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El Focoforo está encantado con la idea de un Gamer tejiendo esta Gangland. El título es compartido con un juego menor es algo que confirma la sensibilidad del asunto.
-TR2N: Legacy Trailer. El ciclón del hype del año que viene reúne mucho en su superficie: secuela de un clásico de culto de los años ochenta, tendrá una banda sonora de Daft Punk y que promete una espectacularidad capaz de reeditar y revalorizar los diseños presuntamente anticuados de su sobrevalorada predecesora. Minchinela ha dicho que el futuro es retro. Y el director, el debutante Joseph Kosinski, proviene de los spots de videojuegos. ¿Una camada de nuevos cachorros forjada en el CGI o una excepción?
-Reseña de Up por Jordi Costa. ¿Pixar repitiendo el éxito de Wall-E?
-Backyard Adaptations of Classic Videogames o una clase de ludología descubierta por El Emperador de los Helados.
-Ebro/Orbe de Arcadi Espada reseñada por Jorge Carrión. Un lujo.
-Warlock de Oakley Hall reseñada por Jordi Costa (y 2), cortesía de HT en el Focoforo.
-La voz del maestro de Martin Amis. Amis reseña el libro de cuentos póstumo de John Updike. El original apareció hace unos días en The Guardian. Debería leerse como un Amis continuando la observación que hizo Updike sobre los trabajos tardíos (un ensayo delicioso y lúcido, además de auto-consciente).
-El verano infinito por la red (de gente más o menos inteligente, claro): Invierno Infinito de Diego Zuñiga y Antonio Díaz Oliva y en el Lamento de Portnoy. Yo estoy leyendo con pasión a Susannah Clarke y Audrey Nieffenneger. ¿Una reacción popper ante este revival del barroco declarado de la posmodernidad literaria norteamericana?
John Updike señaló que el propósito último de Marcel Proust era encontrar 'la sustancia de la vida' y no es una mala manera de leer toda la obra del autor de En busca del tiempo perdido. Uno puede sentir la búsqueda de la primavera en cada página. El mejor de estos ensayos primaverales de Proust está en Países y Meditaciones, se llama 'En el umbral de la primavera' y en él leemos una prueba clara del objetivo último (o primero) del autor con la literatura:
Todavía recupero para mirarlas, la edad y el corazón que tenía cuando las vi por vez primera. Por más lejos que las descubra en un seto, con su gasa blanca, renace el niño que yo era entonces. Es por eso, que la débil impresión desnuda que sólo despiertan en mí otras flores, se encuentra reforzada, en cuanto a los espinillos por impresiones más lejanas y más jóvenes que la acompañan como las voces frescas de esas coristas invisibles que en ciertas representaciones de gala acompañan para sostener y dar fuerza a la voz fatigada y gastada de un viejo tenor, mientras canta una vieja canción. Entonces si me detengo a mirar las flores del ciruelo, no se trata de mi mirada sino que toda mi memoria y mi atención están en juego. Trato de aclarar cuál es esa profundidad sobre la que me parece que se destacan los pétalos y que agrada como un pasado, algo como un alma, a la flor; porque me parece recuperar en ella, canciones y antiguos claros de luna.
Fue en el mes de María que vi, o descubrí por primera vez, los espinos. Inseparables de los misterios en que participan, como las plegarias, colocadas en el mismo altar, dejaban correr por entre los candelabros y los vasos sagrados, sus ramas horizontales entrelazadas, en un símbolo de fiesta, que adornaba aún más los festones de su follaje, sobre el que estaban sembrados profusamente, como en la cola de un vestido de novia, unos capullitos blancos. Más arriba se abrían sus corolas, conteniendo tan descuidadamente como un último y vaporoso adorno el ramillete de etaminas que las nimbaba totalmente de niebla, y que al tratar de imitar en el fondo de mí mismo el gesto de su florescencia me lo imaginaba, sin darme cuenta, como los aturdidos movimientos de una muchacha vivaz y distraída. Cuando me arrodillaba, antes de partir, frente al altar, sentía, al levantarme que las flores exhalaban un perfume amargo y dulzón, como de almendras. A pesar de la inmovilidad silenciosa de los espinos, ese perfume intermitente era algo como el murmullo de su intensa vida con que vibraba el altar, como un seto agreste visitado por antenas vivientes que sugería, al ver ciertas etaminas casi rojas que parecían haber conservado su primaveral esplendor, el poder irritante de insectos, hoy transformados en flores.
