaceres de un grupo de militantes que está tratando de construir un pequeño aparato ecologista en Madrid. Una de las militantes es Susana, y su compromiso afecta decisivamente a su família: digamos que repercute en la manera en que todo es percibido, desde por parte de sus hermanas hasta para su madre, Manuela, y su padre, Enrique.


Gopegui combina varios registros y también narradores. Por una parte, están los sujetos colectivos, quienes hablan como si se tratan de la potencia aristotélica y también de la propia Belén Gopegui: presentan sentido del humor, algunas esperanzas y también melancolía. Interpelan al lector y lo sorprenden. Estos sujetos colectivos cumplen una función bien distinta al coro de asalariados de Lo Real: aquí no ejercen una función de dudar y llamar a las cosas por su nombre, sino de dar a conocer la contingencia de lo que ocurre.


Por otra parte, los protagonistas hablan en largos intercambios epistolares: sus discursos se cruzan en correos electrónicos donde también hacen relatos de su percepción de las cosas. Además, la novela usa la tercera persona con cierta amplitud. Como digo, El padre de Blancanieves es una novela muy sofisticada y experimental pero tiene la ventaja de ser muy fluida.


Durante la lectura, resulta difícil atender a lo que hace la autora porque sigue, como todas las novelas de su autora, una estructura dramática con catarsis incluida. La novela, de hecho, se pone en marcha cuando un ecuatoriano es despedido porque Manuela, la madre de la militante Susana, denuncia que un repartidor ecuatoriano ha llegado tarde con el pedido del supermercado. Como consecuencia, el ecuatoriano es despedido y decide acosar a Manuela y la responsabiliza de su desgracia. Pese a sus ganas de denunciar al ecuatoriano, Enrique termina ayudando a que éste encuentra trabajo tal y como quiere su esposa.

Gopegui nos permite acceder a la conciencia de Enrique, usando el estilo indirecto libre.

Enrique se acostó al mismo tiempo que Manuela y estuvo esperando hasta que notó que ella se dormía. Desde el dichoso asunto del ecuatoriano, a Manuela le costaba coger el sueño. Enrique sabía que se dormía mejor cuando él estaba en la cama. Pero hacía dos días que el ecuatoriano ya tenía trabajo. Enrique confiaba en que, poco a poco, las cosas cambiasen. Una semana, dos, y pronto lo ocurrido sería sólo una historia sorprendente que Manuela terminaría contando en las cenas. En cuanto escuchó la respiración regular de Manuela, se levantó sin hacer ruido.


Este párrafo apenas da cuenta de una secuencia sencilla: Enrique se acuesta con Manuela y cuando se duerme, se levanta porque no puede dormir. Al mismo tiempo, accedemos a un estado mental, a un sentimiento, una preocupación de Enrique: sus ganas de olvidar el incidente con el ecuatoriano.


De acuerdo, pero Gopegui, como vemos, no hace solamente eso. Para empezar, nos ayuda a pensar qué clase de palabra usa Enrique al pensar o verbalizar esa cosa. “Desde el dichoso asunto del ecuatoriano, a Manuela le costaba coger el sueño”. En realidad, el dichoso es el que nos indica el punto de vista de Enrique. Además, accedemos a un pensamiento no demasiado halagüeño. Si nos ponemos dramáticos podemos decir algo así como “vaya tela” o “¡tremendo”. Pues ante la preocupación de su esposa, el marido piensa “pronto lo ocurrido sería sólo una historia sorprendente que Manuela terminaría contando en las cenas”.

Al mismo tiempo, se trata de un detalle divertido. Dolorosamente divertido. Porque, en efecto, podemos indignarnos con el pensamiento de Enrique pero si somos justos con el personaje ¿no resulta acaso plausible que ésa sea la clase de cosa que sucede en el entorno dónde Enrique y Manuela viven? Uno donde la tranquilidad alterada termina generando anécdotas para llenar cenas y pasar el rato.

