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lunes, julio 18, 2016

Extrañezas


Hace bastantes años que no veo ni 'Los Goonies' (The Goonies, 1985) ni leo o releo libro alguno de Stephen King. Hace, de hecho, diez veranos en los que me animé a leer aquella novela (ahora tan anticuada) de unos teléfonos móviles que se convertían en transmisores de una plaga de zombis descarnados. Se llamaba Cell, y como tantas novelas de Stephen King tenía una banda sonora incluída en el libro, una narración fluida y un giro final no del todo previsible.

Sin embargo, recuerdo con mucho gozo el primer momento en el que leí Historias Fantásticas, sacada de la habitación de mi tía y perteneciente quizás a uno de mis primos. Se suele recordar aquella sentencia de Nabokov de que el mejor momento para leer es en algunos años de la niñez donde todo fluye.

Le di vueltas a la frase y creo que he logrado descifrarla: ciertamente, las lecturas de infancia no tienen protocolo de lectura instalado - como sí lo tienen las de adolescencia - y suspenden el juicio en favor del aire perenne de descubrimiento. Tal vez, de existir algo es la preferencia, los grados de atracción.

Poco importa. Aquellos relatos de King me resultaban muy divertidos e identificables. Como luego lo hicieron It o Todo es eventual. Hablo de esto porque he visto Stranger Things, una serie de Netflix que desde los títulos de crédito homenajea y se postula como kingiana.

**

No siento especial devoción por aquellos referentes. Qué impostura más absurda sería declarar mi pasión incondicional por aquellos ratos o mi nostalgia. Lo que me parece más interesante de la serie de los hermanos Duffer (el nombre es real) es que consiguen suspender el juicio.

La historia, que se ocupa de un grupo de muchachitos intentando recuperar a su amigo perdido de otra dimensión, tiene una cosa obligatoria en la reciente cultura estadounidense y su eco global: el pathos spielbergiano. Hay una niña con poderes que es, al mismo tiempo, E.T. y Samantha Morton en Minority Report.

Y la trama es al mismo tiempo Poltergeist y La Cosa (que era de John Carpenter). Y los adolescentes son o podrían ser parte de Halloween o de Pesadlla en Elm Street. Parece evidente entonces que los niños no crecieron en la década de los ochenta si no más bien alimentados por algunos de los referentes de la cultura de masas de los ochenta.

***

Hay muchos anacronismos en la serie, que transcurre en un pueblecito estadounidense en 1983. El más evidente de ellos es el rito de descubrimiento de los Clash entre dos hermanos. O una canción posterior de los New Order.

No creo que estos anacronismos sean fallos u errores, si no más bien revelaciones. Los mecanismos de la memoria son peculiares, pueden teñir o unificar, y así parece escrita la serie. Lo sorprendente es que la serie me gustó independientemente de sus evocaciones y búsquedas.

Claro que agradecí que imitaran la elegancia visual de John Carpenter y que los hermanos Duffer intentaran, al menos, composiciones panorámicas del pueblo y modos elegantes de jugar con sus diabólicas criaturas.

Pero lo que me pareció interesante de la serie es que su escala era muy reducida. Había un sentido pequeño de la acción, lo que la hace diferente de otros homenajes nostálgicos. Todo podía caber en el prólogo que transcurre con los protagonistas jugando a rol en un sótano.

Ese sentido de descubrimiento no le añade cursilería. Los personajes adultos de la serie son opacos o terminan tomando decisiones opacas. La oscuridad acecha, aún cuando parece vencida. El tiempo pasa y tiene heridas que vamos a ir comprendiendo. No creo que los Duffer usen los ochenta en alcance alguno, la sombra de Reagan parece banal o adecuada al ambiente, pero no se percibe  ningún sentido histórico.

