jueves, mayo 24, 2018


Porque la golondrina no hace verano, ni un solo día, y así tampoco hace feliz un solo día o un poco tiempo.

Aristóteles. Ética a Nicómaco. Versión de Julián Marías y María Araujo.

Pero el ingenio o la ironía para un chico como el Sueco es como si le sujetaran su columpio, pues la ironía es un consuelo humano y está fuera de lugar cuando uno se desenvuelve como un dios.

Philip Roth, Pastoral Americana. Traducción de Jordi Fibla.

No hay nada que pueda llenar tanto a una persona como los celos. La muerte de la madre de Kamila, hace un año, fue sin duda una desgracia mayor que cualquiera de las aventuras del trompetista. Y, sin embargo, la muerte de mamá, había sido menos dolorosa, aunque Kamila quería a su madre enormemente. Aquel dolor fue misericordiosamente multicolor: había en él tristeza, nostalgia, emoción, autorrecriminación (¿había cuidado suficientemente de ella?, ¿no la habría desatendido?) y serena sonrisa. Aquel dolor fue misericordiosamente disperso: los pensamientos iban del féretro de la madre a los recuerdos, a la propia infancia, incluso más allá, a la infancia de la madre, se desplazaban hacia decenas de preocupaciones prácticas, se desplazaban hacia el futuro que permanecía abierto y en el cual, como consuelo (sí, fueron un par de días excepcionales, durante los cuales él fue para ella un consuelo) se hallaba Klima.

Pero el dolor de los celos no se movía en espacio alguno, daba vueltas como un berbiquí alrededor de un solo punto. No había dispersión alguna. Si la muerte de la madre abría las puertas al futuro (un futuro distinto, más huérfano pero también más maduro), el dolor producido por la infidelidad del marido no abría futuro alguno. Todo se centraba en una única (inmutablemente presente) imagen del cuerpo infiel, en un único (inmutablemente presente) reproche. Cuando mruió su padre, podía oír música, podía incluso leer; cuando tenía celos no podía hacer absolutamente nada.

Milan Kundera, La despedida. Traducción de Fernando Valenzuela.

viernes, febrero 09, 2018


En el brillante sol de la tarde uno veía que su piel ya no era como los lirios blancos, tenía el matiz de marfil de las gardenias que empiezan a marchitarse. La mata de negro azulado parecía más que nunca demasiado abundante para su cabeza. Tenía arrugas, y cierta nueva tirantez en las comisuras de la boca. Pero lo asombroso era cómo estos cambios podían esfumarse en un instante, borrarse por completo con un destello de personalidad;  y uno lo olvidaba todo de ella menos a ella misma.

Willa Cather, Una dama extraviada. Traducción de Ismael Attrache.