No resulta nada casual que muchas de las imágenes y soluciones narrativas del remake de la excelente película de Bartel remitan a las dos primeras entregas de Carmageddon, ni tampoco que su encargado sea un recuperado (¡al fin!) Paul W.S. Anderson, que debutó con otra sátira social, Shopping, en la que hablaba en clave casi ballardiana del placer de estrellarse con coches robados.
A pesar de no contener toda la ironía y mala leche que hicieron de Bartel una justa figura de culto, esta nueva Death Race es una variante satisfactoria del cine de acción de izquierdas, en la que la conciencia de clase está presente hasta el último minuto y los empresarios malvados dominan la televisión (¡sí!) y sólo hay una forma de terminar con ellos: explotando. Así, literalmente. Lo que en la anterior era una historia, inolvidable, de amistad entre Frankeinstein y Machine Gun Joe, aquí deviene un brochazo mitológico que hará las delicias de cualquiera interesado en las leyendas: esa máscara que represennta al invencible y que deja caer una historia de varios y coaccionados pilotos parece hablar en clave secreta de una exploit que ahora es, o mejor dicho, sólo puede ser reinventada a ritmo de videojuego (y dicho sea esto como piropazo: esa distribución de los escudos y las armas controladas por la villana da una riqueza increíble).
Anderson, que ya ha producido la maravillosa DOA, recupera el pulso perdido en los Resident Evils y aunque tiene algunos abusos estilísticos (los zooms que se acercan a Henessy con steadycam son excesivamente televisivos por reiterativos, algunas tomas aéreas restan el frenesí informativo del montaje entrecortado y veloz de las carreras, otras impiden mayor profundidad espacial en la carrera) no restan mérito alguno a la película: una compañera excelente de Doomsday, con la que comparte carreras a muerte, coches bellamente retocados e islas fortificadas, pero a la que supera al ser un honesto y puro remake, casi por encima de la voluntad homenajeadora.
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