martes, enero 02, 2007

GUIA HOLMESIANA PARA JÓVENES INVESTIGADORES: EL CANON DE LECTURAS (II)

Las aventuras de Sherlock Holmes (I)
Una base que me fascina: presentar a un personaje como si perteneciera a un inexistente serial al que el espectador está enganchado.
JOHN TONES


Hay que entender este primer volumen de cuentos como una estricta definición de paradigma, de lo que Borges admitió plenamente como el logro absoluto de la creación del personaje (según él sólo un escritor como Conan Doyle lo había logrado, después el pícaro ciego añadió que Barrie casi lo consigue). Es lo que dice la cita de ahí arriba: al acercarse a estas historias ya han empezado por lo que aparente independencia (que luego se relaciona, claro) de los cuentos es fabulosa.

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-UN ESCÁNDALO EN BOHEMIA.
Recomendada para: Está claro que para cualquier detective que sepa valorar la capacidad anticipatoria y tenga dos dedos de frente con los que agarrarse porqué esta es una de las más logradas variaciones del esquema de las stories.
Una madeja enmarañada: Un hombre que se llamar Conde Von Kramm se presenta a Holmes (si, es el rey de Bohemia y nuestro héroe lo deducirá) con un caso de pasiones sentimentales rotas: a punto de casarse el rey encuentra en una foto junto a Irene Adler un peligro para su estatus, así que le pide a Holmes que recupere la foto con la que Adler pretende hacerle chantaje. Lo grandioso de este cuento es la peculiar relación de Adler-Holmes (¿el amor de Holmes? Yo desde luego disiento con la asexualidad del personaje y prefiero la zona de misterio) y su final no satisfactorio.
El informe:
—He aquí los hechos, brevemente expuestos: Hará unos cinco años, y en el transcurso de una larga estancia mía en Varsovia, conocí a la célebre aventurera Irene Adler. Con seguridad que ese nombre le será familiar a usted.
—Doctor, tenga la amabilidad de buscarla en el índice—murmuró Holmes sin abrir los ojos.
Venía haciendo extractos de párrafos referentes a personas y cosas, Y era difícil tocar un tema o hablar de alguien sin que él pudiera suministrar en el acto algún dato sobre los mismos. En el caso actual encontré la biografía de aquella mujer, emparedada entre la de un rabino hebreo y la de un oficial administrativo de la Marina, autor de una monografía acerca de los peces abismales.
—Déjeme ver —dijo Holmes—. ¡Ejem! Nacida en Nueva Jersey el año mil ochocientos cincuenta y ocho. Contralto. ¡Ejem! La Scala. ¡Ejem! Prima donna en la Opera Imperial de Varsovia... Eso es... Retirada de los escenarios de ópera, ¡Ajá! Vive en Londres... ¡Justamente!... Según tengo entendido, su majestad se enredó con esta joven, le escribió ciertas cartas comprometedoras, y ahora desea recuperarlas.
—Exactamente... Pero ¿cómo?.
—¿Hubo matrimonio secreto?.
—En absoluto.
—¿Ni papeles o certificados legales?.
—Ninguno.
—Pues entonces, no alcanzo a ver adónde va a parar su majestad. En el caso de que esta joven exhibiese cartas para realizar un chantaje, o con otra finalidad cualquiera, ¿cómo iba ella a demostrar su autenticidad?
—Esta la letra.
—¡Puf! Falsificada.
—Mi papel especial de cartas.
—Robado.
—Mi propio sello.
—Imitado.
—Mi fotografía.
—Comprada.
—En la fotografía estamos los dos.
—¡Vaya, vaya! ¡Esto sí que está mal! Su majestad cometió, desde luego, una indiscreción.
—Estaba fuera de mí, loco.
—Se ha comprometido seriamente.
—Entonces yo no era más que príncipe heredero. Y, además, joven. Hoy mismo no tengo sino treinta años.
—Es preciso recuperar esa fotografía.
—Lo hemos intentado y fracasamos.
—Su majestad tiene que pagar. Es preciso comprar esa fotografía.
—Pero ella no quiere venderla.
—Hay que robársela entonces.
—Hemos realizado cinco tentativas. Ladrones a sueldo mío registraron su casa de arriba abajo por dos veces. En otra ocasión, mientras ella viajaba, sustrajimos su equipaje. Le tendimos celadas dos veces más. Siempre sin resultado.
