Hay una variante del slasher exquisita que es la slashona (slasher teenager + bajona no menos adolescente). Si el slasher concreta sólo la aparición del asesino y la de los adolescentes muriendo acechados por él, la slashona da un paso más allá: a la habitual (aunque no concreta) historia trágica que acostumbra a rodear a nuestro asaltador se le suman uno o más personajes con ese angst típico de la adolescencia acentuado, debido a que mantienen algún lazo traumático con el villano o alguna otra motivación melancólica. Dentro de esta variante, exquisita, que podría nacer con Halloween y tener en su heroína a Jaime Lee Curtis, la scream queen más ultrapocha ever. Hay muchos ejemplos y el más curioso puede que sea el del revival de los noventa, con las muy divertidas Scream y Sé lo que hicistéis el último verano heredando la slashona pero con unas convenciones irónicas que hacen esta variante como algo muy concreto y díficil de recuperar.
En todo caso, a lo que vamos: Prom Night cima del slasher y de su pequeña variante, la slashona. Lo tiene prácticamente todo: una influencia directa de la reina de la modernidad y el género (Halloween), un equipo creativo formado por el cineasta Paul Lynch y su guionista William Gray que luego llevaría el subgénero a su paroxismo con Humongous y Carrie como nueva piedra genérica a reseguir. Voy a confesarles una cosa: como gran amante de Brian De Palma prefiero infinitamente esta Prom Night a su adaptación del inspiradísimo debut de Stephen King. John Tones, en uno de sus arranques de sutileza compartida, dijo en esta bitácora que hay géneros que caminan delante de sus autores y uno de ellos es el terror. Bien, si levantan la ceja arqueados y todavía tienen dudas, la cinta es un ejemplo eprfecto de todo ello. Y quizá hasta de más.
Empezando con un durísimo prólogo ambientado en los setenta (Carpenter obliga), la cinta está dispuesta a disponer sus dos grandes virtudes: un gran énfasis en el melodrama y la relación de personajes y el whodunit bastardo e inconcluso. Una niña muere accidentalmente debido a la humillación a la que le someten sus amigos, quedando el cadáver abandonado después de que sus hermanos confiaran en que se quedaría jugando. Sólo el varón del grupo quiere ir a la policía, pero al final (¿adivinan?) pactan no decirlo a nadie y guardar el secreto. Una sombra se erige sobre el cadáver. Tiempo después, concretamente en la graduación un misterioso asesino confecciona la lista de los culpables y los llama uno a uno a su casa. Paralelamente un policía descubre que el presunto asesino de la niña se ha fugado de un manicomio y está suelto. Bien y llegados a este punto la cinta alcanza sus virtudes: su punto de partida es absolutamente desconcertante y delirante. Se decide aumentar el número de sospechosos de forma arbitraria (un misterioso jardinero, un matón rebelde que usa máscara y amenaza a la protaognista) y también se nos da una pista de que esta no es una cinta irónica y posmoderna: cuando los protagonistas reciben las llamadas no se asustan. ¿Por qué iban a saber que están dentro de una ficción? Pero esto no queda en apunte porque la película se toma casi cuarenta minutos de descripción e introducción del asesino, pero también de las relaciones que se establecen entre los protagonistas. El niño culpable es ahora el novio de su hermana, ahí el detalle más sugerente. Y el padre (un inusual Leslie Nielsen) es el director de la escuela. La película abusa de los diálogos melodramáticos a veces hasta el empalague pero goza como nunca introduciendo los elementos de la matanza. La máscara es arrebatada al chico rebelde (un vulgar pasamontañas). El baile y el nombramiento son ensayados horas antes. Los espacios clave ya están en marcha. Lynch no se corta y se permite alguna que otra panorámica del instituto, vacío y desolado, y mueve la cámara jugando con los espacios y sus víctimas en ellos.
Pero entonces llegamos a su clímax final que empieza temprano y no se detiene. Lynch mantiene el pulso en una de las persecuciones más largas entre asesino y víctima, que atraviesa un gimnasio desolado, vacío y juega tanto con la cámara (aparentemente) subjetiva, como con la acción en movimiento. El clímax tiene unos tempos muertos molestos pero a la vez desconcertantes, con los policías y su presunta investigación hasta que ésta… desaparece. Es un truco sí, pero no es un truco hasta el final: de repente resulta que el loco sólo había matado a alguien. ¿Nos interesa quien ese tipo? No. ¿Quiere la película que los descartemos? Claro. El duelo final es la revelación más triste que he visto en mucho tiempo: hermano contra hermana. Ya, Jamie Lee Curtis, hermano contra hermana, Halloween. Sí pero Halloween intenta desarrollar otra historia, la del mal implacable y nuevo. Prom Night habla de una venganza justa y merecida, y de la pérdida de inocencia en medio de esos rituales sociales implacables que emulan la edad adulta. Pone especial énfasis en la crueldad adolescente, creando un personaje que por convenciones genéricas puede ser un villano pero al final sólo es un tipo humillado, en la que sus responsables, ingleses como no, se marcan un tanto en la crítica social. Prom Night es, que duda cabe, la película clave en la educación sentimental de Kevin Williamson: sus dos guiones más celebrados, citados ahí arriba, son versiones apócrifas de esta. En Scream permanece la escena de la camioneta, pero que aquí resulta mucho más sorprendente porque hay DOS camionetas: la del sexo y la de las drogas. También es muchísimo más: la historia de un amor entre gemelos que la lleva a las alturas bizarras de Sisters pero cayendo en una, afortunadamente, poética más áspera y casi conmovedora. No hay clímax final ni salvación del villano, sino venida de la edad adulta y aprendizaje de la decepción. Algo mucho más melodramático, sustancioso e inteligente pero que funciona gracias a su uso magnífico de sus convenciones genéricas y sus precedentes, gloriosos, pero que no le restan mérito.
Prom Night tuvo un remake este año en el que se mantenía la slashona pero contaba con uno de los guiones más vulgares que se han hecho, con un asesino obsesionado con la protagonista y escapando del manicomio, y sin dudas ni sospechas. Tampoco demasiado énfasis ni en el gore, cosa en la que difiere de su original exquisita y estilizada en sus muertes, ni en sus adolescentes descendientes de One Tree Hill. Una confirmación más de la dificultad de rescatar el espíritu de los ochenta sin posmodernidad o sin alevosía (ej: Halloween de Zombie o las variaciones descendientes del giallo y el american gothic en los Hostel de Roth)
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