lunes, diciembre 06, 2010

En los viajes en el tiempo empiezan las responsabilidades


Los Cronocrímenes (2007, Nacho Vigalondo)

Esta es una película extrañamente literaria. Dos me parecen las principales influencias: Robert Louis Stevenson y Alfredo Bioy Casares. La invención de Morel era ya una novela stevensoniana, pero su fulgor poético, su rara imagen final descubrieron a un autor preocupado por la naturaleza de los sueños. Varios me parecen los préstamos que la película lleva implícitos, incluyendo a Robert A. Heinlein y Philip K. Dick, este último conocido en profundidad por su director y guionista, pero sorprendentemente secundario en el film que nos ocupa.

Donde la película conserva intacta una riqueza fenomenal es como experiencia estética. Vigalondo usa la cámara en mano, planos secos para el dolor, pero se confirma como narrador solvente y, sobre todo, como un cineasta especialmente dotado para devolver expresividad a su lenguaje sin demasiado énfasis.






Un elemento muy interesante para discutir esta película
es su ansiedad de la influencia. Hemos hablado ya de sus modelos literarios, pero conviene entender que Vigalondo, con una interesante escritura cinematográfica desarrollada en su blog, tiene una ansiedad de la influencia de la que habla poco y sospecho que sabe mucho.: Martin Scorsese. Scorsese me parece no solamente un gran cineasta, sino, algo cada vez más extraño, un teórico legítimo. Resulta visible que la película puede partir de Rear Window y Body Double, pero quiero detenerme en esa línea temporal por último, cuando tomemos las consideraciones filosóficas o éticas que implican cada una, obra de un moralista (Hitchcock) y de un cínico leve (DePalma).



Scorsese tiene un poder importante en la obra de Vigalondo. Podría citar películas que seguramente han influido en su obra: The King of Comedy (1981) y After Hours (1984) serían dos de las más relevantes, indudablemente. Pero el ejemplo emblemático más interesante es Taxi Driver (1976), todavía hoy una película problemática.

Sospecho que Vigalondo está lejos de ser un moralista; seguramente por eso considero pertinente destacar su duelo con Scorsese, que, a diferencia del más idealista DePalma (su belleza y su feísmo no son solamente barrocos sino ideales extremos, absolutos que contagian sus mundos o sus imágenes), está enfrentado a la realidad con cierta violencia neorrealista, cierto choque que el director no quiere perder y, como Scorsese, es una responsabilidad que nace, justamente, del voyeur, de la mirada. DePalma es un formalista, y escribo esto como piropo, porque su poética está hecha de memoria cinéfila y de sensorialidad extremada, pero Scorsese ha hecho de su cine una experiencia de oposición. Hay muchos ejemplos claros en sus películas, bastantes en Goodfellas (1990), baste comparar el seductor plano secuencia que propone un cambio de narrador con el violento y paranoico clímax cocainómano de la película. Puede alegarse que la historia exige tamañas oposiciones, pero baste ver el relato fatídico de DePalma (Carlito’s Way) para comprobar hasta qué punto es visible esta diferencia entre teórico y formalista.

Volviendo, pues, a la línea de Rear Window, parece hoy muy claro que Hitchcock era, incuestionablemente, un gran moralista: es la mirada de Stewart lo que, en última instancia, señala y acusa. También que DePalma era un cínico leve: presentando un trauma de represión, es a través del simulacro que el protagonista lo supera, a través de la asunción de otro yo que está ocupado convirtiéndose en monstruo y hurdiendo el crimen perfecto. La cura del protagonista de Body Double pasa por una idea de la seducción, digna de Jean Baudrillard, basada en el equívoco, algo que no es motivo de farsa sino de leve cinismo con el optimismo del final.

Es cierto que Los Cronocrímenes es la película más pesimista de su autor en la medida en que narra el deseo brutal y súbito, la construcción delicada de mismo y la súbita enmienda de este. Pese a estos indicativos, no creo que Vigalondo sea un conservador (y cuando digo conservardor me refiero a quien no cree en la capacidad de cambio del ser humano), quizá por el resignado tono que adquiere su monstruo en el último momento de su historia. Esa resignación es también autoconciencia, sobre todo en la memorable despedida del objeto de deseo y el corte de pelo, interesante tanto por esta noción de romanticismo como por la falsificación que supone. La falsificación que le sitúa en la misma escala que Hitchcock y DePalma y a su vez le diferencia de ambos. Pero la conciencia de monstruo de su acto, su traspaso de valores, su gestación moral y su gesto lleno de aplomo, en el memorable cierre de la película dejan muchas preguntas en el aire.

