Cuando Kevin Smith rodó la que tal vez sea su mejor película (sin que eso sea decir demasiado),
Jay y Bob el Silencioso contrataaca, demostró toda la inoperancia de su presunto discurso: a todo lo que se reducía su fantasía presuntamente generacional era a vencer, en duelos de espada láser y de forma ridícula, a Mark Hammill. Además de ser un cineasta increiblemente poco dotado para superar una comedia de anécdotas, Smith descubriría la doble trampa de la monserga freak: la de los ingenuos que creyeron ver una autoficción a medio camino entre una lenguaraz nouvelle vague que no era y un Woody Allen imposible en un católico de Nueva Jersey, más dado al monólogo y a la anécdota que a otra cosa.
Unos años más tarde llegó Promedio Rojo debut del chileno Nicolás López, que podría ser tildado como un fenómeno a medio camino entre Kevin Smith y Cels Piñol. Lo único interesante de Promedio Rojo estaba en sus siete primeros minutos que parecían anunciar un Rushmore autista y en la historia de la chica, hija de un torero muerto en un toro eléctrico en el restaurante de su padre. Pero no hay en López una voz esperpéntica, puesto que cargó las tintas justo cuando no debía, convirtiendo su debut en una cinta irritante. Halagado por los integristas fanboys de AICN y por directores de culto (Guillermo Del Toro, Eli Roth y Quentin Tarantino), la película fue auspiciada por Santiago Segura y prometió en López una revelación que ni siquiera fue: había en esa película un estilo plano, un uso vulgarísimo de la pantalla partida (sonrojante a ratos), travellings laterales musciados sobre líneas invisibles que llevaban a nada y que apenas podían entenderse como excesos de debutantes y un uso, en general, lamentable de la fantasía. Además de un clímax final sacado de Casablanca que podría llevar a todo un estudio deductivo de cómo leyó su autor Play it Again Sam o si acaso lo hizo: la conclusión, en todo caso, es demasiado similar a la del Smith de Jay & Bob.
No desparecen estos fantasmas, estas losas molestas y machacantes de Santos, su segunda película, que termina con una colección de portadas reformuladas según la mitología de López: un ejercicio de identificación y disfrute bastante similar al de la complacencia de Piñol, otra voz generacional tempranamente llena de polvo. Hay en Santos grandes momentos (el plano secuencia del incendio, es especialmente destacable) y también decisiones pésimas (hay dos tomas de grúa casi inexplicables en su vulgaridad), magníficas actuaciones (todo el elenco masculino, la Pataky soñada y la Pataky del Karaoke) y otros momentos absolutamente descuidados (la Pataky sufriente entre dos aguas). En cuanto a su tratamiento superheroico no se le saca suficientemente partido a los poderes del Niño Bola (si al uso de las moscas, naturalmente, pero no a los escudos que dan muchísimo juego) y los poderes de Laura Luna se descubren de una forma excesivamente tardía como para ser aprovechados como requería la ocasión.
Es la autoficción de López, insistente como pocas, lo más molesto del asunto, pero hay algo que lo diferencia, esta vez, de Smith y de Piñol: ha encontrado un alter ego muchísimo más expresivo de lo habitual (Javier Gutiérrez que está literalmente ENORME: ni tan siquiera la decisión, decididamente abstracta, de ser gordo ha borrado su carisma invencible) y ha facturado un final incómodo, casi perfecta metáfora de las dolencias de la película: López ha terminado, como su demiurgo y dibujante de tebeos Salvador Santos, echado de la película por su propia lógica. Porque Santos, en el fondo y gracias a sus texturas (cortesía de Nelson Daniel) que dan mucha vida a un cocktail tan imperfecto como raramente bello, es la historia de un chico guapo trágico, Arturo Antares, que pierde a su chica, a su mejor amigo y finalmente a sí mismo. Termina, literalmente, disuelto. Es la historia de un villano, Nova, que es casi una lógica metafísica que rige un universo en el que el supervillano debe ser, sorpresa, el mecenas del superhéroe. Y que el destino del dibujante de tebeos está en manos del fan, que no es otra cosa que un burgués venido a menos (o que está por venir). Escojan horrores. Y es, no por encima de esto, una historia de amor entre una (liberada y hasta muerta) Gwen Stacy/Laura Luna y un superhéroe que ya nunca más podrá serlo. Es este un remake de Spider-Man 2, película favorita de su director, en el que el personaje más tridimensional y vivo, más atormentado, es como siempre, Norman Osborn.
Así que Santos funciona cuando su ficción evita a toda costa ser una cantinela freak (¡cuántas veces se dice la palabra en su inicio! ¡al menos dos veces!) y decide construir su propia e insobornable poética: en ese inicio, arrollador, en el que Gigaman ejerce de maestro de ceremonias de la presentación y origen de los personajes, hay puritito sense of wonder. También hay algo de maravilloso sarcasmo cuando Arturo Antares, como ya he dicho el mejor personaje de esta epopeya, dice que está hasta los cojones de los freaks con camiseta negra. Lo que yo les decía: como la encantadora revista metatiempo, Santos es una película capaz de expulsar a su creador, esforzado en crear autoficciones que no parecen necesitarle. Ni tan siquiera su narrador, el Antropomosco, un maestro de ceremonias que aporta el humor zafio gracias a un inconsumerable Guillermo Toledo, parece requerir a su alumno.
En definitiva, esta es una ficción excesiva, contradictoria y, por eso mismo, fascinante.