miércoles, febrero 24, 2021

El cine en verano


Escribí este diario del cine que vi en salas en verano de 2019, y aunque no tenía ni la más ligera intuición de que en 2020 todo iba a ser tan hogareño y pandémico, ha envejecido mejor de lo que esperaba.




Avengers: Endgame

En el universo cinemático de Marvel, hay cosas impensables: el sexo, la decadencia física y moral, la batalla definitivamente perdida. Esto último no parecía tan claro desde la anterior película, Infinity War, donde tras veintidós películas, los cineastas decidieron imitar los viejos tebeos crossover de los ochenta y noventa. Eran historias con doce arcos narrativos, muchos personajes de mundos distintos que lucharían juntos por un propósito (ganar a un villano equivalía a vender más tebeos y la transacción es ahora globalmente más importante). En el universo de 2019, un crossover es también marca comercial y de eso trata, sorprendentemente, Endgame: de convencernos de que se perdió una batalla pero de que estas veintidós películas estuvieron muy bien. Y, literalmente, los protagonistas saltan entre fragmentos de las películas, listos para despedirse (¿hasta que el siguiente contrato lo indique?). La película es y no es una película: es formalmente tres películas de verano, es temáticamente un resumen de lo anterior, y es un evento de emoción tan anticuado como el cine, con su querencia por las estrellas y las situaciones de peligro inminente. Pero no lo es porque depende tanto de la alusión y de una aceptación de una mitología que uno  ya no va a la sala a juzgar, sino que ha comprado una entrada para el final de una temporada televisiva que dura años (una década) y comprime un siglo de viñetas.

Interestellar

La escala lo es todo en el cine de Christopher Nolan, y cuanto mayor es el reto, mejor el truco final. En este caso, la escala, que implica el destino del planeta Tierra y el espacio exterior, solamente puede estar conectada con un sentimiento igual de grande: el amor por los descendientes. Y durante mucho tiempo, consigue esa convicción, con sus hermosos planos de maquetas, sus planetas hechos de horizontes perdidos.

En busca del Arca Perdida / Indiana Jones y el templo maldito

Un bello regalo de cumpleaños ir a verlas al cine. Una imagen profética: hombres de cuarenta años esperan en el vestíbulo del cine especializado en proyecciones para ellos de Barcelona, circunspectos y van a la sesión con un aire litúrgico. La primera película de Indiana Jones no logra interesarme más allá de una persecución central larga, donde Spielberg parece juguetear, pues el director parece acudir a John Williams para suplir lo que las bromas de sombras y la vulnerabilidad perfecta de Harrison Ford no alcanza a diseñar (una historia coherente).

La segunda, en cambio, parece una confesión. Desde Cole Porter a la emblemática imagen de mi infancia, donde vi la película en televisión, de una "serpiente con sorpresa", toda la película está sostenida en Kate Capshaw. Grita, se queja, y está a disgusto porque es una corista y no le parece un lugar adecuado el castillo encantado por unos indios. No son nazis los villanos sino hechiceros exóticos, y no son los hijos de Dios (americanos) los liberados sino niños del tercer mundo. De hecho, la película trata de una familia que se forma con esos tropiezos, sin ningún vínculo consanguíneo y es sincera y conmovedora porque cada payasada no es un repetitivo ejercicio para el asombro sino una frase llena de hondura. La hondura de un niño feliz por descubrir el cine y sus sentimientos en cada secuencia y coreografía, ya sea con el arqueólogo y la corista buscando un diamante y una pócima para terminar enredados, tiene tanta gracia que no sé si Spielberg ha alcanzado alguna otra vez este registro, en el que Gunga Din y Cyd Charisse conviven en una puesta en escena elástica y feliz.

Spider-Man: Far From Home

Incluso después de un grandioso clímax, los chicos necesitan ir al instituto, terminar el curso y hacer sus maletas porque el viaje de fin de curso es, a fin de cuentas, una oportunidad única (bueno, en las clases altas es una oportunidad única que tiene lugar bianualmente). En vez de parecer adolescentes, que descubren la edad lírica y el país desconocido de la sexualidad, los chicos parecen niños: les da vergüenza besarse y viven en continuos y repetitivos equívocos. Por eso, en esta ocasión, el muchacho Peter Parker se enfrenta a un ilusionista y, como los críos, se defrauda por aquello que cantaba Mucho Muchacho: no es por cabrón, es por mentiroso.

