[....]indagar en el siempre inabarcable mundo de los bootlegs, oficiales y oficiosos (ya saben, Holmes se enfrenta a Jack el Destripador, o el doctor Watson es en realidad Arthur Conan Doyle travestido y sin sífilis)
JOHN TONES
El joven detective debe tener como linterna un libro llamado Sherlock Holmes. Biografía del experto maestro Paul M. Viejo que sirve para situarse un poco en el intricado mundo de las cronologías (que él ya aclaró en la primera entrega, por cierto) que rodean al mito. Y después al adentrarse debe tener en cuenta la modernidad de Holmes como icono pop pionero y la modernidad que hay también en sus mismas secuelas no oficiales.
Adrian Conan Doyle, hijo del autor, perpetró las historias según rumores basándose en los papeles ocultos de su progenitor de historias futuras. Lo hizo con la complicidad de John Dickson Carr, un autor de muy reivindicables novelas de misterio con un ojo puesto en los ambientes sobrenaturales clásicos (Inglaterra, historias de fantasmas, crímenes extraños) y el whodunit. A mi lo que me fascina del asunto es lo anticipatorio de su propuesta (no digo original) en el sentido de que se inventan historias ya mencionadas en las que pertenecen al canon, creando y explorando el universo del que son partícipes todos los fans a través de este acceso a los archivos secretos de Watson, o sea los casos que no debían publicarse para evitar escándalos.
-LA AVENTURA DE LOS SIETE RELOJES.
Recomendada para: ¿Completistas? Todo lo contrario para divertidos investigadores dispuestos a ver más allá del legado continuista y apreciar los valores hiperbólicos y personalísimos del relato. También para jóvenes cronodetectives.
Una madeja enmarañada: Habían llegado hasta mí, de cuando en cuando, ciertos vagos rumores acerca de sus actividades: que lo habían llamado a Odesa cuando el asesinato de Trepoff […]
Un escándalo en Bohemia.
Una joven llamada Miss Forsythe recurre a Holmes para que averigüe el porqué de un tal Charles Hendon que tiene la extraña manía de destruir relojes. Sólo con este punto de partida (completamente trivial como dice Watson o mejor aún, absurdo) ya merecería ser adorado, pero además contiene deliciosos diálogos de doble sentido y muy sugerentes metáforas incorporadas por un Dickson Carr en un estado de gracia monumental deconstruyendo toda la mitología de Holmes con toda la ironía que era necesaria (y sin caer en la gruesa caricatura).
El informe:
—Me desespera el hacerlo, Mr. Holmes, aunque voy a intentarlo. Durante el pasado año, fui muy feliz con mi empleo en casa de Lady Mayo. Debo decirle que mis padres fallecieron, pero que recibí una esmerada educación y las referencias que pude obtener para ocupar la plaza vacante, fueron afortunadamente satisfactorias. Lady Mayo, he de reconocerlo, es en cierto modo de apariencia repelente. Es de la vieja escuela, augusta y severa. Sin embargo, para mí ha sido la amabilidad personificada. Fue ella quien sugirió que tomásemos las vacaciones en Suiza, temiendo que el aislamiento de Groxton Low Hall pudiera deprimirme el ánimo.
En el tren, entre París y Grindelwald, conocimos... a Charles. Debiera decir Mr. Charles Hendon.
Holmes se había retrepado de nuevo en el sillón, juntando las yemas de sus dedos, según era su hábito cuando se hallaba de talante judicial.
—¿Fue esta la primera vez que encontró al caballero?
—¡Oh, sí!
—Ya veo. ¿Y cómo trabaron conocimiento?
—Pues de una manera trivial. Mr. Holmes. Estábamos los tres solos en un compartimiento de primera clase. Los modales de Charles eran tan correctos, su voz tan bella, su sonrisa tan cautivadora...
—No lo dudo pero le ruego que sea precisa en los detalles.
Miss Forsythe abrió de par en par sus grandes ojos azules.
—Creo que fue la ventanilla —dijo—. Charles (debo decirles a usted que tiene unos ojos notables y un poblado bigote color castaño), se inclinó y solicitó de Lady Mayo el permiso para bajar la ventanilla. Ella asintió, y a los pocos momentos nos hallábamos todos charlando como antiguos amigos.
—¡Hum! Ya veo.
—Lady Mayo, a su vez, me presentó a Charles. El viaje a Grindelwald transcurrió rápida y felizmente. Pero no bien hubimos traspasado el umbral del “Hotel Splendide”, cuando ocurrió el primero de los horribles sobresaltos que han hecho desgraciada mi vida desde entonces... A pesar de su nombre, el hotel es más bien pequeño y encantador. Al instante supe que Mr. Hendon era un hombre de alguna importancia, aunque él se había descrito modestamente como un simple caballero que viajaba con sólo un criado. El gerente del hotel, Mr. Branger, se aproximó y se inclinó profundamente ante Lady Mayo y también ante Mr. Hendon. Este cruzó algunas palabras en voz baja con Mr. Branger, quien volvió a repetir la profunda reverencia. Con lo cual Charles se volvió sonriente... y de súbito se alteró toda su compostura...