Se ha insistido en los materiales promocionales que sus hacedores pensaban más en una película de ocho horas que en una serie. Si por serie entendemos una serie de lugares comunes y extremos dramáticos un poquito pasados de roscas, tal vez tengan razón. Y ésa sea la mejor razón para verla.

sábado, junio 19, 2010

El imperio del sol de Ballard y Spielberg

Cuenta James Graham Ballard en su extraordinaria memoir, Memoria de vida, que Steven Spielberg fue increíblemente fiel a El imperio del sol, su novela de tintes autobiográficos publicada en 1985, no solamente respetando la escena que él consideraba fácil de censurar e imprescindible para entender la esencia de su obra (la del joven Jim resucitando a un soldado y confundiéndolo con él mismo), sino con detalles como la lectura respetuosa y atenta que el cineasta había hecho de la novela, adaptada a la gran pantalla por el dramaturgo Tom Stoppard.


Cuenta Ballard también que los lectores atentos de su novela pronto vieron como "las imágenes características que había presentado a lo largo de los treinta años anteriores – las piscinas vacías, los hoteles y clubes nocturnos abandonados, las pistas de aterrizaje desiertas y los ríos desbordados – se remontaban al Shangai de la guerra".

La simbiosis entre Ballard y Spielberg es increíblemente estimulante. El autor de E.T., que hábilemente delegó a David Lean en funciones como director (un director que, en opinión de Ballard, rechazó la adaptación porque era partidario de"los actores infantiles que hablaran ceceando y fueran ligeramente afeminados"), se especializó en espectáculos que iban parejos al descubrimiento interior del protagonista o a una revelación que le conducían a un destino (el Roy Neary de Encuentros en la tercera fase; incluso Indiana Jones en su primera entrega descubría los poderes divinos del Arca Perdida). Con el material de Ballard, el estilo de Spielberg, siempre a caballo entre el citado Lean, la ingenuidad de Capra y DeMille, brilla porque acentúa la bizarra paradoja que supone que el protagonista rinda culto a los soldados japoneses que le tienen cautivo. Observen este memorable encuentro del joven Jim, obsesionado con los aviones, con dos pilotos japoneses a los que saluda. El saludo le salvará la vida de otro soldado, indignado por el atrevimiento del niño.

Otro de mis momentos favoritos favoritos es cuando Spielberg juega a la narración subjetiva. Lo que para Jim es un milagro, es el alma de una compañera siendo integrada en el cielo, no es más que la detonación de la primera bomba atómica. El estilo de Spielberg, yendo de lo íntimo a lo grandioso, se revela imprescindible. Es maduro porque no rueda con la misma sensibilidad que, por ejemplo, E.T. sino que descubre las posibilidades de sus herramientas expresivas. Su Imperio del Sol es imaginativa porque donde otro cineasta hubiera visto una irónica y explícita comedia negra, Spielberg ve el hermoso e incomprensible espectáculo de la guerra y la destrucción. Y no hay nada más ballardiano.

Hoy he aprendido una palabra nueva: Bomba Atómica.

domingo, octubre 25, 2009

Revisiones (I)





E.T. (1982, Steven Spielberg)

Una película que he visto tantas veces puede dar poco que hablar, pero no voy a ser tan evidente: que si la presunta copia de Rambaldi hacia un dibujante español, que si Drew Barrymore explicando que tenía un grup punk en el casting de Spielberg, e

tc. Anécdotas hay miles y como entiende, a ratos, la mala cinefilia no está bien emplearla en la crítica, pero si es jugoso hacerlo para descubrir las otras historias de rodaje. Pero eso es conversa entretenida, no análisis. Particularmente de la película de Spielberg me entusiasma su poética: hasta Keys, los varones adultos tienen poco sitio en Spielberg, un detalle muy significativo para reeditar su historia de abandono. Quizá el momento más logrado pasa inadvertido: al gag del alienígena y Elliot conectados, con la mirada borracha del niño hacia su compañero, una relectura de The Quiet Man (1952, John Ford) que el alienígena ve y Elliott protagoniza. ¡Qué gran metáfora inconsciente del proceso creativo de Spielberg! Un espectador que reedita en los contextos más inauditos. El cierre, con un plano de detalle anclado en los pies coquetos y felices de la niña recién besada, sugiere una forma de plano memorable que sólo puede hacer Spielberg. Después, mezclando el Día de los Trífidos, The Twilight Zone e

incluso las viejas películas de Quatermass, Spielberg nos convence de que hay algo milagroso en las despedidas y en la asunción de la pérdida. Más no le puedo a pedir a una película tan excepcional, capaz de sacar brillo a un alien con un detalle tan insignifcante (y de nuevo inconscientemente sincero) como el de nuestro protagonista bajito leyendo Buck Rogers para aprender como puede regresar: que la cultura pop es la respuesta, el material sobre el que Spielberg forma sus imágenes más perdurables y proyecta su visión suburbial y grandilocuente de la vida.