Es obvio que Proust era un escritor obsesionado con el paisaje. También con los personajes y su sentir. Tomemos otro ejemplo: En Los Placeres y los días (traducción del francés de Marcelo Menasché) lo primero que leemos es una cita de Emerson que asegura que 'cada hombre es también un dios disfrazado que imita a un loco'. Proust estaba convencido de que el hombre era un hombre patético y frustrado que vivía en un mundo frecuentemente sublime. No es difícil ver la cita como principio de la historia de los sueños frustrados del infantil Alejo con los caballos, con la muerte de su tío. Hay un ejemplo perfecto de un ideal para los personajes de En busca del tiempo perdido:
Siempre había adorado a su tío, el más alto, el más hermoso, el más joven, el más vivo, el más dulce de sus parientes.
Y el porvenir.
Alejo […] soñaba con un porvenir en el que, siempre a caballo, sería elegante como una dama y espléndido como un rey […]
Tentado me siento de decir que Alejo y Niko Bellic desean lo mismo, pero lo interesante del GTA IV, un tipo muy distinto de relato de Sueño Americano, es que accede al centro mismo de esa vida que Proust buscó con tanto ahínco en sus páginas llenas de sensibilidad y calma para el paisaje.
Es el primer juego que parece construido en una ciudad. Una ciudad que no es otra que Nueva York, siempre ocultada bajo el nombre de Liberty City. Con sus lluvias, su sol, su espectacularidad urbana y sus pisos lamentables y sus paseos de origen holandés reconvertidos en símbolo de la clase alta. No es nada difícil estar jugando y quedarse embelesado en una noche en el equivalente al puente de Brooklyn o en la inmersión que supone, al fin, la llegada a Times Square.
GTA IV es Proustiano en la medida en que se construye sólo en el personaje y la ciudad y esto significa su vida. Llevando ya algo más de quince horas de juego, me siento complacido para decir que este videojuego tiene los mejores personajes de toda la saga, pero a la vez el argumento menos interesante de ella. Las decisiones éticas están potenciadas y cuando cumplimos un objetivo, con frecuencia en rascacielos, estamos obligados a ver la patética indefensión del matón. Cuando atropellamos a alguien lo hacemos de un modo sucio y desagradable y veloz. Pero el argumento, versión redux y humanística de la historia del Sueño Americano, transita entre famílias mafiosas y personajes más o menos memorables, casi siempre heridos e inmigrantes, casi siempre sin ningún hogar. GTA IV es un mapa permanente de hombres sin tierra: Niko Bellic, elprotagonista mejor caracterizado de la franquicia, viene de una guerra de la que nunca habla y todo lo expresa en su rostro entre la decepción y la asperza. Niko Bellic es los balcanes y cada uno de sus patrones es un país o una herencia que desaparecen. El pasado regresa, pero también se encuentra con nuevos afectos en la família de los McReary: nadie en Liberty City parece vivir de verdad en algún sitio. Incluso el excéntrico predicador del barrio resulta ser un decepcionante traficante.
Nadie menos Niko Bellic. Menos el jugador. Llega un momento del juego, harto estimulante, en el que cada misión es realizada con mayor aburrimiento. Ya tenemos amigos, una chica de la que estamos enamorados y miles de actividades. Por vez primera un GTA no está ocupado de crear una muy estimulante sensación de libertad por medio de la anarquía y se ha centrado en ocuparse de una vida: concretando su espacio.