—¿No encontraron rastro alguno de la foto?
—En absoluto.
Holmes se echó a reír y dijo:
—He ahí un problemita peliagudo.
—Pero muy serio para mí —le replicó en tono de reconvención el rey.
—Muchísimo, desde luego. Pero ¿qué se propone hacer ella con esa fotografía?
—Arruinarme.
—¿Cómo?
—Estoy en vísperas de contraer matrimonio.
—Eso tengo entendido.
—Con Clotilde Lothman von Saxe Meningen. Hija segunda del rey de Escandinavia. Quizá sepa usted que es una familia de principios muy estrictos. Y ella misma es la esencia de la delicadeza. Bastaría una sombra de duda acerca de mi conducta para que todo se viniese abajo
—¿ Y qué dice Irene Adler?
—Amenaza con enviarles la fotografía. Y lo hará. Estoy seguro de que lo hará. Usted no la conoce. Tiene un alma de acero. Posee el rostro de la más hermosa de las mujeres y el temperamento del más resuelto de los hombres. Es capaz de llegar a cualquier extremo antes de consentir que yo me case con otra mujer.
—¿Esta seguro de que no la ha enviado ya?
—Lo estoy.
—¿ Por qué razón?
—Porque ella aseguró que la enviará el día mismo en que se haga público el compromiso matrimonial. Y eso ocurrirá el lunes próximo
—Entonces tenemos por delante tres días aún —exclamó Holmes, bostezando—. Es una suerte, porque en este mismo instante traigo entre manos un par de asuntos de verdadera importancia, Supongo que su majestad permanecerá por ahora en Londres, ¿no es así?
—Desde luego. Usted me encontrará en el Langham, bajo el nombre de conde von Kramm.
—Le haré llegar unas líneas para informarle de cómo llevamos el asunto
—Hágalo así, se lo suplico, porque vivo en una pura ansiedad.
—Otra cosa. ¿Y la cuestión dinero?
—Tiene usted carte blanche.
—¿Sin limitaciones?
—Le aseguro que daría una provincia de mi reino por tener en mi poder la fotografía.
—¿Y para gastos de momento?
El rey sacó de debajo de su capa un grueso talego de gamuza, y lo puso encima de la mesa, diciendo:
—Hay trescientas libras en oro y setecientas en billetes.
Holmes garrapateó en su cuaderno un recibo, y se lo entregó.
—¿Y la dirección de esa señorita? —preguntó.
—Pabellón Briony. Serpentine Avenue, St. John's Wood.
Holmes tomó nota, y dijo:
—Otra pregunta: ¿era la foto de tamaño exposición?
—Sí que lo era.
—Entonces, majestad, buenas noches, y espero que no tardaremos en tener alguna buena noticia para usted. Y a usted también, Watson, buenas noches —agregó así que rodaron en la calle las ruedas del brougham real—. Si tuviese la amabilidad de pasarse por aquí mañana por la tarde, a las tres, me gustaría charlar con usted de este asuntito.
Con lupa:
Ella es siempre, para Sherlock Holmes, la mujer Rara vez le he oído hablar de ella aplicándole otro nombre. A los ojos de Sherlock Holmes, eclipsa y sobrepasa a todo su sexo. No es que haya sentido por Irene Adler nada que se parezca al amor. Su inteligencia fría, llena de precisión, pero admirablemente equilibrada, era en extremo opuesta a cualquier clase de emociones. Yo le considero como la máquina de razonar y de observar más perfecta que ha conocido el mundo; pero como enamorado, no habría sabido estar en su papel. Si alguna vez hablaba de los sentimientos más tiernos, lo hacía con mofa y sarcasmo. Admirables como tema para el observador, excelentes para descorrer el velo de los móviles y de los actos de las personas
—¿De verdad que se apoderó usted de ella? —exclamó agarrando a Sherlock Holmes por los dos hombros, y clavándole en la cara una ansiosa mirada.
—Todavía no.
—Pero ¿confía en hacerlo?
—Confío.
—Vamos entonces. Ya estoy impaciente por ponerme en camino.
—Necesitamos un carruaje.
—No, tengo esperando mi brougham
—Eso simplifica las cosas.
Lecturas recomendadas.: Historia + Ilustraciones originales de Sidney Paget.

