UNA LENGUA CORROMPIDA
¿Cómo confiar en el lenguaje si éste ha demostrado con creces
su incapacidad para dar cuenta del horror, de la soledad, de la muerte?
¿Cómo escribir en una lengua corrompida por la historia? Las novelas de
J.M. Coetzee plantean una y otra vez la necesidad de enfrentar estas
preguntas, intuidas - como relata en Juventud, el segundo volumen de sus memorias - en la paralizante lectura de la poesía del siglo XX.
Londres, 1962: Coetzee es un joven fantasioso que ha dejado Ciudad
del Cabo en pos de la poesía. Consigue empleo con cierta facilidad, pero
mucho más complejo le resulta cumplir con su vocación de escritor. Por
entonces lee a Rilke, a Vallejo, a Neruda, pero en especial a Ezra Pound
y T.S. Eliot, en quienes no sólo ve modelos literarios sino verdaderos
ejemplos de vida, espejos donde mirarse: "Si Eliot elige parecer
aburrido, elige vestir traje y trabajar en un banco y llamarse a sí
mismo J. Alfred Prufrock, tiene que ser un disfraz, parte de la malicia
que el artista necesita en la era moderna", piensa el protagonista de Juventud,
que lleva traje negro y trabaja en IBM, aunque la suya no es una
máscara que le siente cómoda. No eligió parecer aburrido, está aburrido
de veras, al borde de la desesperación, perdido en una ciudad que va
enseñándole a palos su lugar en el mundo.
Es entonces cuando Coetzee da el paso de la poesía a la prosa,
que para él es, sin duda, un retroceso pues ve en la prosa apenas una
"segunda mejor opción", una solución de compromiso gracias a lac ual ya
no tendrá que hacerse responsable, por ejemplo, de estos imponentes
preceptos del propio Eliot: "la poesía no es un dejar libre la emoción,
sino una huida de la emoción", "La poesía no es una expresión de
personalidad, sino una huida de la personalidad". Seguro de que ha dado
con algo importante, John copia estos fragmentos en su diario, pero
ahora, desolado, añade un triste comentario al margen: "Sólo aquellos
que tienen personalidad y emociones saben lo que significa huir de tales
cosas".
John no es un joven sin personalidad, sino un inmigrante que busca
convicciones y sólo enceuntra sospechas. "La prosa, afortunadamente, no
quiere emoción", se dice, como una manera de afrontar el descalabro; "La
prosa es como una extensión lisa de agua tranquila sobre la que uno
puede ir añadiendo cosas a placer, dibujando sobre la superfície". Ya no
le sirven Pound ni Eliot. En busca de un nuevo modelo recurre a Henry
James, pues entiende que uno de los méritos de James es haber
trascendido las nacionalidades, lo que para un colono de origen
afrikáner deseoso de reinventarse ocnstituye una valiosa oportunidad:
"La gente de las obras de James no tiene que pagar el alquiler; desde
luego, no tiene que aferrarse a un trabajo; lo único que se le exige es
que mantenga conversaciones supersutiles que desencadenarán minúsculos
trasvases de poder, cambios tan mínimos como invisibles para todos
excepto para el ojo experimentado".
Muy pronto Coetzee comprueba que es realmente difícil
conseguir diálogos supersutiles entre personas interesantes. Entiende,
entonces, que la acción narrativa reclama un escenario específico:
meintras la poesía tiende a prescindir de los pormenores espaciales, la
prosa pide un escenario particular, y el escenario de Coetzee es
Sudáfrica, no Londres. John quiere ser inglés, como Eliot, el poeta que
no era inglés pero que convenció a medio mundo de que era inglés. ¿Pero
es posible convencer a medio mundo de que no es surafricano? ¿Es John un
buen actor, un actor tan bueno como Eliot? De momento odia o cree odiar
su lugar de origen: "Sudáfrica fue un mal comienzo, una desventaja",
"Si mañana se levantara un maremoto desde el Atlántico y barriera el
extremo sur del continente africano, no derramaría una sola lágrima". En
las calles de la inhóspita Londres, en cambio, late la pasión
artística: "Puede que Londres sea glacial, laberíntica y fría. Pero tras
sus muros intimidatorios hombre sy mujeres trabajan escribiendo libros,
pintando cuadros, componiendo música". Por ahora no quiere aceptarlo,
pero ya sabe que su historia no es la de Eliot: ya sabe que para ser
escritor debe convertirse en sudafricano, debe convertirse en lo que ya
es.