Aún lo estoy viendo allí de pie, con su larga casaca y su sombrero de copa, y con un grueso bastón de paseo bajo el brazo. Su espalda estaba vuelta un semicírculo ornamental de helechos y siemprevivas que encuadraban una chimenea de baja repisa y sobre la cual se hallaba un reloj suizo de exquisito diseño... Hasta aquel momento yo no había parado mientes en el reloj. Pero Charles, profiriendo un grito ahogado, se abalanzó hacia el hogar. Alzando el pesado bastón de paseo, lo abatió contra el reloj, asestándole golpe tras golpe hasta dar con él, hecho triza, en el suelo...
Luego, giró en redondo y regresó lentamente. Sin media una sola palabra de explicación sacó de su bolsillo la cartera y entregó a Mr. Branger un billete de una cuantía superior a diez veces el precio del reloj, comenzando luego a hablar volublemente de otros asuntos... Ya puede usted imaginarse, Mr. Holmes, que todos los presentes nos quedamos, como es fácil comprender, de una pieza.
Mi impresión era que Lady Mayo estaba asustada, a pesar de toda su aparente dignidad. Sin embargo, juraría que Charles no se había sentido asustado, sino simplemente, furioso y resuelto. En aquel momento me fijé en el criado de Charles, que se encontraba de pie al fondo, en medio del equipaje. Era un hombre pequeño y flaco, cuyo rostro estaba poblado con unas patillas desmesuradas; rostro que traducía tan sólo una expresión de embarazo y, aunque me duela pronunciar la palabra, de profunda vergüenza también... No se pronunció ni una sola palabra, y el incidente fue olvidado. Durante dos días, Charles estuvo tranquilo y sereno, pero a la tercera mañana, cuando nos encontrábamos para desayunar en el comedor, sucedió de nuevo. Las ventanas de la estancia tenían sus cortinones corridos casi por completo para preservarla de la reverberación del sol sobre las primeras nieves. El comedor estaba bastante lleno con otros huéspedes que ya se hallaban tomando su desayuno. Sólo entonces observé que Charles, quien acababa de regresar de un paseo matinal, llevaba todavía en la mano su pesado bastón.
—¡Respire este aire, señora! —estaba diciéndole alegremente a Lady Mayo—. ¡Lo hallará tan vigorizador como cualquier comida o bebida!
En esto hizo una pausa y lanzó su mirada hacia una de las ventanas. Abalanzándose hacia ella golpeó con fuerza en el cortinón y luego lo descorrió a un lado para dejar al de descubierto las ruinas de un gran reloj, cuyo diseño era el de un sonriente sol.
Creo que me hubiese caído desvanecida, de no haberme sostenido Lady Mayo por un brazo... —Miss Forsythe, que se había, despejado de sus guantes, se llevó ahora las manos a las mejillas, oprimiéndolas—. Pero Charles no solamente destrozaba los relojes, sino que los enterraba en la nieve, y hasta los ocultaba en el armario de su habitación.
Sherlock Holmes, que había permanecido todo el tiempo recostado en su sillón, con los ojos cerrados y la cabeza sumida en un cojín, abrió ahora los párpados.
—¿En el armario? —exclamó frunciendo el entrecejo— ¡Esto es aún más singular! ¿Cómo se dio cuenta de tal circunstancia?
—Para mi vergüenza, Mr. Holmes, me vi obliga a interrogar a su criado.
—¿Para su vergüenza?
—Es que no tenía el derecho de hacerlo. En mi humilde posición, Charles nunca hubiera... Quiero decir que yo no podía significar nada par él...¡Yo no tenía derecho!
—Usted tenía todo el derecho del mundo, Miss Forsythe — replicó amablemente Holmes —. Así pues usted interrogó al criado que ha descrito como pequeño, flaco y con patillas desmesuradas. ¿Cuál es su nombre?.
—Su nombre creo que es Trepley. En más de una ocasión oí a Charles dirigirse a él llamándolo “Trep”. Y juraría, Mr. Holmes, que es la criatura más fiel de toda la tierra. Incluso la vista de su tozudo rostro inglés, era un alivio para mí. Él sabía, adivinaba, mi am... mi interés, y por esto me contó que su amo llevaba ya enterrada o escondido, otros cinco relojes. Aunque rehusaba a confesarlo, puedo decir que el pobre hombre compartía mis temores. ¡Pero Charles no está loco! ¡No lo está! Usted mismo debe admitirlo así, a causa del incidente final.
—¿Sí?
—Sucedió solo hace cuatro días. Debe usted saber que el departamento de Lady Mayo en el hotel, incluía una salita con un piano. Yo soy apasionadamente aficionada a la música, y acostumbraba a tocar, después del té, para Lady Mayo y Charles. Había apenas comenzado a hacerlo en aquella ocasión, cuando entró su criado con una carta para Charles.
—¡Un momento! ¿Observó usted el sello?