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-LA AVENTURA DE LA LIGA DE LOS PELIRROJOS
Recomendada para: Hurgadores y curiosos que aprecien el valor de lo delirante (en un sentido abstracto) en las tramas del más racionalista personaje (en un sentido ficticio). Además, y con toda razón (incluso Conan Doyle reciclaría el esquema a posteriori) es la segunda historia favorita del Baker Street Journal.
Una madeja enmarañada: Jabez Wilson llega a pedir ayuda a Holmes por el misterioso y repentino cierre de la Liga de los pelirrojos, justo después de su admisión en esta y de que le pagaran por copiar la Enciclopedia Británica. Pero hay más en este relato: ¡las típicas puntilladas victorianas acerca del sexo! ¡un malvado que se hace apodar… Spaulding!
El informe:
—Sí, señor. Yo soy viudo, nunca tuve hijos, y en la actualidad componen mi casa él y una chica de catorce años, que sabe cocinar algunos platos sencillos y hacer la limpieza. Los tres llevamos una vida tranquila, señor; y gracias a eso estamos bajo techado, pagamos nuestras deudas, y no pasamos de ahí. Fue el anuncio lo que primero nos sacó de quicio. Spauling se presentó en la oficina, hoy hace exactamente ocho semanas, con este mismo periódico en la mano, y me dijo: «¡Ojalá Dios que yo fuese pelirrojo, señor Wilson!» Yo le pregunté: «¿De qué se trata?» Y él me contestó: «Pues que se ha producido otra vacante en la Liga de los Pelirrojos. Para quien lo sea equivale a una pequeña fortuna, y, según tengo entendido, son más las vacantes que los pelirrojos, de modo que los albaceas testamentarios andan locos no sabiendo qué hacer con el dinero. Si mi pelo cambiase de color, ahí tenía yo un huequecito a pedir de boca donde meterme.» «Pero bueno, ¿de qué se trata?», le pregunté. Mire, señor Holmes, yo soy un hombre muy de su casa. Como el negocio vino a mí, en vez de ir yo en busca del negocio, se pasan semanas enteras sin que yo ponga el pie fuera del felpudo de la puerta del local. Por esa razón vivía sin enterarme mucho de las cosas de fuera, y recibía con gusto cualquier noticia. «¿Nunca oyó usted hablar de la Liga de los Pelirrojos?», me preguntó con asombro. «Nunca.» «Sí que es extraño, siendo como es usted uno de los candidatos elegibles para ocupar las vacantes.» «Y ¿qué supone en dinero?», le pregunté. «Una minucia. Nada más que un par de centenares de libras al año, pero casi sin trabajo, y sin que le impidan gran cosa dedicarse a sus propias ocupaciones.» Se imaginará usted fácilmente que eso me hizo afinar el oído, ya que mi negocio no marchaba demasiado bien desde hacía algunos años, y un par de centenares de libras más me habrían venido de perlas. «Explíqueme bien ese asunto», le dije. «Pues bien —me contestó mostrándome el anuncio—: usted puede ver por sí mismo que la Liga tiene una vacante, y en el mismo anuncio viene la dirección en que puede pedir todos los detalles. Según a mí se me alcanza, la Liga fue fundada por un millonario norteamericano, Ezekiah Hopkins, hombre raro en sus cosas. Era pelirrojo, y sentía mucha simpatía por los pelirrojos; por eso, cuando él falleció, se vino a saber que había dejado su enorme fortuna encomendada a los albaceas, con las instrucciones pertinentes a fin de proveer de empleos cómodos a cuantos hombres tuviesen el pelo de ese mismo color. Por lo qué he oído decir, el sueldo es espléndido, y el trabajo, escaso.» Yo le contesté: «Pero serán millones los pelirrojos que los soliciten.» «No tantos como usted se imagina —me contestó—. Fíjese en que el ofrecimiento está limitado a los londinenses, y a hombres mayores de edad. El norteamericano en cuestión marchó de Londres en su juventud, y quiso favorecer a su vieja y querida ciudad. Me han dicho, además, que es inútil solicitar la vacante cuando se tiene el pelo de un rojo claro o de un rojo oscuro; el único que vale es el color rojo auténtico, vivo, llameante, rabioso. Si le interesase solicitar la plaza, señor Wilson, no tiene sino presentarse; aunque quizá no valga la pena para usted el molestarse por unos pocos centenares de libras.» La verdad es, caballeros, como ustedes mismos pueden verlo, que mi pelo es de un rojo vivo y brillante, por lo que me pareció que, si se celebraba un concurso, yo tenía tantas probabilidades de ganarlo como el que más de cuantos pelirrojos había encontrado en mi vida. Vicente Spaulding parecía tan enterado del asunto, que pensé que podría serme de utilidad; de modo, pues, que le di la orden de echar los postigos por aquel día y de acompañarme inmediatamente. Le