Sabremos más cosas de Enrique, de lo que piensa y dice y hace, pero parece evidente que necesitamos estos detalles.

sábado, marzo 11, 2017

Una invitación


El otoño pasado releí Las olas de Virginia Woolf y tuve una intuición más bien perezosa. Me pregunté cómo sería el mundo para la gente antes de Woolf. A fin de cuenta, la literatura nos da también maneras de entender lo posible y eso también está relacionado con el discurso público que escuchamos a un escritor o escritora.


¿Cómo explicar una figura como Woolf? Parece bastante razonable preguntarse por su obra y por lo que abrió a la literatura inglesa, y la importancia de su figura, nos recuerda que en circunstancias adversas, recordarla era también preguntarse por cómo lo hizo respecto a los límites.


La figura de Woolf supuso un pequeño avance del siglo veinte: una segunda mitad donde la extensión de derechos podría suponer, al menos, la posibilidad de que las mujeres pensaran e intervinieran más decisivamente en el campo cultural (tanto como en otros).


Como tantas cosas, la tarea permanece incompleta y a ratos difícil. La importancia de Woolf, sabemos hoy, fue doble: lo más evidente es que fue una autora de novelas magníficas, ensayos absolutamente necesarios para comprender lo que vino después   y con una vida lo suficientemente dramática para seguir inspirando a otros y otras a escribir ficciones sobre ella.


Pero la otra importancia es acaso la más crucial para la vida de la cultura: a las lectoras y lectores de Woolf le siguieron escritoras en inglés como Susan Sontag o Zadie Smith cuya capacidad y voluntad de pronunciarse públicamente no era extraña. Es decir, Woolf intervino en la tradición, en nuestra forma de verla y pensarla.


Quiero evitar escribir que se trata de “nuestra Virginia Woolf” - porque sus temperamentos son bien distintos - pero no puedo evitar pensar que Belén Gopegui ha hecho esto en la más reciente literatura española.


Parece difícil de describir. La generosidad de Gopegui fue amplia. Su descubridora y en gran medida maestra fue Carmen Martín Gaite. Ésta lo tuvo realmente difícil, incluso más todavía. En una literatura española que iba a ser regurgitada por machos, Gaite fue una intelectual rebelde, audaz y con una cultura de primera que supo hasta sobrevivir a la Salamanca franquista.


Pero Gopegui hizo algo más, creo. Algo emocionante. Ha escrito una novela sobre la experiencia reciente de la España democrática. A veces este aspecto, decisivo, se obvia. No por Hayley Rabanal quien habla de “buscas de solidaridad” en su tesis dedicada a Gopegui.


La importancia de Gopegui es que abre un camino. En dicho camino, publicar artículos con lecturas exigentes, caracterizados por la soltura de pasar de una película de masas a un gesto sutil, se ha hecho una costumbre feliz.


Su idioma español, donde convive una lectora en poesía con otra capaz de pensar idiomáticamente cosas tan dispares como Flaubert, Umbral o Tólstoi, ha sido un regalo para quienes prefieren la lectura atenta. Pero su obra y ejemplo - sin ningún premio literario oficial y oficioso, en un esfuerzo titánico dadas las condiciones de vida - nos dejan un tipo de literatura que se hace más y más pequeña y no desfallece.


Pero no es este un lamento, de esos bonitos que tanto y tan bien ha criticado la autora. En realidad, es una invitación. Gopegui ha escrito dos novelas infantiles, tres obras maestras de la novela para adultos, una novela juvenil, y un puñado de ensayos memorables. Hay un par de guiones. De un debut lírico y tan sensual que parece ideal para citar en cualquier cortejo hemos pasado a novelas de espías (o con espionaje) tristísimas, extrañas, guerreras.


Gopegui es, por último, una escritora preocupada por lo que nos pasa. O lo que creemos que nos pasa. En sus relatos, estar en una organización política no es necesariamente un desencanto. Pero como no es una escritora predictiva, lo que pasa después es lo más interesante. Como sus personajes. Por eso merece la pena leerla ¿no?


Intentaré explicar en gran medida el sentido de sus novelas. Por qué usa tan bien los detalles o los diálogos. Cada novelista levanta su mundo ante nuestros ojos, inventa o se mide con lo que llamamos técnica, brega en solitario con un montón de voces y nos encuentra leyendo en situaciones dispares.