Las aventuras del barón Munchausen (The adventures of Baron Munchausen, 1988, Terry Gilliam)

Está muy claro: Big Fish (2003, Tim Burton) falla en todo lo que Terry Gilliam triunfa. Uno lo ve claro, además, si está interesado en la consistencia de la poética de los cineastas que se declaran partidarios, obvios, de la fábula sobre la realidad. Burton usa una excusa sentimental, el padre ausente y desaparecido, absolutamente spielbergiana, pero que también patalea toda su obra y también marcó su vida. Sin embargo, aclaremos una cosa: en Spielberg este hecho sirve para catalizar las tristezas y unirlas a una visión del mundo forjada entre el cine espectáculo de David Lean y la épica americana de John Ford, among others. Burton nos gusta primero por ser un anárquico delicioso y estético (cfr: Vincent; Beetlejuice; Mars Attacks), un cineasta absolutamente plástico como ya explicó en su día Jordi Costa. Su discurso en Big Fish no podía ser más conservador, más enervantemente sencillo: la fábula/la mentira es, al final, mejor que la realidad/los errores del padre. En Munchausen se usa esta idea, pero bien: Gilliam viene de Mélies y uno puede verle festejando a Fellini en la rarísima y chiflada É la nave va. Su barón munchausen ejerce de guía, algo paternal también, de una infante y devuelve a un pueblo la capacidad de gestionar las fábulas (El poder, en suma) a través de un recopilatorio de hazañas que revivirán rescatando a sus legendarios

ayudantes. Todo en esta película es excesivo, pero su textura es única, sus actores multiplicados excepcionales y su discurso, prologando justo donde empezó con la sátira de Jabberwocky y Brazil, rico y dispuesto a releer a Boticelli, como para convencernos de que los soñadores no son meros arquetipos de mentirosos entrañables (ideal para conformistas), sino peligrosos en cuanto a desmontan los relatos oficiales del Poder y les devuelven la inventiva, la tradición, al Pueblo. La cultura como alquimia, como prefiere verlo Ignacio Echevarría cuando nos explica a Walter Benjamin.


Instinto Básico (Basic Instinct, 1992, Paul Verhoeven).

Con trece años, desprecié (a medias) esta película. Tener reciente Vestida para matar, película que revisaría demasiadas veces ese año, fue malo. En aquella época yo entendía la posmodernidad

a la manera de Palacios y Cantero, y para mí Vestida para Matar era el pastiche hitchcockiano definitivo, maestro mientras que en el guión de Joe Ezsterhas todo era trampa para mi disgusto, sin mayor gracia, más allá de Sharon Stone.