cayó muy bien lo de tener un día de fiesta, de modo, pues, que cerramos el negocio, y marchamos hacia la dirección que figuraba en el anuncio. Yo no creo que vuelva a contemplar un espectáculo como aquél en mi vida, señor Holmes. Procedentes del Norte, del Sur, del Este y del Oeste, todos cuantos hombres tenían un algo de rubicundo en los cabellos se habían largado a la City respondiendo al anuncio. Fleet Street estaba obstruida de pelirrojos, y Pope's Court producía la impresión del carrito de un vendedor de naranjas. Jamás pensé que pudieran ser tantos en el país como los que se congregaron por un solo anuncio. Los había allí de todos los matices: rojo pajizo, limón, naranja, ladrillo, cerro setter, irlandés, hígado, arcilla. Pero, según hizo notar Spaulding, no eran muchos los de un auténtico rojo, vivo y llameante. Viendo que eran tantos los que esperaban, estuve a punto de renunciar, de puro desánimo; pero Spaulding no quiso ni oír hablar de semejante cosa. Yo no sé cómo se las arregló, pero el caso es que, a fuerza de empujar a éste, apartar al otro y chocar con el de más allá, me hizo cruzar por entre aquella multitud, llevándome hasta la escalera que conducía a las oficinas.
—Fue la suya una experiencia divertidísima —comentó Holmes, mientras su cliente se callaba y refrescaba su memoria con un pellizco de rapé—. Prosiga, por favor, el interesante relato.
—En la oficina no había sino un par de sillas de madera y una mesa de tabla, a la que estaba sentado un hombre pequeño, y cuyo pelo era aún más rojo que el mío. Conforme se presentaban los candidatos les decía algunas palabras, pero siempre se las arreglaba para descalificarlos por algún defectillo. Después de todo, no parecía cosa tan sencilla el ocupar una vacante. Pero cuando nos llegó la vez a nosotros, el hombrecito se mostró más inclinado hacia mí que hacia todos los demás, y cerró la puerta cuando estuvimos dentro, a fin de poder conversar reservadamente con nosotros. «Este señor se llama Jabez Wilson —le dijo mi empleado—, y desearía ocupar la vacante que hay en la Liga.» «Por cierto que se ajusta a maravilla para el puesto —contestó el otro—. Reúne todos los requisitos. No recuerdo desde cuándo no he visto pelo tan hermoso.» Dio un paso atrás, torció a un lado la cabeza, y me estuvo contemplando el pelo hasta que me sentí invadido de rubor. Y de pronto, se abalanzó hacia mí, me dio un fuerte apretón de manos y me felicitó calurosamente por mi éxito. «El titubear constituiría una injusticia —dijo—. Pero estoy seguro de que sabrá disculpar el que yo tome una precaución elemental.» Y acto continuo me agarró del pelo con ambas manos, y tiró hasta hacerme gritar de dolor. Al soltarme, me dijo: «Tiene usted lágrimas en los ojos, de lo cual deduzco que no hay trampa. Es preciso que tengamos sumo cuidado, porque ya hemos sido engañados en dos ocasiones, una de ellas con peluca postiza, y la otra, con el tinte. Podría contarle a usted anécdotas del empleo de cera de zapatero remendón, como para que se asquease de la condición humana.» Dicho esto se acercó a la ventana, y anunció a voz en grito a los que estaban debajo que había sido ocupada la vacante. Se alzó un gemido de desilusión entre los que esperaban, y la gente se desbandó, no quedando más pelirrojos a la vista que mi gerente y yo. «Me llamo Duncan Ross —dijo éste—, y soy uno de los que cobran pensión procedente del legado de nuestro noble bienhechor. ¿Es usted casado, señor Wilson? ¿Tiene usted familia?» Contesté que no la tenía. La cara de aquel hombre se nubló en el acto, y me dijo con mucha gravedad: «¡ Vaya por Dios, qué inconveniente más grande! ¡Cuánto lamento oírle decir eso! Como es natural, la finalidad del legado es la de que aumenten y se propaguen los pelirrojos, y no sólo su conservación. Es una gran desgracia que usted sea un hombre sin familia.» También mi cara se nubló al oír aquello, señor Holmes, viendo que, después de todo, se me escapaba, la vacante; pero, después de pensarlo por espacio de algunos minutos, sentenció que eso no importaba. «Tratándose de otro —dijo—, esa objeción podría ser fatal; pero estiraremos la cosa en favor de una persona de un pelo como el suyo. ¿Cuándo podrá usted hacerse cargo de sus nuevas obligaciones?» «Hay un pequeño inconveniente, puesto que yo tengo un negocio mío», contesté. «¡Oh! No se preocupe por eso, señor Wilson —dijo Vicente Spaulding—. Yo me cuidaré de su negocio.» «¿Cuál será el horario?», pregunté. «De diez a dos.» Pues bien: el negocio de préstamos se hace