No debería extrañarnos si el siguiente paso es una ficción interactiva cuyas misiones sean materia anecdótica y el verdadero reto sea vivir un trozito de nuestros personajes. Entonces se hará evidente que los objetivos ya no son tan necesarios en la evolución del medio.
Waves of anger and fear
Circulate over the bright
And darkened lands of the earth,
Obsessing our private lives;
The unmentionable odour of death
Offends the September night.
Pagafantas (2009, Borja Cobeaga)
Notable debut el de Borja Cobeaga, cineasta formado en el excelente programa de humor vasco Vaya semanita y laureado por la nominación al Oscar con su cortometraje Éramos pocos. Admito que me pareció más encomiable la humanidad de algunos momentos que el resultado final, sin firma visual y falto de algo que lo distinga, quizá el elemento clave (y problemático) de la progresiva calidad y consagración del cortometraje como formato: también en la cinematografía nacional ya se han independizado como narrativas capaces de ofrecer notables y sobresalientes piezas de cine.
Con Pagafantas, Cobeaga se ha ganado incluso a escépticos como yo. Su maestría para conjugar todos los gags posibles como los visuales, los de pura screwball con los equívocos, los puramente pochos (los momentos en el karaoke, el final de la escena del barco), los de una sensibilidad pop y contemporánea (la insistente mofa de Bunbury, convertido en el leit-motiv del a película y su memorable coña acerca de 'Entre dos tierras') y los puramente verbales, variante surreal y delirante, como ese en el que el Tío Jaime explica la falta de cámaras y memorias digitales en su tienda porque 'en la calle se vende también heroína y no por eso las tiendas se adaptan" o el político y sutil, coqueteando con la inocencia de la historia ('En Bilbao tenemos por costumbre perseguirnos').
Es el citado Tío Jaime, encarnado por un recuperadísimo Óscar Ladoire (otrora habitual coprotagonista y emblema de la Comedia Madrileña), el que roba la película. Es también el personaje que tiene una resolución más madura y bella con ese final en el que su amor platónico parece cambiar su punto de vista acerca de él o, quizá, como se apunta en el Focoforo, es incapaz de sobrevivir sin su mejor amigo y él sin ser un eterno pagafantas. Esta es una comedia romántica sobre la imposibilidad de seguir amando, protagonizada por un post-adolescente incapaz de dejar de ser el amigo gay y oso de peluche de la chica de sus sueños. Gorka Otxoa (Chema, el pagafantas titular) consigue sobrevivir a un guión que le somete a una pochez extrema, una melancolía tan profunda y terrorífica que se intuye tesis y Julián López encarna a un honesto y aburrido mejor amigo, alguien que se nos sugiere tan atrapado en la rutina que es el más gris de sus personajes. Ernesto Sevilla realiza un cameo de lujo y Kiti Manver le da al personaje de la madre ocasional naturalidad, pese a llevarse la peor parte de la ficción con su único inconveniente.
Es ahí donde surge el único inconveniente de su historia: Cobeaga parece decidido a terminar la película de la forma más triste y diveritda posible, pero los personajes, hasta entonces estupendamente definidos, se sacrifican en pos de esa encomiable ambición. La reaparición de la encantadora Claudia (encarnada por una bella y estupenda Sabrina Garciarena) desdibuja a su personaje, demasiado inconsciente y calmado incluso cuando su presunto mejor amigo está furioso y acaba de perderlo todo, y/o al de la madre, que devuelve a Claudia sabiendo que la situación de su hijo es ahora afortunada y feliz y habiendo intentado antes una reconciliación de Chema con su rutinaria ex novia. Es un inconveniente porque la tesis supera a la coherencia de la ficción y desdibuja a los personajes, que parecen perder su relevancia o su peso interno para que el narrador los lleve a los estupendos y divertidos gags finales. La otra escena es la de la boda, en la que Cobeaga utiliza un gag físico para empañar que quizá Claudia podría estar dispuesta a besar a Chema. Es un breve desliz y no tiene el peso del forzado epílogo.