Tal vez como será el mundo tras ese descubrimiento, como será el matrimonio tras esos crímenes, o como la policía logrará interpretar todos los hechos. Es una imagen inquietante, por supuesto. Vigalondo no es dostoievskiano y con esto no implico otra cosa que el centro en climas morales que desvelen personajes que sean persuasivos por sus paradojas brutales. Héctor cambia, pero, al final, es una versión un poco más magullada e inquietante del hombre aburrido del principio. Lo sabían Albert Camus y George Steiner, ambos a propósito de Kafka, pero el poder de generar imágenes frecuentemente inquietantes y al borde del delirio, si suele corresponder a las mejores ficciones que pretenden de alguna manera filosofar.

Y esta lo hace.


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Esta película empieza donde termina la obra anterior, el cortometraje Choque. No es un detalle al azar. Tal y como yo lo veo, Choque es un ejercicio formal casi impecable. En Choque, detectaba la brutal inteligencia de Roberto Alcover Oti una inmersión en los códigos genéricos del cine de acción y aventuras y un homenaje al western en los duelos. Estoy de acuerdo.

También apunta Alcover Oti que el cine de Vigalondo contiene un discurso muy elaborado sobre el fracaso del macho contemporáneo, lo que me parece estrictamente cierto ya que, a excepción quizás de Tres relatos de ciencia ficción, la mayor parte del grueso de su obra (incluyendo Marisas y 7.35) versa sobre una virilidad en un conflicto casi autista con su propio deseo y con sus respectivas relaciones amorosas.

El plano final de choque es un hombre humillado. Pero, sobre todo, es un hombre humillado por todas las razones que él no es capaz de percibir. No tanto por el fracaso de su delirante defensa de la mujer, sino por quién conduce. Es un detalle formidable.

***

Conviene recuperar las citas de Eugenio Trías sobre Vértigo. Pero hay un fragmento igual de interesante en La literatura y el mal de Georges Bataille, en concreto en el análisis superlativo de Cumbres Borrascosas de Emily Brönte:

“El erotismo es, creo yo, la ratificación de la vida hasta en la muerte. La sexualidad implica la muerte no sólo porque los recién llegados prolongan y sustituyen a los desaparecidos, sino además porque la sexualidad pone en juego la vida del ser que se reproduce. Reproducirse es desaparecer, y los seres asexuados más simples desaparecen al reproducirse. No mueren, si por muerte se entiende el paso de la vida a la descomposición, pero el que era, al reproducirse, deja de ser aquel que era (ya que se hace doble). La muerte individual no es más que un aspecto del exceso proliferador del ser. La reproducción sexuada no es, asu vez, más que un aspecto, el más complicado, de la inmortalidad de la vida que entraba en juego en la reproducción asexuada: de la inmortalidad, pero, al mismo tiempo, de la muerte individual.”

El de Héctor es un matrimonio sin hijos y por lo tanto aburrido. Jordi Costa ha apuntado que “los cimientos de toda felicidad conyugal (o familiar) se asientan sobre el sepulcro de una fantasía erótica que ha tenido que ser aniquilada”. Es una descripción precisa y brillante, pero eso convertiría a la película en un objeto puramente pesimista.

Esa falta de interés, esa cautivadora reescenificación de la vulgaridad sometida ante una protección ante la tormenta sirve para ampliar al hombre que no conducía de Choque y que pasa de ser un pasivo (y tedioso) hombre de família a un auténtico Hombre Protector que recomienda no echar la vista atrás. Vigalondo comete la audacia de convertir al único referente moral de la película, un científico encarnado por él mismo, en un torpe reactor de acontecimientos, en un infantil jugador de un invento que le supera. Es por eso que su película no gira en torno a una humanidad condenada sino sobre una tenebrosa, oculta tras el bostezo cuando no es otra, torpe, fallida y poco recomendable. O tal vez sean solamente hombres.





Lecturas Requeridas:
-Reseña de Rubén Lardín.
-Crítica de Roberto Alcover Oti.
-Reseña de Jordi Costa.