Fuga de Alcatraz

Clint Eastwood es una leyenda hasta el punto de que no sabremos si logró algo más después de lo que promete, con tanto rigor, el título.



Stalker

Andrei Tarkovski es especialista en rodar imágenes de lugares inhóspitos llenos de encantamiento, aunque hayan sido ensuciados o abandonados, que conservan el peso de una cierta y enigmática belleza, la promesa de una vida mejor. Por eso no es tan sorprendente que sus películas traten sobre la fe, o su ausencia. Un hombre guía a otros dos a un lugar llamado La Zona, donde se hacen realidad los deseos, y descubren cosas sobre ellos mismos y sobre un familiar que quedó allí atrapado previamente. Ir al cine a ver reposiciones implica querer hacer los deberes canónicos, y lo cierto es que es importante reconocerse en las películas que uno puede apreciar pero no le interesan demasiado: a fin y al cabo, esta película es una alegoría, y que uno de los visitantes sea un artista y el otro un científico es una invitación a considerar los pesares de Occidente. Pero hay una secuencia final, donde una niña mira fijamente un objeto, y sangra, que justifica lo anterior. En esa secuencia, Tarkovski consigue la trascendencia que busca con casi tanto ahínco como sus personajes y logra conmovernos. No requiere mayores juegos de correspondencia, consigue fijar la mirada.

Midsommar

Ella ha perdido a sus padres en un extraño y aparatoso accidente, él quiere hacer una tesis, aunque no tiene tema, en un rincón de Suecia observando a una secta bizarra. Ella el acompaña y cede a los egoístas propósitos de él y su grupo de amigos, tan apáticos que hasta cuando la secta se revela un peligro evidente para los visitantes, se limitan a discutir quien se llevará el mérito académico. Si la película es una sátira sobre la falta de empatía, entonces es cínica porque es tan apática como sus protagonistas, si la película es una apología del martirio de ella ante los cretinos, entonces es condescendiente porque imagina bien poco de todo.

Fast & The Furious: Hobbs & Shaw

En esta franquicia de películas, de las cuales esta es la novena, los protagonistas son rápidos y están furiosos. Esta película, sin embargo, está hecha demasiado rápidamente y no es demasiado furiosa, apenas una disputa familiar con el típico malentendido inocente (y el no menos clásico hombre musculado genéticamente alterado). Jason Statham y Dwayne "La Roca" Johnson se insultan para salvar al mundo, y Vanessa Kirby, la hermana del primero, sufre estoica las virilidades mientras tiene la oportunidad de realizar piruetas al mando de una motocicleta. Al final debe ser rescatada a su manera, y Kevin Hart y Ryan Reynolds recuerdan al público que son graciosos y que los cineastas no creen que su audiencia tenga buenos reflejos. Porque aparecen en dos ocasiones, por si acaso no quedaba claro que eran tan graciosos que no pintaban nada en esta película.

Toy Story 4.

Definitivamente, es el verano Disney y por eso mismo, no apetecía demasiado ver los mazacotes que adaptaban películas previas. Ni Aladdin, ni el Rey León tenían una narrativa interesante. En esta cuarta entrega de Toy Story, los cineastas parecen prometerse no incurrir en el sentimentalismo amorfo de niños mayores de la tercera y se despiden, no sin recordarse que las juguetes tenían algo más que hacer que esperar y lamentarse. Después de todo, cualquier juego se basa en las reglas y las reglas pueden cambiarse.



Érase una vez....en Hollywood.

