
Se trata de una valiente solaera Apocalíptica. Con una pasión obsesiva por los planos de detalle y una interesante lectura de su maestro evidente, el incomprendido y veloz Martin Scorsese, F. Javier Gutiérrez compone una de las mejores películas del año, demostrando que la cinematografía española no sólo está en condiciones de competir con la americana sino que, además, es capaz de ofrecer estimulantes relecturas a los viejos estandartes de Hollywood, incluso proponiendo renovaciones que pasan por amalgamar tradiciones. Al fantastique español contemporáneo resulta difícil encasillarlo: ¿Es Los Cronocrímenes un perverso giallo o un thriller de viajes en el tiempo? ¿Es El rey de la Montaña una película de supervivencia o un una película de horror abstracto? ¿Es esta cinta un film apocalíptico o un psychothriller?
Toma su estructura de la revisión excesiva de El Cabo del Miedo (1991) aunque no obvia los guiños a la original, a la siempre imprescindible Noche del Cazador, a Vértigo y también a cierto revival del american gothic pregonado por Marcus Nispel con una atmósfera efectista y un look visual de marcados contrastes, obsesionado por el vaciado que rodea a sus protagonistas, siempre en auténticos parajes desérticos. De hecho la variante que su cineasta propone bien podría llamarse Estepona Gothic al revisitar el modelo tradicional del gótico americano, con asesino anónimo y terrible incluido (¡El Soro es nuestro Cara Cuero!) y secretos familiares con incestos y perversiones por doquier
Incluso en sus peores momentos (las transiciones de los personajes en el camino, la algo decepcionante pelea entre los dos protagonistas, los manidos travellings laterales) sabe resolverlos con un hallazgo visual (como es la interrupción gracias a planos aéreos que dan más agilidad a un recurso un tanto manido por el cine reciente), como ese Soro iluminado por la conciencia divina y fascinado por un fin de los días. Una crónica no tan desesperado pero sí agónica de las últimas y pequeñas batallas antes del estallido, es capaz de resolverse con un precioso (esta vez sí) plano lateral que enseña la catástrofe iluminando por última vez un romero, después de dejar atrás un reencuentro amoroso que transcurre casi se diría que en off.
Pero ni tan siquiera ese plano final, bello, redunda en una felicidad que no es tal y Gutiérrez se atreve a ser mucho más agónico que sus modelos siendo la suya una original crónica de una desestructura familiar que ya no es tanto un motivo del horror, sino un auténtico devenir.