principalmente a eso del anochecido, señor Holmes, especialmente los jueves y los viernes, es decir, los días anteriores al de paga; me venía, pues, perfectamente el ganarme algún dinerito por las mañanas. Además, yo sabía que mi empleado es una buena persona y que atendería a todo lo que se le presentase. «Ese horario me convendría perfectamente —le dije—. ¿Y el sueldo?» «Cuatro libras a la semana.» «¿En qué consistirá el trabajo?» «El trabajo es puramente nominal.» «¿Qué entiende usted por puramente nominal?» «Pues que durante esas horas tendrá usted que hacer acto de presencia en esta oficina, o, por lo menos, en este edificio. Si usted se ausenta del mismo, pierde para siempre su empleo. Sobre este punto es terminante el testamento. Si usted se ausenta de la oficina en estas horas, falta a su compromiso.» «Son nada más que cuatro horas al día, y no se me ocurrirá ausentarme», le contesté. «Si lo hiciese, no le valdrían excusas —me dijo el señor Duncan Ross—. Ni por enfermedad, negocios, ni nada. Usted tiene que permanecer aquí, so pena de perder la colocación.» «¿Y el trabajo?» «Consiste en copiar la Enciclopedia Británica. En este estante tiene usted el primer volumen. Usted tiene que procurarse tinta, plumas y papel secante; pero nosotros le suministramos esta mesa y esta silla. ¿Puede usted empezar mañana?» «Desde luego que sí», le contesté. «Entonces, señor Jabez Wilson, adiós, y permítame felicitarle una vez más por el importante empleo que ha tenido usted la buena suerte de conseguir.» Se despidió de mí con una reverencia, indicándome que podía retirarme, y yo me volví a casa con mi empleado, sin saber casi qué decir ni qué hacer, de tan satisfecho como estaba con mi buena suerte. Pues bien: me pasé el día dando vueltas en mi cabeza al asunto, y para cuando llegó la noche, volví a sentirme abatido, porque estaba completamente convencido de que todo aquello no era sino una broma o una superchería, aunque no acertaba a imaginarme qué finalidad podían proponerse. Parecía completamente imposible que hubiese nadie capaz de hacer un testamento semejante, y de pagar un sueldo como aquél por un trabajo tan sencillo como el de copiar la Enciclopedia Británica. Vicente Spaulding hizo todo cuanto le fue posible por darme ánimos, pero a la hora de acostarme había yo acabado por desechar del todo la idea. Sin embargo, cuando llegó la mañana resolví ver en qué quedaba aquello, compré un frasco de tinta de a penique, me proveí de una pluma de escribir y de siete pliegos de papel de oficio, y me puse en camino para Pope's Court. Con gran sorpresa y satisfacción mía, encontré las cosas todo lo bien que podían estar. La mesa estaba a punto, y el señor Duncan Ross, presente para cerciorarse de que yo me ponía a trabajar. Me señaló para empezar la letra A, y luego se retiró; pero de cuando en cuando aparecía por allí para comprobar que yo seguía en mi sitio. A las dos me despidió, me felicitó por la cantidad de trabajo que había hecho, y cerró la puerta del despacho después de salir yo. Un día tras otro, las cosas siguieron de la misma forma, y el gerente se presentó el sábado, poniéndome encima de la mesa cuatro soberanos de oro, en pago del trabajo que yo había realizado durante la semana. Lo mismo ocurrió la semana siguiente, y la otra. Me presenté todas las mañanas a las diez, y me ausenté a las dos. Poco a poco, el señor Duncan Ross se limitó a venir una vez durante la mañana, y al cabo de un tiempo dejó de venir del todo. Como es natural, yo no me atreví, a pesar de eso, a ausentarme de la oficina un sólo momento, porque no tenía la seguridad de que él no iba a presentarse, y el empleo era tan bueno, y me venía tan bien, que no me arriesgaba a perderlo. Transcurrieron de idéntica manera ocho semanas, durante las cuales yo escribí lo referente a los Abades, Arqueros, Armaduras, Arquitectura y Ática, esperanzado de llegar, a fuerza de diligencia, muy pronto a la b. Me gasté algún dinero en papel de oficio, y ya tenía casi lleno un estante con mis escritos. Y de pronto se acaba todo el asunto.
—¿Que se acabó?
—Sí, señor. Y eso ha ocurrido esta mañana mismo. Me presenté, como de costumbre, al trabajo a las diez; pero la puerta estaba cerrada con llave, y en mitad de la hoja de la misma, clavado con una tachuela, había un trocito de cartulina. Aquí lo tiene, puede leerlo usted mismo.
Nos mostró un trozo de cartulina blanca, más o menos del tamaño de un papel de cartas, que decía lo siguiente:
HA QUEDADO DISUELTA
LA LIGA DE LOS PELIRROJOS
9 OCTUBRE 1890