Las salas de cine ya no están en las ciudades, ahora el rollo son centros comerciales y en las salas hay desde business meeting a proyecciones en 3d, 4k o cualquier formato de moda. Las empresas hablan de las series y las películas como el contenido, algo que uno paga para ver en las pantallas (móviles, domésticas, qué importa). Todo es plural, y por eso Quentin Tarantino, con cincuenta y seis años, se siente mayor y nostálgico. En su guión, Sharon Tate, interpretada por Margot Robbie, no es un ser humano, es un halo de pizpiretas sonrisas y  carantoñas, gestos enrollados y dionisíacos pasos de baile sesentero; es rica y famosa, pero guay y tierna, pues va a un cine, compra primeras ediciones, recoge a hippies y todo eso. Por supuesto, el año es 1969 y la familia Manson está al acecho. Pero ahí están un actor de serie B, encarnado por un prodigioso Leonardo DiCaprio (nadie debería dejarle competir en los Oscar porque el premio es ya suyo), y su doble, interpretado por Brad Pitt como un superhéroe más, para cambiar el rumbo de la Historia (¡nada menos!). La deliciosa fotografía de Robert Richardson es suave, natural, y Los Ángeles es solamente un sueño - de canciones, espots televisivos, y grandes marquesinas de películas - por eso mismo el cuento de hadas acaba con los héroes  siendo, literalmente, machos de serie B y asesinando a los Manson.

Hay muchos espectadores convencidos de que el final es un homenaje al cine, una oda al poder de la ficción, o una representación de nuestros más hondos deseos. El mérito es de Tarantino, que además de espectadores, tiene a una legión de sabihondillos de un cine de barrio al que veneran con más autoridad que cualquier catedrático de filología clásica a Plotino. Hay algo hermoso en esta película, especialmente con la idea de los dobles. De hecho, la secuencia más afortunada contrapone un día rodando un western de Rick Dalton, el actor de serie B, mientras su doble protagoniza uno en el rancho Saphn, rodeado de seguidores de Manson. Es una secuencia bellísima y puramente cinematográfica, basada en el juego con dos escalas, con el escenario, con los significados genéricos y en la capacidad de perdernos por el artificio del cine. Es redundante, por supuesto, del mismo modo que su final es trivial, con el anhelo infantil, y finalmente pueril, de que los males del mundo pueden deshacerse a la fuerza y con la rígida violencia del justiciero. El cine, tal y como lo vivieron generaciones de personas, como programa doble, como centro de la cultura de las ciudades y las masas, se acaba mientras llegan las plataformas, los hogares, y con él, ciertos monopolios. Esta película nostálgica ni siquiera puede llevarnos a ese momento, por eso han errado los críticos convencidos de su nostalgia; se trata de la impotencia y por eso su final tiene sentido así: es una gratificación a la audiencia, conforme con este tiempo, mientras pretende añorar otro. Es un espectáculo violento tras dos horas de paz y cine relajado, disoluto, es, en fin, otra película contemporánea.











Habitar un desconcierto


A veces, no solamente podemos ser permisivos con los lugares comunes sino que, contrariamente al deber manifiesto de contrariarlos, podemos aceptarlos un poquito. Por ejemplo, el lugar común asegura que, aunque ocasionalmente incisivo, la carrera tardía de David Cornwell, a quien recordamos por su exquisito nom de plume John Le Carré como se recuerda a cualquier otro buen amigo, es más bien fallida porque ha perdido el escenario que llevó a su imaginación a los lugares más artísticamente interesantes de sus esfuerzos.

El consenso del Le Carré tardío está sostenido por una admiración, más o menos moderada pero perdurable, por El jardinero fiel y no es difícil comprender las razones. En sus novelas previas, LeCarré nos ofrecía un grupo (el Circus) y un héroe gries (Smiley), cuando no lo que Belén Gopegui describe como "la elección entre dos bienes y dos males".