Lo que seguirá será, únicamente, un gesto de cortesía.

lunes, marzo 06, 2017


La pregunta sobre la existencia de creencias o deseos comunes a todos los seres humanos tiene poco interés, excepto desde la perspectiva de una comunidad utópica, inclusivista, que se jacte de las diferentes clases de persona que acoge, y no de la firmeza con que mantiene afuera a los extraños. La mayoría de las comunidades humanidades son exclusivistas; su sentido de la identidad y las autoimágenes de sus miembros dependen del orgullo de no ser verdaderos otros tipos de personas: personas que adoran a un dios equivocado, comen comidas equivocadas o tienen algunasotras perversas y repelentes creencias o deseos. Los filósofos no se preocuparían por tratar de mostrar que ciertas creencias y deseos se encuentran en todas las sociedades, o que están implícitos en algunas prácticas humanasi mposibles de eliminar, a menos que esperaran mostrar que la existencia de sas creencias es una prueba de la posibilidad de construir una comunidad planetaria inclusivista. En este ensayo usaré la expresión "política democrática" para referirme al intento de plantear la existencia de tal comunidad.

Richard Rorty, Universalidad y verdad en Richard Rorty / Jürgen Habermas Sobre la verdad ¿validez universal o justificación? Traducción de Patricia Wilson.

Nosotros, los que nos conocemos, nos desconocemos a nosotros mismos: y por buenas razones. Nunca nos hemos buscado: ¿cómo podría suceder que un día nos encontrásemos? Con razón sea ha dicho: « dónde está vuestro tesoro, allí está también vuestro corazón«»; nuestro tesoro está donde están las colmenas de nuestro conocimiento. Siempre estamos en camino hacia ellas, como insectos voladores natos y recolectores de miel del espíritu; preocupándonos tan sólo de una cosa: « de traer algo a casa«». Y en cuanto al resto de la vida, a las llamadas vivencias ¿quién de nosotros tiene la seriedad suficiente para ellas? ¿O siquiera el tiempo suficiente? Me temo que en tales asuntos nunca estamos del todo en lo que estamos: nuestro corazón no está allí; ¡y ni siquiera nuestro oído! Como, quien distraído de un modo divino y sumido en sí mismo, vuelve en sí de pronto, cuando las doce campanadas del mediodía han retumbado estrepitosamente en sus oídos, y se pregunta: « ¿Qué es lo que he soñado?«», así algunas veces nos frotamos nosotros los oídos cuando ya todo ha pasado y nos preguntamos muy sorprendidos, muy consternados: « ¿Qué es lo que hemos vivido, más aún: quiénes somos en realidad?«» y, como he dicho, sólo cuando ya han pasado contamos, las doce campanadas de nuestra vivencia, de nuestra vida, de nuestro ser....¡ay!, y nos equivocamos en la cuenta. Seguimos siendo necesariamente extraños a nosotros mismos, no nos comprendemos, debemos equivocarnos, para nosotros rige por toda la eternidad el principio de cada cual es el más lejano para sí mismo; para nosotros mismos no somos cognoscentes....

Friedrich Nietzsche, La genealogía de la moral. Traducción de  José Luis López y López de Lizaga.


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El ocio es el comienzo de toda psicología, ¿sería pues un vicio?

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Aún el más valiente de nosotros, rara vez tiene valor para enfrentarse a lo que realmente sabe.

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para vivir solo, hay que ser un animal o un dios - dice Aristóteles -. Falta tomar en cuenta una tercera posibilidad: ser lo úno y lo otro a la vez: un filósofo....

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«Toda verdad es simple» ¿No es esta una doble mentira?                                                           
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Yo quiero, de una vez para siempre, no saber muchas cosas. La sabiduría traza límites también del conocimiento.

Friedrich Nietzsche, El ocaso de los ídolos. Traducción de Roberto Echavarren

martes, febrero 28, 2017


«Hasta este momento nunca me había conocido» dice Elizabeth Bennet. «Cómo comprender los engaños que consigo misma había tenido y seguir viviendo» medita Emma. El autoconocimiento es para Jane Austen una virtud tanto intelectual como moral, muy cercana ao tra virtud que considera fundamental y que es relativamente nueva en el catálogo de virtudes.

