E.T. (1982, Steven Spielberg)
Una película que he visto tantas veces puede dar poco que hablar, pero no voy a ser tan evidente: que si la presunta copia de Rambaldi hacia un dibujante español, que si Drew Barrymore explicando que tenía un grup punk en el casting de Spielberg, e
tc. Anécdotas hay miles y como entiende, a ratos, la mala cinefilia no está bien emplearla en la crítica, pero si es jugoso hacerlo para descubrir las otras historias de rodaje. Pero eso es conversa entretenida, no análisis. Particularmente de la película de Spielberg me entusiasma su poética: hasta Keys, los varones adultos tienen poco sitio en Spielberg, un detalle muy significativo para reeditar su historia de abandono. Quizá el momento más logrado pasa inadvertido: al gag del alienígena y Elliot conectados, con la mirada borracha del niño hacia su compañero, una relectura de The Quiet Man (1952, John Ford) que el alienígena ve y Elliott protagoniza. ¡Qué gran metáfora inconsciente del proceso creativo de Spielberg! Un espectador que reedita en los contextos más inauditos. El cierre, con un plano de detalle anclado en los pies coquetos y felices de la niña recién besada, sugiere una forma de plano memorable que sólo puede hacer Spielberg. Después, mezclando el Día de los Trífidos, The Twilight Zone e
incluso las viejas películas de Quatermass, Spielberg nos convence de que hay algo milagroso en las despedidas y en la asunción de la pérdida. Más no le puedo a pedir a una película tan excepcional, capaz de sacar brillo a un alien con un detalle tan insignifcante (y de nuevo inconscientemente sincero) como el de nuestro protagonista bajito leyendo Buck Rogers para aprender como puede regresar: que la cultura pop es la respuesta, el material sobre el que Spielberg forma sus imágenes más perdurables y proyecta su visión suburbial y grandilocuente de la vida.
Las aventuras del barón Munchausen (The adventures of Baron Munchausen, 1988, Terry Gilliam)
Está muy claro: Big Fish (2003, Tim Burton) falla en todo lo que Terry Gilliam triunfa. Uno lo ve claro, además, si está interesado en la consistencia de la poética de los cineastas que se declaran partidarios, obvios, de la fábula sobre la realidad. Burton usa una excusa sentimental, el padre ausente y desaparecido, absolutamente spielbergiana, pero que también patalea toda su obra y también marcó su vida. Sin embargo, aclaremos una cosa: en Spielberg este hecho sirve para catalizar las tristezas y unirlas a una visión del mundo forjada entre el cine espectáculo de David Lean y la épica americana de John Ford, among others. Burton nos gusta primero por ser un anárquico delicioso y estético (cfr: Vincent; Beetlejuice; Mars Attacks), un cineasta absolutamente plástico como ya explicó en su día Jordi Costa. Su discurso en Big Fish no podía ser más conservador, más enervantemente sencillo: la fábula/la mentira es, al final, mejor que la realidad/los errores del padre. En Munchausen se usa esta idea, pero bien: Gilliam viene de Mélies y uno puede verle festejando a Fellini en la rarísima y chiflada É la nave va. Su barón munchausen ejerce de guía, algo paternal también, de una infante y devuelve a un pueblo la capacidad de gestionar las fábulas (El poder, en suma) a través de un recopilatorio de hazañas que revivirán rescatando a sus legendarios
ayudantes. Todo en esta película es excesivo, pero su textura es única, sus actores multiplicados excepcionales y su discurso, prologando justo donde empezó con la sátira de Jabberwocky y Brazil, rico y dispuesto a releer a Boticelli, como para convencernos de que los soñadores no son meros arquetipos de mentirosos entrañables (ideal para conformistas), sino peligrosos en cuanto a desmontan los relatos oficiales del Poder y les devuelven la inventiva, la tradición, al Pueblo. La cultura como alquimia, como prefiere verlo Ignacio Echevarría cuando nos explica a Walter Benjamin.
Instinto Básico (Basic Instinct, 1992, Paul Verhoeven).
Con trece años, desprecié (a medias) esta película. Tener reciente Vestida para matar, película que revisaría demasiadas veces ese año, fue malo. En aquella época yo entendía la posmodernidad
a la manera de Palacios y Cantero, y para mí Vestida para Matar era el pastiche hitchcockiano definitivo, maestro mientras que en el guión de Joe Ezsterhas todo era trampa para mi disgusto, sin mayor gracia, más allá de Sharon Stone.
¡Ay! Ahora pienso distinto, por suerte. Sigo pensando que DePalma es un genio, un explorador del lenguaje y que Vestida para Matar es un trabajo importante: en estructura, en planificación, en interpretación, en autoindagación. Pero DePalma ordena los fragmentos Hitchcockianos y los absorve, no hace lo mismo Verhoeven, que es un artista que se gana a pulso el adjetivo de visceral con toda su maravillosa carrera entre Europa y Hollywood. Verhoeven confesaba en una entrevista inolvidable firmada por Antonio Trashorras que pasó de venerar e idolatrar la Nouvelle Vague a centrarse casi exclusivamente en la figura de Hitchcock. No hace falta ir muy lejos para ver que Desafío Total e Instinto Básico son, esencialmente, perversiones sobre Con la muerte en los talones y Vértigo. Pero con Verhoeven no todo es tan sencillo: sólo él podía convertir la película modélica de Hitchcock sobre el falso cupable y la set piece más chiflada que la anterior en un relato de chifladura metafísica, gracias a la base de Philip K. Dick, y sólo él se atrevería a remakear la cima del cineasta inglés en clave de novela baratísima, de guión lleno de diálogos memorablemente macarras (es el barroco del doble sentido, del pulp de cuarta). Como siempre, nunca es tan fácil. Instinto Básico es, en realidad, una prolongación feminista y deliciosa de El Cuarto Hombre restando a Cristo de la ecuación dejándolo todo en manos del sexo. Es, como todo Verhoeven, un duelo. Uno con su propia y citada película de los ochenta. Uno con Jan de Bont, con el que compone otro trabajo memorable y filtrando a Caravaggio. Uno con Sharon Stone. Uno de Sharon Stone contra Jeanne Tripplehorn, como dos turbias mujeres fatalmente predestinadas. Y el suyo contra Hitchcock, del que aprende su poesía fantasmal y la convierte en lujuria necrófila, adictiva, contagiosa. Esta es una película pluscuamperfecta, cosida desde lo bajo y elevada por el fascinante triángulo entre DeBont, Stone y Verhoeven que convierten un thriller noventero en un giallo intermitente y en una carnal historia sobre la cercanía estrechísima del Amor y la Muerte. Vamos, una excelente lectura de lo que yacía tras Vértigo.