Es curioso que esta película, siendo tan contemporánea, supere a algunas más famosas como Supersalidos (2007, Greg Mottola) en cuanto a melancolía y verosimilitud.: frente a lo predecible del relato formativo de cierta NCA apadrinada por Apatow (y defecto ya muy habitual en Freaks & Geeks), Cobeaga busque situar al personaje al borde de lo deplorable, colindando en los terrenos radicales de Ricky Gervais y Christopher Guest. También se destaca el poder de la tradición, ya que uno de los gags más efectivos (el del narcotraficante) entronca con el Hawks más enloquecido (adaptando los equívocos a un contexto mucho más actual y canalla).
Ha sido excesivamente criticada la falta de estilo en este film. Cierto es que Cobeaga debe asumir sus próximos retos con una creatividad mayor y que la lógica del plano-contraplano es adormecedora en cualquier película contemporánea, o que la elipsis ebria se usa una vez más de lo debido, pero su trabajo tiene hallazgos breves e interesantísimos. No solo controla la narración y tempo de los gags visuales (los peinados de Otxoa se presentan deslizándose siempre hasta su rostro recién peinado), sino que ofrece un pequeño travelling lateral que sirve para explicar de un modo convincente el contexto urbano de nuestros protagonistas: una Bilbao en la madrugada desolada de un laborable, llena de pubs casi cerrados y basureros limpiando sus casco antiguo casi desértico. En fin, la comedia costumbrista ha pasado de ese Alfredo Landa que conseguía rubias a modo de reflejo del (triste) despertar sexual de un país en transición interminable al eterno post-adolescente, incapaz de galantear sin ser visto como un grosero o como un hermano (palmaditas en la espalda incluída).
La última casa a la izquierda (Last House on the left, 2009, Dennis Iliadis)
La primera película de Dennis Iliadis era la curiosa Hardcore, una historia de amistad entre prostitutas con una sensibilidad perversa que colindaba entre la poética de Larry Clark y la fascinación, tremendamente sensible, por el angst adolescente en un clima de absoluta decadencia. Solo hay rastros de ese Iliadis en la escena de la violación, superior a la de la original en cuanto a remarca la naturaleza cobarde, machista y patética del acto, desmitifica cualquier atisbo de estética en el crimen y destaca el carácter penoso y acomplejado del ejecutor, combinando planos de detalle y un escalofriante plano final.
Sorprende ver a Tony Goldwyn (la voz de Tarzan y secundario con cierto afán de galán en varios telefilmes de los noventa) y Monica Potter (la chica de Con Air y Patch Addams) haciendo de padres y poca cosa más: el remake es parecido, pero con toda la violencia eliminada. Craven falló en la escena de la violación, quiza más shock que elaborada, pero el resto de su película se beneficiaba de su atmosfera zoombona y llena de canciones pop lisérgicas y folk, de simbología astuta (el medallón de la paz de su protagonista). La historia no era nueva: era una leyenda nórdica que fue adaptada por Ingmar Bergman en la sombría y excelente El manantial y la doncella (1960).
De aquí se han quitado los elementos más tremebundos de la original, como la muerte en el lago de la hija (la escena más recordable) y el momento, tremendo, en que la madre y esposa se encuentra con Weasel (el secuaz enloquecido de la banda que aquí recibe el nombre de Francis) y le inicia una felación para terminar arrancándole el pene de un mordisco. Algunas decisiones son acertadas, como mantener a la hija con vida, y añaden más peso dramático a la historia, el resto la suavizan (en la original, Krug convencía a su hijo para que se suicidara y aquí el hijo se convierte en la esperanza en medio de la banda) y la hacen digerible para un público poco dispuesto a la brutalidad de los setenta.
La escena final de este remake es caricaturesca, ya definitivamente lejos del clímax moral de la original. Una escena para divertir y certificar la condición de película incoherente, bastante mediocre y con un epílogo disfrutable. De todos modos, la original de Craven tuvo un exploit superior en la tremenda y ultrafeminista Day of the Woman/ I spit on your grave,
terrible y absolutamente naturalista historia de venganza femenina contra sus agresores.