La poesía es una huida de la emoción, pero John, que cree carecer de
emociones, no sabe de qué huir. La prosa, en tanto, no necesita
emoción, sino escenarios particulares, es decir Sudáfrica, el país del
que ha escapado, y no Inglaterra, el país del que no quiere escapar.
Coetzee nace cuando acepta que Sudáfrica es el escenario del que huye al
escribir. Ése es el tema de Infancia y Juventud: la vida
de alguien que más bien a su pesar comprende que no hay mundos
paralelos, que es imposible marginarse de la historia. La emoción - el
dolor que, en sus más diversas formas, recorre cada página de Coetzee -
requiere de un cauce, y eso lo aprendió de Pound y de Eliot. A su
manera, por cierto: quería que Eliot le enseñara cómo ser un poeta
inglés sin ser inglés, pero acabó aprendiendo cómo ser un escritor
sudafricano, un escritor de ninguna parte. En la mejor poesía del siglo
XX, Coetzee fraguó la mejor literatura de las últimas décadas.
"Esta casa no pretende desnudar mi corazón. Pretende desnudar algo, pero no mi corazón", confiesa la protagonista de La edad del hierro.
El imperativo moral que rige los libros de Coetzee es la necesidad de
nombrar sin gimoteos, valientemente, aquello que haya que nombrar,
aunque hacerlo suponga un brutal ejercicio de honestidad. También de la Edad de hierro proviene
esta preciada y urgente declaración de principios: "Lo que he visto es
terrible. Merece ser condenado. Pero no puedo denunciarlo con palabras
ajenas. Tengo que encontrar mis propias palabras, que sean mías. De otra
forma no sería verdad. Eso es lo único que puedo decir ahora".
En Desgracia, la realidad le demuestra a David Lurie
que para describir Sudáfrica el inglés es una lengua muerta. "Como un
dinosaurio que expira en el fango, la lengua se ha quedado envarada",
comprende. Eso es lo que tarde o temprano los personajes de Coetzee
acaban descubriendo: que en el mundo donde viven no cabe la ficción, que
sólo les queda comunicar, con justeza, lo que ven. El desafío de
Coetzee es prácticamente el mismo de Eliot: purificar el lenguaje de la
tribu. Lo que cambia es el énfasis: Coetzee prueba que es posible
escribir en un lenguaje contaminado. De ese lenguaje en decandencia el
escritor entresaca aquello que aún se puede decir, y procura decirlo con
la mayor claridad, seca, cabalmente. En uno de los pasajes más bellos y
certeros de Elizabeth Costello, Coetzee lo expresa de este modo:
"Simplemente escribo las palabras y luego las pongo a prueba. Pruebo su
solidez para asegurarme de que he oído bien". Eso es, en definitiva, lo
que hace un gran escirtor: poner a prueba el lenguaje de su época.
Alejandro Zambra, No Leer.
lunes, abril 21, 2014
lunes, abril 07, 2014
No había sabido cómo llamarlo, no había querido hacerlo, pero desde el primer momento supo que aquello iba a durar. Pasión, delirio, obsesión - aspiración quizá: pero eso era lo más apurado y horrible de todo - fueron palabras que con el tiempo llegarían a imponerse, pero aun entonces el impulso de decirlas le resultó ajeno, la voz que las articuló apenas la reconoció como suya, y el efecto final fue el mismo que si hubiese profanado algo muy precioso y muy profundo. Ni una sola de las palabras las había inventado ella, y nada le parecía tan detestable como lo que había oído tantas veces pronunciar a los demás. Si las pronunció, y lo hizo en aras - le dijeron - de una eventual lucidez, nunca dejó de sentir que lo había hecho definitivamente a pesar de sí misma, como una sonámbula a quien la fría aurora despierta de un sueño cándido.
Luis Magrinyà, G.C. en Belinda y el Monstruo.
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