—Sí; era extranjero. —Miss Forsythe pareció sorprendida—. Pero seguramente la cosa no tendría importancia, puesto que usted...
—¿Puesto que yo...qué?
Una repentina expresión de aturdimiento, se manifestó en el rostro de nuestra clienta, y luego, como para ahuyentar alguna perplejidad, se apresuró a continuar su relato.
—Charles abrió el sobre, leyó el contenido de la misiva y se puso mortalmente pálido. Con una exclamación incoherente, se lanzó fuera de la salita. Cuando nosotras descendimos media hora más tarde, sólo descubrimos que él y Trepley habían partido con su equipaje. No dejó mensaje ni recado alguno. No lo he vuelto a ver desde entonces.
Celia Forsythe inclinó su cabeza, y las lágrimas se deslizaron de sus párpados.
—Ahora Mr. Holmes, yo he sido sincera con usted y quiero que usted lo sea igualmente conmigo. ¿Qué le decía usted en aquella carta?
La pregunta era tan alarmante, que me eché hacia atrás en mi silla. El rostro de Sherlock Holmes no tenía expresión alguna. Sus largos y nerviosos dedos, se hundieron en una tabaquera persa, y comenzó a llenar una pipa de arcilla.
—En la carta, ha dicho usted... —, confirmó él más que preguntó.
—¡Sí! Usted escribió aquella carta. Vi su firma. Es por esta razón que estoy aquí.
—¡Válgame Dios! —observó Holmes. Permaneció silencioso durante unos minutos, envuelto en el humo azul de su pipa y con la mirada fija y como ausente, posada sobre el reloj de la repisa.
—Hay ocasiones, Miss Forsythe —dijo por fin—, en las que uno debe reservarse sus respuestas. Sólo tengo una pregunta más que hacerle.
—Diga, Mr. Holmes.
—A pesar de todo, ¿mantuvo Lady Mayo su amistad con Mr. Charles Hendon?
—¡Oh, sí! Incluso intimó mayormente con él. Más de una vez la oí que lo llamaba Alec... seguramente era un apelativo intimo... —Miss Forsythe hizo una pausa, con aire de duda y hasta de sospecha— ¿Qué es lo que ha querido usted dar a entender con esa pregunta?
Holmes se puso en pie.
—Tan sólo, señorita, que me agradará mucho intervenir, en este asunto por usted. Según tengo entendido, usted regresa a Groxton Low Hall esta noche...
—Sí. Pero seguramente usted tiene otras cosas que decirme además de esto... ¡Aún no ha contestado a ninguna de mis preguntas!
—¡Bien, bien...! Tengo mis métodos, conforme Watson puede decirle. Pero, ¿le parecería conveniente acudir aquí, pongamos por caso, dentro de una semana, a partir de hoy, a las nueve de la noche? Gracias. Espero tener entonces algunas noticias para usted.
Era claramente una despedida. Miss Forsythe se puso en pie y lo miró con tal aire de desamparo, que yo sentí la necesidad de prodigarle alguna palabra de consuelo.
—¡Cobre ánimo, señorita! —exclamé, tomando suavemente su mano entre las mías—. Debe usted depositar toda su confianza en mi amigo Mr. Holmes y, si puedo decir esto, también en mi.
Con lupa:
Me abstuve de interrumpirlo, para no aguijonear su mordacidad.
—¿Dónde está el crimen Watson? ¿Dónde esta la fantasía, dónde ese toque de lo outré* sin el cual un problema en sí es como arena y hierba seca? ¿Acaso los hemos perdido para siempre?
—¡Mr. Holmes! —prorrumpió, sin preámbulos—. ¡Charles está en Inglaterra!
<<—¡Qué imbécil soy! —Exclamó Holmes dando un puñetazo sobre el escritorio—. Creo que habló usted algo de lo aislado que está este lugar. Watson ¿quiere hacer el favor de alcanzarme ese plano de Surrey?...Gracias. —Su voz se tornó más áspera— ¿Qué es esto...qué es esto? <<—¡Santo Dios, Mr. Holmes! —exclamó Lady Mayo—. ¡No me acordaba de que ya soy muy vieja! Mi juventud fue la época de conducir velozmente, ay, y de vivir aprisa, también. —¿Fue también la época de morir pronto? —preguntó mi amigo—. ¿De una muerte, por ejemplo, como la que puede sorprender a nuestro amigo Charles Hendon esta noche?
Lecturas recomendadas: Historia (winrar).
3 comentarios:
Casi me gustan más los pastiches Holmesianos que algunos originales!
A mí también, por lo de Mycroft...
Un saludo, varias veces me paseé por tu blog en silencio...
(Una cosa; una indiscreción, ¿de verdad tienes solo dieciocho años? No me lo puedo creer... aunque lo intento)
Otra sensacional muestra holmsiana. Gracias de nuevo.
Por cierto, ya que estamos en época de reyes magos, aquí te dejo un regalo:
http://www.dailyscript.com/scripts/munich.pdf
que lo disfrutes!!!
Un saludo
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