Cuando Kierkergaard opuso los modos de vida ético y estético en Enten-Eller, argumentaba que la vida estética es aquella en que la vida humana se disuelve en una serie de momentos presentes separados, en la que la unidad de la vida humana se pierde de vista. Por el contrario, en la vida ética los compromisos y responsabilidades con el futuro surgen de episodios pasados en que se concibieron obligaciones, y los deberes sumidos unen el presente con el pasado y el futuro de modo que conforman así la unidad de la vida humana. La unidad a que Kierkergaard se refiere es la unidad narrativa, cuyo lugar central en la vida de las virtudes he descrito en el capítulo precedente. En la época de Jane Austen esa unidad ya no podía tratarse como una mera presuposición oc ontexto de la vida virtuosa. Ha de ser continuamente reafirmada, y su reafirmación más en los hechos que en las palabras es la virtud que Jane Austen llama constancia. La constancia es fundamental en dos novelas por lo menos, Mansfield Park y Persuasión, en cada una de las cuales es la virtud central de la heroína. La constancia, según palabras que Jane Austen pone en boca de Anne Elliot en su última novela, es una virtud que las mujeres practican mejor que los hombres. Y sin constancia, todas las demás pierden su objetivo hasta cierto punto. La constancia refuerza, y se refuerza con, la virtud cristiana de la paciencia, pero no es lo mismo que la paciencia, así como la paciencia refuerza, y se refuerza, con la virtud aristotélica del valor, pero no es lo mismo que el valor. Así como la paciencia conlleva necesariamente unr econocimiento de lo que es el mundo que el valor no xige, también la constancia exige el reconocimiento de una especial amenaza la integridad de la personalidad en el mundo típicamente moderno, reconocimiento que la paciencia no exige necesariamente.

No es casual que las dos heroínas que muestran la constancia más notable tengan menos encanto qeu el resto de las heroínas de Jane Austen, y que una de ellas, Fanny Price, haya sido considerada positivamente poco atractiva por muchos críticos. Pero la carencia de encanto de Fanny es fundamental para las intenciones de Jane Austen. Porque el encanto es la cualidad típicamente moderna de quienes carecen de virtudes, o las fingen, y les sirve para conducirse en las situaciones de la vida social típicamente moderna. Camus definió una vez el encanto como aquella cualidad que procura la respuesta «sí» antes de que nadie haya formulado pregunta alguna. Y el encanto de Elizabeth Bennet o incluso el de Emma puede confundirnos, aun siendo auténticamente atractivo, en nuestro juicio sobre su carácter. Fanny carece de encanto, sólo tiene virtudes, virtudes auténticas, para protegerse, y cuando desobecede a su guardián, sir Thomas Bertram, y rehúsa casarse con Henry Crawford, sólo puede ser porque su constancia lo exige. Con este rechazo demuestra que el peligro de perder su alma le importa más que la recompensa de ganar lo que para ella sería un mundo entero. Persigue la virtud por la ganancia de cierto tipo de felicidad, y no por su utilidad. Por medio de Fanny Price, Jane Austen rechaza los catálogos de virtudes que encontramos en David Hume o Benjamin Franklin.

El punto de vista moral de Jane Austen y la forma narrativa de sus novelas coinciden. La forma de sus novelas es la de comedia irónica. Jane Austen escribe comedia y no tragedia por la misma razón que lo hizo Dante; es cristiana y busca el telos de la vida humana implícito en la vida cotidiana. Su ironía reside en hacer que sus personajes y sus lectores vean y digan algo más y distinto de lo que se proponían, para que ellos y nosotros nos corrijamos. Las virtudes, junto con los riesgos y peligros que sólo mediante ellas se pueden vencer, proporcionan la estructura tanto de la vida en la que el telos puede ser alcanzado, como de la narración en que la historia de tal vida puede desarrollarse. Una vez más, resulta que cualquier visión específica de las virtudes presupone una visión igualmente específica de la estructura narrativa y la unidad de la vida humana y viceversa. 

