Mientras el señor intestino vuelve a su cauce y empieza a dejarme en paz, me propongo superar tragedias mundanas de escaso interés (una de ellas, no haber visto cloverfield) que me mantuvieron cohartado este fin de semana. Las comedias completas de Aristófanes, una de mis últimas adquisiciones estrella resultan deslumbrantes, no sólo porque los mecanismos humorísticos más inteligentes (tales como la ironía o el contraste de situaciones) son presentados, sino porque una larga tradición de humoristas del siglo XX debe mucho más a la comedia clásica griega que a Moliére, por ejemplo (el primerisimo Woody Allen o las dos creaciones televisivas de Groening comparten tonos e ideas con el dramaturgo griego).
Resultaría inepto afirmar que el interés resulta, exclusivamente, en comprobar el valor actual de estas obras, sería propio de un suplemento. Al revés, lo actual tiene mucho de clásico y Los Acarnienses es una sátira despiadada que hace referencia a toda Grecia: política, sociedad, religión y arte eran capaz de fusionarse sin que rechinaran (cuando ahora vivimos tiempos de especialización, increíbles). Mi momento favorito es por supuesto cuando su protagonista, Diceópolis necesita soltar un discurso serio: acude, nada más y nada menos que a Eurípides para que le preste una túnica y así ser tomado en serio. Resulta fabuloso como a la comedia más absolutamente brillante le basta un gag para resumir su condición: Aristófanes reduce toda la tragedia a un tono de solemnidad absurdo, o sea... un harapo.
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