The Surrogates (2009, Jonathan Mostow)
The Surrogates confirma lo que Susan Sontag escribió sobre la ciencia ficción (cinematográfica) que no trata tanto sobre la ciencia como sobre la catástrofe. En este caso, la catástrofe ha sucedido y tenemos un futuro que se diría sueño ochentero modelado después de las fiestas del Blow Up de Antonioni.
Es cierto que Jonathan Mostow debería dejar de rodar persecuciones con zooms temblorosos, pero el cineasta vuelve, ocasionalmente, para darnos una persecución final espectacular acompañado por un saltarín sentido de la huida capaz de darle cierta inspiración al pálido Raimi de los Spider-Man. Las mejores ideas las sigue dando el guión: desde la reformulación del Mad Doctor en clave digna de Alfred Nobel, otro inventor arrepentido por el impacto su aportación, hasta un ghetto en el que todo lo fofo e imperfecto está condenado al asentamiento y a la marginación, con un líder religioso que, por supuesto, es una consecuencia del centrifugado moral del sistema. En este caso cuasi literalmente.
El tebeo de Robert Veniditti y Brett Weldele (mejor colorista que dibujante) era similar, pero habían cambios: el doctor Canter controlaba a Steeplejack, singular gigantón robótico sacado de la imaginería de los magazines de los cuarenta, que era el único modo de desactivar los surrogates. Al final, un desesperado Greer descubría que su esposa no pudo soportar el fin de su simulacro. Mostow convierte al Profeta en el inicio del simulacro y borra al gigantón robótico de la historia, pero en su final feliz se asegura un tipo de romance crepuscular que parecía casi olvidado por el Hollywood mainstream y que marca un hito cuasi autoral por parte de Bruce Willis, siendo un rarísimo punto de encuentro entre La muerte os sienta tan bien (o la relación matrimonial como fiesta conducida por la lógica del simulacro estético) y Live free or Die Hard (o la pureza del analógico y el vinilo frente al marasmo digital). Podría tener mayor humor, una presencia tan hipnótica como la de Sonny en Yo, Robot, pero es muchísimo más interesante y satisfactoria que la cinta de Proyas. Lo decía Thomas Pynchon cuando hablaba de El amor en los tiempos del cólera de García Márquez: el amor es extraño. A medida que envejecemos se vuelve más extraño, hasta que en cierto punto la mortalidad ha presentado dentro del marco de nuestra atención , y entonces estamos súbitamente atrapados entre fechas terminales sin dejar de hablar de un juego de la eternidad.