Toy Story 3 (2010, Lee Unkrich)
Como toda persona nacida en 1988, lo mío con Toy Story 3 es generacional. Quiero decir, sentimental. Tenía la edad de Andy cuando entré en la sala de cine. Recuerdo perfectamente ver el tráiler antes de la épica El rey León. Recuerdo perfectamente alucinar como Woody con el plano de Buzz llegando a la cama del niño ya en la sala de cine y ya el día de su estreno. Recuerdo esperar a los juguetes y verlos tras la puerta para ver si en ellos había una vida privada. Recuerdo, y de esto no hace demasiado, redescubrir las películas en una clave existencial: el gran momento de poesía de Pixar cuando Buzz Lightyear se rompe. Es un momento profundo por dos razones: la primera es que el juguete se descubre objeto y no sujeto. La segunda, todavía peor, es que se descubre juguete en masa, se descubre relato publicitario y por lo tanto, carente de memoria real. La memoria, por cierto, es el tema rector de la trilogía, la memoria de los objetos, a la manera de Benjamin y encuentra una solución satisfactoria y perfecta en esta entrega.
Recuerdo pensar que en Toy Story estaban contenidas muchas de las películas de Pixar. La búsqueda del Hogar perdido (Buscando a Nemo), la dislocación del monstruo como alguien simpático (Monstruos S.A.), el superhéroe destruido por la normalidad (Los Increíbles), etcétera. Aclarado lo sentimental y puntualizado los motivos por los que conviene seguir viendo esta trilogía, no creo exagerado juzgar su última parte como una obra maestra.
Empieza capitalizando (hasta el infinito y más allá) aquella sentencia de Orson Welles, la del cine como el tren eléctrico más caro de mundo, y lo hace, precisamente, con un tren y un sinfín de géneros, con el atrevimiento de la apropiación que se desvela pronto poética propia e intransferible. Es apropiación hasta tal punto que reviste de un nuevo sentido las frases que los niños recitaron con entusiasmo en la primera entrega: Hasta el infinito y más allá; Hay una serpiente en mi bota; Somos los juguetes de Andy. Con el final descubrimos que esta saga no era la historia de unas sucesivas odiseas de vuelta a casa, sino el fragmento de vida de unos juguetes que fueron un día de Andy. Al final resulta imposible no rendirse ante el goce de estar triste, por decirlo en palabras de Borges, porque los juguetes, sin romperse, son lo más parecido al desafío a la muerte, a lo perdurable jamás creado. La memoria, la que puede prolongarse más allá de los dueños y reunirlos a todos, nos dice la película y lo hace con épica doméstica, aunque estamos en una película de la última etapa del estudio, una película en la que basta una mirada y un gesto para lanzar una mirada a la muerte, a la posibilidad de morirse y de hacerlo de alguna manera.
Quizá sea menos escalofriante que su triste segunda entrega, casi un tratado sobre muerte, abandono y vida eterna en los objetos, pero no es menos imaginativa, está tan bien dirigida como era de esperar en una película de Pixar, incluso más, se permite imaginería daliniana (¡ese señor patata deconstruido!), cachondeo a costa de Mattel y la naturaleza de Ken (y una desternillante escena de tortura protagonizada por Barbie), síntesis inmejorable del cine carcelario (Fuga de Alcatraz; La gran evasión, etc.) y corrección inmejorable de algunos personajes de la segunda entrega: al abandono de Jessie, le sigue el escalofriante reemplazo de Lotso, o la tragedia del juguete en serie, otra vez, y al entrañable viejo Walt le sigue el citado Lotso, mutado en villano que no quiere ser objeto de coleccionista sino habitante de un cielo eterno sin dueños, pero con infantes que juegan siempre pues son anualmente renovados. Debe admitirse la similitud con la entrega anterior, más inhóspita, pero también la diferencia: a Lotso no le horroriza el abandono tanto como el dolor de ser reemplazado, de no ser único. La creación de su paraíso artificial no responde al olvido sino a la derrota y su rabia pretende vencer al tiempo. Los objetos son su dueño y el dueño debe ceder el testigo. Casi como si fuera el final de Lost, los juguetes de TS3 han decidido que la memoria es ahora nuestra, conscientes de los quince años que separan la primera de la tercera entrega y del relato sentimental presente en muchos espectadores.
Lo que toca ahora, creo, es revisitarlas una y otra vez.