¡Ay! Ahora pienso distinto, por suerte. Sigo pensando que DePalma es un genio, un explorador del lenguaje y que Vestida para Matar es un trabajo importante: en estructura, en planificación, en interpretación, en autoindagación. Pero DePalma ordena los fragmentos Hitchcockianos y los absorve, no hace lo mismo Verhoeven, que es un artista que se gana a pulso el adjetivo de visceral con toda su maravillosa carrera entre Europa y Hollywood. Verhoeven confesaba en una entrevista inolvidable firmada por Antonio Trashorras que pasó de venerar e idolatrar la Nouvelle Vague a centrarse casi exclusivamente en la figura de Hitchcock. No hace falta ir muy lejos para ver que Desafío Total e Instinto Básico son, esencialmente, perversiones sobre Con la muerte en los talones y Vértigo. Pero con Verhoeven no todo es tan sencillo: sólo él podía convertir la película modélica de Hitchcock sobre el falso cupable y la set piece más chiflada que la anterior en un relato de chifladura metafísica, gracias a la base de Philip K. Dick, y sólo él se atrevería a remakear la cima del cineasta inglés en clave de novela baratísima, de guión lleno de diálogos memorablemente macarras (es el barroco del doble sentido, del pulp de cuarta). Como siempre, nunca es tan fácil. Instinto Básico es, en realidad, una prolongación feminista y deliciosa de El Cuarto Hombre restando a Cristo de la ecuación dejándolo todo en manos del sexo. Es, como todo Verhoeven, un duelo. Uno con su propia y citada película de los ochenta. Uno con Jan de Bont, con el que compone otro trabajo memorable y filtrando a Caravaggio. Uno con Sharon Stone. Uno de Sharon Stone contra Jeanne Tripplehorn, como dos turbias mujeres fatalmente predestinadas. Y el suyo contra Hitchcock, del que aprende su poesía fantasmal y la convierte en lujuria necrófila, adictiva, contagiosa. Esta es una película pluscuamperfecta, cosida desde lo bajo y elevada por el fascinante triángulo entre DeBont, Stone y Verhoeven que convierten un thriller noventero en un giallo intermitente y en una carnal historia sobre la cercanía estrechísima del Amor y la Muerte. Vamos, una excelente lectura de lo que yacía tras Vértigo.

viernes, agosto 21, 2009

Sucedáneos


Eagle Eye (2009)

Cuando uno se pregunta como Steven Spielberg, la sombra de su producción fastuosa y de su ingeniosa premisa se nota en cada momento de esta película, no dirigió finalmente esta película obtiene la respuesta con mirar atrás: el cineasta ya había reescrito todas las formas hitchcockianas y noir para un tiempo de sospecha radical en Minority Report (2002), en cada revisión una película absolutamente mejor, capaz de alcanzar la perfección en veinte irrepetibles minutos.

Seguramente el clímax en Washington quiera soñar con los momentos más agobiados de películas como Marathon Man o The Parallax View, pero estamos en la épocade la videovigilancia obsesiva y no es difícil pensar en el Tony Scott de su estupendo díptico Enemigo Público / Déja Vu (marcado por el film-bisagra sobre herencias Spy Game), aunque la cosa se trate de imaginar North by northwest en una época de héroes anónimos marcados por Bourne. Tan poco se disimula el homenaje que hasta se permite una singular reescritura de la huida a las afueras del film protagonizado por Cary Grant, sustituyendo la amenaza aérea por un detalle casi de humor eléctrico.

Las dobles personalidades, incluso triples, sugeridas en la franquicia de Doug Liman y Paul Greengrass pasan a ser relaciones de família, algo genuinamente spielbergiano, y traumas varios: Shia LaBeouf protagoniza una historia de amor con más urgencia y con ocasionales momentos inspirados, como los inicios de persecución o un clímax final que se sueña un improbable cruce entre 2001 de Kubrick, gran homenaje Spielbergiano, y El hombre que sabía demasiado. Hay algo juguetón en ese idea, también hay algo delicioso en el reparto gozosamente destinado a tener roles inmediatos sin más, al más puro estilo 24 (atención a Michael Chiklis y el habitual burócrata Billy Bob Thornton) y aunque no aproveche los hallazgos narrativos de la serie, se mueve por un ambiente cuasi lúdico en su presunta penumbría.

Uno intuye el divertimento, agradece la relevancia con la que se trata el escenario y aplaude lo improbable de todo cuanto sucede, pero echa de menos en Caruso algo más de talento y brillantez en su artesanía para el cine más aparatoso, se echa de menos algo de solvencia en la resolución espacial de algunas persecuciones iniciales y algo de locura planificadora en la decididamente impresionante entrada de un caza en un túnel de autopista, y ello parece destinar a Spielberg a ese papel que simboliza la maravillosa Aria: un ojo que observa y produce juguetes posmodernos, sofisticados, frecuentemente ingeniosos y llenos de actualidad, pero que se limita a observar antes que tomar un control visible y reconocible.

