Antes de que las bolsas sigan cayendo o que otro tango de desolación con el nombre tatuado del soccer (deporte abstracto que mueve a la sinrazón que ya no se dedica a la guerra) termine destrozando la Ciudad Condal, tan artificiosa e impía como siempre, sacando las banderetas y el resentimiento a destiempo, justo como hacen los demás, y también antes de que las elecciones terminen de aleccionarnos sobre los motivos de los demás, esa subordinación al otro el gran error dialéctico de la política electoral, me van a permitir ponerme sabihondo sobre el escasísimo valor de los obituarios, más allá de los recuerdos blogoesféricos, crónicas de una lectura y de una tristeza, válidas y más sencillas que el simbolismo, con la singular prosa del cuadernillo.
Propongo el santuario como única forma de obituario, por aquello de que la experiencia de Vonnegut ya nos ha dejado a todos con la resaca de ver como esos libros que sobran se descartan con el nombre de piedra, como si la roca por pequeña que fuera pueda instalarse además de en la tierra y el cuerpo humano, en las letras, tan ligeras hasta cuando se visten de graves. Y con ese discreto encanto del morir se han ido Julien Gracq y Ángel González.
Del segundo vuelvo a su delicioso Epílogo.
EPÍLOGO
Me arrepiento de tanta inútil queja,
de tanta
tentación improcedente.
Son las reglas del juego inapelables
y justifican toda, cualquier pérdida.
Ahora
sólo lo inesperado o lo imposible
podría hacerme ll0rar:
una resurrección, ninguna muerte.
Y del primero, un lamento que quizá no lo sea tanto.
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