Jane Austen es en un sentido crucial - y junto con Cobbett y los jacobinos - el último gran representante de laa tradición clásica de las virtudes. A las generaciones recientes les ha sido fácil prescindir de su importancia como moralista, porque al fin y al cabo es una novelista. Y les ha parecido a menudo, no sólo una mera autora de ficción, sino una autora de ficción comprometida con un mundo social muy limitado. Lo que no an observado y lo que debe enseñarnos a observar la yuxtaposición de sus intuiciones con las de Cobett y las de los jacobinos, es que tanto su tiempo como después la vida de las virtudes apenas dispone de un espacio cultural y social muy restringido. En gran parte del mundo púlbico y privado, las virtudes clásicas y medievales fueron reemplazadas por los endebles sustitutos que ofrece la moralidad moderna. Cuando digo que Jane Austen es en un aspecto crucial la última representante de la tradición clásica, no quiero negar que haya tenido descendientes. En un relato corto y poco leído, Kipling con mucha penetración decir a uno de sus personajes que era la madre de Henry James; mejor podría haber sido la abuela. Pero James escribe en un mundo en que, como lo atestigua su misma evolución novelística, la substancia de la moral cada vez es más escurridiza. Esta indefinición altera el carácter de la vida pública y de la vida privada. En particular, lo que esto signifique para la vida pública dependerá del destino de una virtud en particular, la de la justicia. 

Alasdair MacIntyre, Tras la virtud. Traducción de Amelia Valcárcel.

lunes, febrero 06, 2017


El príncipe Andréi sonrió mirando a su hermana, como sonreímos escuchando a la gente que creemos que no tienen secretos para nosotros.

Lév Tolstói. Guerra y paz. Traducción de Gala Arias Rubio.

jueves, febrero 02, 2017


Los dos jóvenes, el estudiante y el oficial, amigos de la infancia, tenían la misma edad y ambos eran guapos, aunque no se parecían en absoluto el uno al otro. Borís er aun joven alto y rubio con ragsgos correctos y finos en su alargado rostro. Sus agradables ojos grises expresaban tranquilidad e interés, en las comisuras de su boca aún sin afeitar siempre era visible una sonrisa burlona, astuta, que no le hacía más feo sino que le añadía, como la sal, una frescura a su expresión que hacía evidente que al hermoso rostro aún no le había afectado el vicio ni la pena.

Lev Tolstói, Guerra y Paz. Traducción de Gala Arias Rubio.

viernes, enero 27, 2017


Detrás del mostrador de la pastelería hay una banqueta para descanso de las empleadas; pero no es prudente ocuparla demasiado tiempo o repetidas veces: la encargada vigila desde el mostrador de enrente, tiesa, detrás de la caja registradora. El local es "de lo más selecto de Madrid" y exige de sus empleados máxima corrección. El comedimiento y aire distinguido de sus dependientes acreditan un establecimiento tanto como la pureza de sus productos. Las muchachas han de ir y venir detrás del mostrador, erguidas y sonrientes. "¿Qué desea la señora?" Ni una broma con los camareros, ni una frase de mal. gusto. "Ésta es una casa distinguida". Esto de la distinción lo ha oído Matilde muchas veces, en boca de la encargada, durante las tres horas que lleva actuando en el salón. De las cuales ha salido una consecuencia: "El cliente siempre tiene razón". Y otra: "Al cliente hay que sonreírle siempre y engañarle cuando haya ocasión". Y esto, sólo en lo relativo al público. Que es de lo más heterogéneo. El público da color y marca cada hora del establecimiento. Al principio se multiplican en él las sirvientas, con sus cestas de hule; la modista, la mecanógrafa, el empleado, que adquieren su bollo de hojaldre; más tarde, el mozo de almacén, el botones, el continental ("Oiga, un pastel"). Luego la vieja repintada y sus niñas cursis, las beatas, al regreso de la iglesia; la dueña de la pensión modesta, que hace su pedido de las tartas de las más económica, la dueña de la casa, que adquiere sus flanes o su nata.

Luisa Carnés, Tea Rooms Mujeres obreras.

miércoles, enero 18, 2017

El pisito


En los agradecimientos de Anabel figuran un montón de nombres. Amigos y cómplices del escritor y director, Antonio Trashorras, que son también, como él, críticos cinematográficos formados en las exigencias de la prensa de papel y sus transformaciones.