Sherlock Holmes y yo examinamos aquel breve anuncio y la cara afligida que había detrás del mismo, hasta que el lado cómico del asunto se sobrepuso de tal manera a toda otra consideración, que ambos rompimos en una carcajada estruendosa.
—Yo no veo que la cosa tenga nada de divertida —exclamó nuestro cliente sonrojándose hasta la raíz de sus rojos cabellos—. Si no pueden ustedes hacer en favor mío otra cosa que reírse, me dirigiré a otra parte.
—No, no —le contestó Holmes empujándolo hacia el sillón del que había empezado a levantarse—. Por nada del mundo me perdería yo este asunto suyo. Se sale tanto de la rutina, que resulta un descanso. Pero no se me ofenda si le digo que hay en el mismo algo de divertido. Vamos a ver, ¿qué pasos dio usted al encontrarse con ese letrero en la puerta?
—Me dejó de una pieza, señor. No sabía qué hacer. Entré en las oficinas de al lado, pero nadie sabía nada. Por último, me dirigí al dueño de la casa, que es contador y vive en la planta baja, y le pregunté si podía darme alguna noticia sobre lo ocurrido a la Liga de los Pelirrojos. Me contestó que jamás había oído hablar de semejante sociedad. Entonces le pregunté por el señor Duncan Ross, y me contestó que era la vez primera que oía ese nombre. «Me refiero, señor, al caballero de la oficina número cuatro», le dije. «¿Cómo? ¿El caballero pelirrojo?» «Ese mismo.» «Su verdadero nombre es William Morris. Se trata de un procurador, y me alquiló la habitación temporalmente, mientras quedaban listas sus propias oficinas. Ayer se trasladó a ellas.» «Y ¿dónde podría encontrarlo?» «En sus nuevas oficinas. Me dió su dirección. Eso es, King Edward Street, número diecisiete, junto a San Pablo.» Marché hacia allí, señor Holmes, pero cuando llegué a esa dirección me encontré con que se trataba de una fábrica de rodilleras artificiales, y nadie había oído hablar allí del señor William Morris, ni del señor Duncan Ross.
—Y ¿qué hizo usted entonces? —le preguntó Holmes.
—Me dirigí a mi casa de Saxe-Coburg Square, y consulté con mi empleado. No supo darme ninguna solución, salvo la de decirme que esperase, porque con seguridad que recibiría noticias por carta. Pero esto no me bastaba, señor Holmes. Yo no quería perder una colocación como aquélla así como así; por eso, como había oído decir que usted llevaba su bondad hasta aconsejar a la pobre gente que lo necesita, me vine derecho a usted.
—Y obró usted con gran acierto —dijo Holmes—.
El caso de usted resulta extraordinario, y lo estudiaré con sumo gusto. De lo que usted me ha informado, deduzco que aquí están en juego cosas mucho más graves de lo que a primera vista parece.
—¡Que si se juegan cosas graves! —dijo el señor Jabez Wilson—. Yo, por mi parte, pierdo nada menos que cuatro libras semanales.
—Por lo que a usted respecta —le hizo notar Holmes—, no veo que usted tenga queja alguna contra esta extraordinaria Liga. Todo lo contrario; por lo que le he oído decir, usted se ha embolsado unas treinta libras, dejando fuera de consideración los minuciosos conocimientos que ha adquirido sobre cuantos temas caen bajo la letra A. A usted no le han causado ningún perjuicio.
—No, señor. Pero quiero saber de esa gente, enterarme de quiénes son, y qué se propusieron haciéndome esta jugarreta, porque se trata de una jugarreta. La broma les salió cara, ya que les ha costado treinta y dos libras.