También influye el hecho de que los nuevos artesanos, Caruso ha dirigido algunos muy buenos episodios de The Shield y de ahí su agradecimiento con un secundario a Chiklis, parecen tener una tendencia al borrado que no tenían la anterior camada de protegées spielbergianos, que incluían nombres como el entonces héroe de la California universitaria, Robert Zemeckis, y el fanzinero Joe Dante. Poco se veía del Caruso angelino en la anterior Distrubia, reformulación teenager un poco más forzosa de La ventana indiscreta, y menos se aprecia en esta: el cineasta que debutó con The Salton Sea ha dado ocasionales rastros de vida en el marco también angelino y cuasi desértico de The Shield, pero se ha esfumado en películas progresivamente más invisibles como Taking Lives o Two for the money.

Addenda: Siguiendo la feliz moda del blogger DJ, me sumo con esta lista. Disfruten.

jueves, mayo 22, 2008

Shake, Rattle and Roll

M y yo dimos el otro dia con la esencia de Indiana Jones: monos malvados. O al menos con la esencia del arca perdida. Recordaba Vigalounge en un viejo post (ya desaparecido) de lo genial del monete que además hace saludos fascistas. Bien, no podemos decir que Spielberg se haya traicionado: aquí son los años cincuenta y estos monos no dudan en echar un cable a Shia LaBeouf para redondear la parodia lúdica más asolutamente extraña de la serie y la primera entrega de Jones en atravesar la saga.

Como pieza evidentemente diseñada para los nostálgicos, Spielberg les ha dado un diagnóstico del todo desolador: estos peter panes han crecido y, horror, se han vuelto conservadores cuyo plano final es el del paseo nupcial o dicho de otro modo: la aventura ha terminado, esto es el superhéroe enfrentado a esa vida de retiro y reposo a la que hay que renunciar. O dicho de otro modo, esta entrega de Jones no tiene nada de esos años treinta rodados en los ochenta, se trata de un festival referencial en el que brilla cuando nuestro héroe está presionado por el FBI o pasea con rostro atónito ante un país lleno de temerosos. Hay por supuesto todo lo que hubo en esa década: brillantina, motos y hostias dictaminadas por el fervor de una música. En la persecución a través de la jungla su cineasta lee Scaramouche y todo el cine de Erroll Flynn en clave, otra vez cómica, como cuando las ardillas aplauden las hazañas del Doctor Jones, y para el recuerdo quedan la icónica Cate Blanchett y su magnífica interpretación, dando vida orgullosa a un malvada sin otra coartada que la del acento y la paranoia pop. David Koepp pierde el rumbo en todo el tramo final en el que se vuelven a aunar el padre perdido y una sensación de inevitable perplejidad al ver uno de los finales más catastróficos jamás rodados para una película con momentos evidentemente brillantes, sobretodo cuando recuperamos al Spielberg de sabor falsamente despreocupado de Catch me if you can, sin embargo no es esta monserga para melancolías y Spielberg ha optado por retractar, mediante parodia brillante y falta de vitalidad de forma descompensada, a todo un público que acudirá raudo a ver su película.

lunes, mayo 19, 2008

Spielberg y la memoria como pirueta espaciotemporal

Salanova y yo hemos estado hablando de Indiana Jones, concretamente de su segunda entrega, ya verán estos días los motivos más exactos de la charla. Naturalmente más que la película en sí, que me despierta un escepticismo de abuela, ha sido el especial que ha convocado el titánico Noel en el que ambos colaboramos y ya verán que bonito quedará. Bien acabo de recordar un detalle absolutamente genial de Indiana Jones y el templo maldito. Se trata de una precuela, como sabrán sin remarcar, porque está ambientada dos años antes de la primera entrega. Pero lo genial del asunto es que hay una escena, en el puente concretamente, en la que Indiana Jones quiere repetir la escena de la pistola de la primera parte pero ¡ha olvidado su pistola! Pueden ver la escena aquí a partir del minuto y ocho segundos.