Hay, por supuesto, dibujantes de cómics, escritores. La película, seriamente, termina dedicada a HR Giger. Diré que esto me parece secundario. En los agradecimientos he hallado la pista. Un nombre puede pasar desapercibido. Ése nombre es el de Milton Friedman, el economista de la Escuela Chicago cuyas tesinas construyeron o ayudaron a construir el actual bloque de la derecha ocupada en reducir el estado redistributivo. Friedman se convirtió en piedra de toque del llamado neoliberalismo. Este nombre aparece como una pequeña pista de Trashorras, una indicación discreta.

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Con las inteligencias generosas sucede que es muy fácil sentir como propia las casas que han levantado con cuidado, y éste es el caso de Trashorras. Uno acudía a él esperando criterio y resistencia en sus críticas, y uno vio con simpatía su cortometraje Dos manos zurdas y un racimo de ojos manchado de gris (2009) y su largometraje El Callejón (2011). Trashorras había participado en guiones para otros directores, como el libreto de El espinazo del diablo (2001, junto a David Muñoz) o la estupenda Agnosia (2009) de Eugenio Mira.

Su primera película, una extraña investigación sobre las pasiones propias hecha en una industria en descomposición avanzada, ha envejecido bien y no era una película donde sus talentos se afinaran tan bien como en ésta.

¿De qué trata Anabel? Podemos explicar su argumento y podemos explicar, finalmente, lo que nos termina mostrando. El argumento persigue a un extraño que, con la excusa difícilmente rebatible de que no tiene adonde ir, va a un piso a vivir con dos muchachitas de veintitantos, dos espléndidos arquetipos del madrileño de cambio de siglo: una aspirante a funcionaria y un bosquejo de actriz.

Pero el extraño provocará turbación en la convivencia. ¿Qué emergerá tras su presencia? La película se abre con una cita de Nathaniel Hawthorne y uno puede comprender el por qué. Anabel usa un ropaje de cuento, digamos, neo-gótico urbano donde Trashorras puede permitirnos citar con calma a cierto Polanski por la claustrofobia y la otredad.

La película, no obstante, trata de lo siguiente: una rentista se hace pasar por trabajadora normal y corriente mientras convence a su compañera de piso / inquilina de que eche a una mujer sin recursos. Llevado a cabo el deshaucio, una figura que tal vez sea su padre, aparece para trastocar y vengar la muerte de su hija, poner de relieve esta evidencia. Es, al mismo tiempo, un fantasma y un juez.

Como vemos si el eco es de Hawthorne, la letra de la música es del economista Friedman (o, por decirlo menos humorísticamente, de los inteligentes discípulos de la tradición de los oprimidos). Trashorras tiene la inteligencia de que el cruce de personajes sea también un cruce de maneras de actuar: Enrique Villén es un actor secundario de carácter, Rocío León opta por registros más naturalistas propios del cine low-cost alternativo de donde procede y Ana de Armas usa su carisma escénico para darle una pátina cómica a su personaje.


La película cuenta con tres montadores acreditados y no es ningún secreto que se trata de una película de guerrilla, rodada probablemente en 2013 y en post-producción durante dos años. La música no siempre resulta adecuada y la fotografía es antes un recurso inmediato que cualquier manierismo.

Éste es uno de los más raros ejemplos de gran cine social y de imaginación que hace emerger figuras de su tiempo, por eso mismo el tiempo nos devolverá a Anabel como el fantasma devuelve a las relaciones económicas que sustentan el frágil hogar de los protagonistas.

Se beneficia de que Trashorras con apenas setenta minutos parece disfrutar de los diálogos y los usa para dar siempre pequeños rodeos acerca de quienes pensamos que son los personajes. Se confiesan o se mienten a sí mismos, se hieren a ratos con extraña sinceridad y se persiguen como sombras persiguiendo sombras (por decirlo usando la aforutnada expresión de los Años Felices de Torné).

Gracias a Filmin la película ha encontrado un lugar donde encontrar espectadores sin prisa. Fue proyectada en Abycine y en Sitges y premiada en ambos festivales.