Con lupa:
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—Comienzo a creer, Watson —dijo Holmes—, que es un error de parte mía el dar explicaciones. Omne ignotum pro magnifico, como no ignora usted, y si yo sigo siendo tan ingenuo, mi pobre celebridad, mucha o poca, va a naufragar.
—Seguramente que querrá usted ir a su casa, doctor —me dijo cuando salíamos.
—Sí, no estaría de más.
—Y yo tengo ciertos asuntos que me llevarán varias horas. Este de la plaza de Coburg es cosa grave.
—¿Cosa grave? ¿Por qué?
—Está preparándose un gran crimen. Tengo toda clase de razones para creer que llegaremos a tiempo de evitarlo. Pero el ser hoy sábado complica bastante las cosas. Esta noche lo necesitaré a usted.
—¿A qué hora?
—Con que venga a las diez será suficiente.
—Estaré a las diez en Baker Street.
—Perfectamente. ¡Oiga, doctor! Échese el revólver al bolsillo, porque quizá la cosa sea peligrosilla.
Lecturas recomendadas: Historia + Ilustraciones originales de Sidney Paget.

7 comentarios:

Anónimo dijo...

Toma castaña. Está usted haciendo historia con esta serie...

Mycroft dijo...

Exquisita entrega holmesiana!

Enrique Ortiz dijo...

Alvy, me parecen unas absolutas maravillas estas entregas: una disección impagable. Un abrazo.

Unknown dijo...

Exquisita selección e interesantes textos para comenzar el año de modo holmesiano.

Feliz año y un saludo

Anónimo dijo...

"Bohemia" es, para mí, la mejor historia de Holmes (por muchas y muy variadas razones). ¿Has leído la (per)versión al otro lado del espejo que se imaginó el gran Kim Newman? Aquí está:

http://www.bbc.co.uk/cult/sherlock/shamblesinbelgravia1.shtml

¡Enhorabuena por otra entrega brillante y muy necesaria!

FA dijo...

DEFINITIVAMENTE EL MUNDO QUE CREO
CONAN DOYLE ES UNA MARAVILLA!!

Soy una fanática de este célebre detective y me parece genial que en los blogs se esté difundiendo información de ello. Soy una principiante en esto.
Por cierto, escándalo en Bohemia es uno de sus mejores cuentos, a mi parecer.
SALUDOS

Anónimo dijo...

Acabo de descubrir un nuevo Holmes español llamado Ernesto Mendoza, un personaje cuyas aventuras se publican en un sitio llamado www.hoesarte.com". ¿Qué os parece? ¿Está a la altura?