Hay una peculiaridad con Un cuento de Navidad y es que, en la historia del cine y del audiovisual, esta obra siempre ha sido cita, cuando no relectura. Desde las múltiples versiones cinematográficas hasta las lecturas más libres, como la misma It's a Wonderful Life (1946) de Frank Capra que puede verse como una versión libre y optimista del viaje por distintas realidades de Scrooge y sus Fantasmas de las navidades pasadas, presentesy futuras.
En la Historia del Cine la obra de Dickens es una cita constante, pero no una a Dickens, sino al propio ideal navideño. Tal vez una de las actualizaciones más ingeniosas sea Scrooged (1988) dirigida por Richard Donner y escrita por Glazer y O'Dougherty, dos guionistas de la vieja guardia del Saturday Night Live, en la que se buscaba una actualización legítima pues nada más tronchante que convertir la era Reagan-Turner en un escenario ideal para la caricatura del autor inglés que se diría ensayo de Oliver Twist, como ha notado ya Tones. Cinta típicamente posmoderna, Scrooged recogía el guante dickensiano y lo formulaba en delirante tour de force histérico con un inconsumerable Bill Murray como neo-Scrooge ultracarismático, doblando así el dibujo original de Dickens, pero a la vez, tratándolo con una reverencia notable.
Ahora vuelve Zemeckis y lo hace con una versión para Disney, que ni siquiera es la primera. Es evidente que la versión del autor de Beowulf (2005) cuenta con un presupuesto mayor y una promoción más aparatosa, pero el resultado carece del simbolismo creciente de la versión que dirigió Mattinson y que entre sus creativos contaba con un joven John Lasseter, pero que además tiene el incentivo de suponer el retorno de Mickey Mouse a los cortometrajes animados en un momento en el que la Disney estaba en plena crisis animada. En realidad fue una de las mejores crisis, si por esta se entienden momentos tumultosos llenos de ideas y mutaciones: The Fox & The Hound (1981), The black cauldron (1985), y The great mouse detective (1986)
son tres de las mejores obras del canon disneyano post-Walt y en los que aún se conserva el genio de las obras del canon clásico (no olvidemos que en la primera de ellas todavía Ollie Johnston ejercía de supervisor animado y Johnston era uno de los nueve de Disney, además de uno de los mejores animadores de todos los tiempos) combinado con la visión posmoderna de la nueva camada que luego pecaría de ser, quizás, demasiado formulaico.
He leído hoy en el L.A. Times un artículo estupendo sobre la rivalidad entre James Cameron y Robert Zemeckis. El rumor tiene su parte de hipérbole pues el periodismo de declaraciones acentúa que hay un respeto y una admiración mutuos. Zemeckis y Cameron formaron parte de una generación que incluye a Joe Dante, David Cronenberg y John Carpenter. Lo que los une es su trabajo en el mainstream con ideas imposibles hoy día, pero también un súbito cambio de registro. Los dos cambios de registro están lleno de similitudes inagotables, evidentes. Por un lado está el triunfo de Titanic (1997), cinta que se remonta a los orígenes de la Historia del Cine, a uno de sus patrones fundadores (D.W. Griffith) con una ambición similar a la que tendría Tolstoi con Homero: afán de superación desde una lectura constante, inevitable, pero con afán de imponer una visión propia (y esto lo explica George Steiner en su estupendo Tolstoi o Dostoievski). Titanic no es otra cosa que una versión amplificada de la Intolerancia griffitiana. Podría pensarse que Titanic, que nos habla del fin de una época y de unas costumbres, es un prólogo al ejercicio de vaciado íntimo y radical de Cast Away (2000).
Las conexiones entre ambos no terminan ahí: Terminator 2 (1992) y Forrest Gump (1994) comparten el mismo sustrato ideológico de Fukuyama en el que la Historia ha terminado, y Abyss (1989) y Contact (1997) son malas herederas de Spielberg, incapaces de asumir el carácter intransferible de la obra del autor de E.T. (1982).
Las diferencias son también reconocibles: Zemeckis es un cineasta posmoderno, lleno de citas y que construye sus películas sobre memoria, sobre reescrituras del pasado. La única película que incumple esta norma es Death Becomes Her (1992), pero es porque la reescritura (en este caso física) es su propio tema y la enfoca hacia el futuro que sirve de escenario y que sirve de metáfora de un nuevo Zemeckis que nunca fue: alguien dispuesto a usar las herramientas heredadas de Tex Avery y Chuck Jones como método (radical) de una nueva gramática, gesto que además prolongaba de un modo interesantísimo los hallazgos de la obra previa de Sam Raimi y Peter Jackson.
En Cameron la cita es un punto de partida sin mayores complicaciones barrocas. Terminator o Aliens son obvias mezclas de otros referentes, pero que le sirven para construir cintas de tensión y horror, de technoir y nueva fantasía bélica.: el reto en Cameron siempre está en el enfrentamiento de sus personajes contra algo grandioso, imposible. De Avatar hablaremos esta navidad, pero ahora vamos a por Zemeckis, cuyas tres últimas películas se realizan usando rotoscopia y, lejos de incidir en un hiperrealismo imposible, aciertan en las texturas, pero fallan en los movimientos y las facciones y resultan un híbrido feísta, zombificado.
De estas tres películas (las otras dos son Polar Express y Beowulf) esta es, indudablemente, la mejor. Las tres desprenden la misma idea: volver sobre materiales del pasado, sea reciente (Polar Express es la adaptación de un cuento reciente, pero su espíritu es el de continuar y narrar el descubrimiento de Santa Claus) o más antiguos (la vieja leyenda de Beowulf), en clave hiperrealista y de una fidelidad extraña. De las tres, esta tiene el guión de mayor interés y, no es casual, viene firmado por Zemeckis.
Las concesiones al sistema tridimensional hacen que la película fuerce momentos de montaña rusa, pero el resultado es desconcertante y con algunos fallos lamentables: el Tiny Tim de la película no es ni la mitad de conmovedor que el Tiny Tim animado y concebido a la manera de Mickey de la versión Disney. Pero el triunfo llega en Carrey cuya interpretación de Scrooge y de los fantasmas propone un sugerente diálogo icónico entre las facetas histriónicas del actor y la obra de Dickens, aquí trasladada con reverencia y con agudísimas soluciones visuales (como la aparición del último fantasma, o el respeto a la impresionante línea inicial y a su prólogo o la visita, en cámara subjetiva, a la mansión del sobrino con planos simétricos) y que dan una coherencia inédita a la técnica para esta obra.
Zemeckis capta lo lúgubre de Dickens y no fuerza la caricatura puesto que la reproduce usando el hiperrealismo: hay algo extraño y apasionante cuando uno ve en tres dimensiones el rostro calculadísimo de Scrooge moviéndose en los copos de nieve. Pero su apuesta por una estética extraña le fuerza a momentos frenéticos que descomponen la película y la convierten en otra versión del Cuento de Navidad que certifica que en el cine no es posible una lectura final ni usando la más aguda de las miradas.
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