Pero no estoy del todo de acuerdo con el aprecio. En líneas generales, El jardinero fiel es una novela fácil para LeCarré y sus admiradores porque está escrita, como El sastre de Panamá, como un estudiado homenaje al maestro, Graham Greene, para un mundo más cansado y menos prevenido por sus ironías (precisamente porque son menos letales). Si El sastre de Panamá era Nuestro hombre en La Habana, El jardinero fiel es una variación del Factor Humano con África  y un romance triste de fondo. Pero uno elige a sus maestro y sin embargo, parece que son los temperamentos los que le eligen: donde Greene es finalmente trágico, sin dejar de ser tierno y divertido, LeCarré es fríamente irónico, sin que sea fácilmente cínico. El jardinero fiel es una elegante comedia de desengaños matrimoniales bañada en sangre, pero su intrahistoria africana, de los abusos farmacéuticos cometidos en Kibera, lo cierto es que resulta asombrosamente pedestre. LeCarré nos dice, al cabo, que hay gente - en concreto, empresarios capitalistas - que mata por dinero, codicia o para ocultar otros pecados.

Es por esa razón por la que considero Amigos Absolutos su mejor novela posterior a la caída del Muro. No es una novela que me resultara obvia. De hecho, en una primera lectura consideré sus simetrías rígidas, casi obligatorias tras la maravillosa (y perfecta) Un espía perfecto. Pero lo que eludí en mi primera (y miope) lectura es que las simetrías de Amigos Absolutos no son obvias, simplemente accesibles en una (sorprendente) vulnerabilidad.

Una de las grandes limitaciones del Jardinero Fiel estaba muy bien disimulada,  sucede con los mejores artistas, y por lo tanto, presentada a modo de ingeniosa premisa y obligación narrativa: el marido y viudo protagonista desvelaba, en su misterio, a una mujer, la aguerrida, comprometida y nada veleidosa compañera que acaba de perder, joven y vigorosa. Pero LeCarré no está del todo cómodo con el registro de una persona crecida en los años felices del Reino Unido: el personaje es tan acartonado que solo sus secretos nos permiten imaginarlo como alguien que no sea el entrañable dechado de grandes sentimientos.

En Amigos Absolutos, en cambio, LeCarré aborda literalmente su compleja situación artística en 2003, hasta el punto de crear al único personaje memorable desde que Smiley apagara la luz: Ted Mundy es alguien que no tiene ningún lugar en el mundo geopolítico depsués de la Guerra Fría. Ejerce de payaso en un museo de glorias añejas inglesas en Alemania, y aunque tiene una amante joven, LeCarré nos ahorra su habitual virilidad romántica para presentarla como una persona deliberadamente aséptica (y por lo tanto, creíble).  

La novela transcurre entre los 60 - la década en la que los esfuerzos novelísticos de LeCarré se consagraron - y los 80 - su canto de cisne artístico. En esas décadas, Mundy, infatuado por su amigo absoluto Sasha, ejerce las labores de espía triple: para la Stasi junto a su gran amor y enemigo íntimo Sasha, el British Council-MI6 y la CIA. Pero de esos engaños no sucede una revelación sobre la Guerra Fría (y el mundo, en general y su estado en la Historia, en particular) sino una elipsis (poderosísima) que habremos de reconstruir hacia el final, cuando reencontrado con Sasha, Mundy deba decidir si participa (o no) de un nuevo acto revolucionario mientras la geopolítica, porosa, se mueve entre el reciente triunfo liberal y relaciones entre débiles que desean ser fuertes y fuertes que se ceban con los débiles.

A diferencia de sus novelas previas, el final de Amigos Absolutos no es la traición última, ni tampoco la tragedia que precede al colapso. El final de la obra es sencillamente patético: el protagonista muere porque su desconcierto le lleva a ser engañado (dos veces) por pardillo y porque no ha entendido, ni siquiera remotamente, los códigos de sus viejos traicionados ni de sus antiguos jefes. Como el propio LeCarré, Mundy muere porque ya no hay lugar para dobles ni duplicidades: solo para una estupidez líquida que va costando vidas, al tiempo que con retóricas (acaso el diálogo que más veces oye el viejo Mundy es "¿realmente te crees tu retórica"?) nunca se sabe bien quien habla o de qué. 

Es un final casi beckettiano y también la última gran novela de un artista que, forzado a dejar sus poderes cual Prospero, se propuso un encantamiento no para retener solamente sus glorias sino para enfrentarse a la bruma de la que no habría de huir, como el naufragio que trae el fin de sus días. Y por eso es, también, el más emocionante testamento artístico de un maestro.