Lo genial del asunto es que se trata de un guiño que apela a una escena que todavía no ha ocurrido para Jones, pero descubrimos que parecer estar acostumbrada a hacerla, pero apela naturalmente a la memoria del espectador de la primera. Hoy parece que sólo esta película podía permitirse una licencia tan metafísica y un codazo tan genial sobre la naturaleza del héroe sin despeinarse, y lo peor sin usar laca brillantina para resaltar las mismas.

miércoles, abril 30, 2008

Prologuémonos

Una de las cosas más maravillosas que me hicieron comprender, lateralmente, algunos de los aciertos de Steven Spielberg están en ese amor tan hitchockiano por el prólogo exquisito. Pero exquisito por bruto e impactante. El ejemplo más claro, pero no el más representativo eh, es Vértigo, una película que ni siquiera va a deslizarse con ese prólogo. Vértigo empieza con nada más y nada menos que una persecución con los tejados, un compañero muerto y la constatación evidente de una fobia. Un delincuente, peligro por todos los lados.

Se me ocurren dos ejemplos posthitchockianos: el evidente es Obsession (1976) del maestro DePalma, que en una pirueta tan genial del maestro fratricida es capaz de presentar la escena para revelar acto seguido, zoom mediante, que el camarero lleva una pistola. De la plácida fiesta con riqueza al peligro inesperado sólo va un juego visual, dice siempre DePalma. Se repite, con otro significado distinto, la persecución y la frustración. El otro en Spielberg es En busca del arca perdida, aunque su referente más evidente del maestro Hitchock está en North by northwest, la base de toda gran cinta de acción y aventuras Si se fijan lo que hizo después Hitchock se alejaba de ese prólogo insuperable: Psycho y The Birds (en las que dinamitó astutamente el prólogo por la asunción del clímax insuperable), Marnie, Cortina Rasgada renuncian ya a ese prólogo. De las anteriores se permite en Atrapa a un Ladrón un inicio igual de sugerente (¡ese grito, ese robo!) y en Rope empezar justo en el crimen. Volviendo al Arca Perdida, el resto de la película no va a estar a la altura de ese inicio: el tesoro, la traición, la roca, los indios, el encuentro con Belloq (manía compartida de ambos directores que es la de darnos la clave de toda la película justo en el principio) y la huida in extremis. Lo que importa para Spielberg es lo que decía Paul Thomas Anderson ¡hay que captar la atención del espectador en los cinco primeros minutos! Pero aquí la genialidad surge en que este todo para el público se hace sin el público. Ni Vértigo ni En busca del arca perdida se proponen superar el prólogo y deslizan su narrativa ya con el público dentro. Esto que tiene más de tiránico y encantadoramente déspota demuestra que la famosa magia de cine es la maquiavélica gracia del cineasta.

Otros ejemplos de prólogos hitchockianos:

-Los prólogos evidentemente bondianos heredaron algo de esa tendencia, aunque hacen una apuesta más que hitchockiana de apuesta por el espectáculo y el cliffhanger (características implícitas en las películas de A.H. también, ojo) sin más. Puede que el más interesante sea el de la reciente Casino Royale (2006, Martin Campbell) con su sugerente doble crimen, siendo el segundo el que termina más tarde y da inicio a la película.

-Misión Imposible (1996, Brian DePalma). A caballo entre la serie y el voyeur que presencia asesinatos dolorosamente simulados.

-En distintos grados de parodia y exceso Indiana Jones y el templo maldito y Indiana Jones y la última cruzada. Me gusta más el primero por lo de Anything Goes de Cole Porter como auténtica declaración de principios de la esencia spielbergiana del espectáculo y de la película misma. Y el hecho de que esté totalmente alejado de lo que veremos después, es superficialmente bondiano. El segundo combina dos líneas temporales astutamente para relatarnos el origen de nuestro superhéroe, evidentemente, circense.

-E.T. tiene un inicio increíble: los agentes misteriosos del gobierno y la nave espacial. No se me ocurre mejor forma de seducir a un público abandonado después a la soledad de Elliott.