miércoles, julio 09, 2014


Esos valores se transfieren inevitablemente de la vida a la novela. Este libro es importante, da por sentado el crítico, porque trata de guerras. Este otro libro es insignifcante porque trata de los sentimientos de las mujeres en un salón. Una escena en un campo de batalla es más importante que una escena en una tienda      - en todas partes y con más sutileza la diferencia de valores persiste-. Toda la estructura, por consiguiente, de la novela de principios del siglo XIX había sido ergida, si se era mujer, por una mente algo desviada de lo recto, y obligada a alterar su clara visión en obsequio de una autoridad externa. No hay más que ojear aquellas viejas novelas olvidadas y escuchar el tono de voz en el cual fueron escritas para saber que la escritora está enfrentándose con la crítica; ella decía tal cosa para agredir, tal cosa para conciliar. Admitía que era "sólo una mujer", o afirmaba que "valía tanto como un hombre". Salía al encuentro de la crítica según su temperamento, con diferencia y docilidad, o con enojo y énfasis. No importa cuál de los dos; estaba en otra cosa que en la cosa misma. Su libro se nos viene encima. Había una falla en el centro. Y pensé en todas las novelas escritas por mujeres que yacen desparramadas, como manzanas picadas en una huerta, por las librerías de viejo de Londres. Es la falla del centro lo que las ha podrido. Ella ha alterado sus valores en obsequio a la opinión ajena.

Virginia Woolf, Un cuarto propio. Traducción de Jorge Luis Borges.

-Sea como fuere, hace ya tiempo que desapareció de mi vida, gracias a Dios.

-Pero ha vuelto. ¿Sabes que eres un criticón, Bradley?

-Lo que ocurre es que hay ciertas cosas que censuro.

-Lo de censurar está muy bien. Pero no debes censurar a las personas. Eso te aísla.

-Precisamente lo que pretende es aislarme de personas como Marloe. El que uno sea una persona en el amplio sentido de la palabra es cuestión de establecer límites y trazar una raya y decir que no. No quiero ser un pedacito nebuloso de ectoplasma flotando por las vidas de los demás. Ese género de vaga compasión hacia todo el mundo excluye la verdadera compasión hacia nadie.

-La compasión no tiene por qué ser vaga....

-Y excluye toda verdadera lealtad.

-Uno debe conocer los detalles. A fin de cuentas, la justicia...

-Detesto el parloteo y el chismorreo. Uno debe morderse la lengua. Incluso a veces no pensar en los demás. Los auténticos pensamientos brotan del silencio.

-Bradley, eso no, por favor. ¡Escucha! Lo que yo estaba diciendo es que la justicia exige detalles. Dices que no te interesa la causa por la que fue suspendido del ejercicio de su profesión. ¡Pues debería interesarte! Dices que es una especie de granuja. A mí me gustaría saber de qué especie. Está claro que no lo sabes.

Haciendo grandes esfuerzos por dominar mi irritación, dije:

-Me alegré mucho de poder liberarme de mi mujer, y él también se esfumó. ¿Es que no lo entiendes? A mí me parece bastante sencillo.

-A mi me ha caído bien. Le he dicho que viniera a visitarnos.

-¡Díos mío!

-Pero, Bradley, no debes rechazar a las personas, no debes descartarlas. Debe inspirarte curiosidad. La curiosidad es una forma de caridad.

-No creo que la curiosidad sea una forma de caridad. Creo que es una forma de malicia.

-Eso es lo que hace de alguien un escritor, el conocer los detalles.

-Puede que haga de alguien que tú entiendes por ser escritor. Yo no opino igual.

-Ya estamos otra vez....- dijo Arnold-

-¿Por qué acumula un amasijo de detalles? De todos modos, cuando uno empieza realmente a imaginar algo, debe olvidarse de los detalles, te estorban. El arte no es la reproducción de cosas sueltas sacadas de la vida.

-¡No he dicho que lo fuera! - protestó Arnold-. No me baso en la vida real.

-Tú mujer así lo cree.

-Ah, eso. ¡Dios!

-La cháhchara inquisitiva y el catalogar las cosas que uno observa no es arte.

-Claro que no lo es...

-El vago y romántico mito tampoco es arte. El arte es imaginación. La imaginación cambia, se funde. Sin imaginación sólo te quedan absurdos detalles por un lado y sueños vacuos por otro.

-Bradley, sé que tú....

-El arte no es cháchara más fantasía. El arte brota de una infinita contención y silencio.

-¡Si el silencio es infinito no hay arte! Son las personas sin dotes creativas las que afirman que más significa peor.

-Sólo debe completarse algo cuando nos sintamos condenadamente afortunados de poseerlo. Los que sólo hacen lo que resulta fácil nunca se verán recompensados por...

-Zarandajas. Yo escribo tanto si me apetece como si no. Completo cosas, tanto si me parecen perfectas como si no. Todo lo demás es hipocresía. Y no tengo musa. Esto es ser un escritor profesional.

-En tal caso, doy gracias a Dios de no serlo.

-Tú eres un quejica impenitente, Bradley. Tú romantizas el arte. Lo enfocas de una manera masoquista, quieres sufrir, quieres sentir que tu incapacidad es continuamente significativa.

Iris Murdoch, El príncipe negro. Traducción de Camila Batlles.

miércoles, julio 02, 2014


Quitar las ganas de hablar

Los mecanismos que desarman nuestra palabra se han perfeccionado de tal modo que se ha hecho innecesario prohibirnos hablar. El control que se ejerce sobre los discursos no ha desaparecido si no que ha cambiado de forma: abarca ya una extensión grande, se camufla en lo cotidiano, se hace imperceptible. La estrategia depurada no poda las armas sino que quema la raíz.

Si despolitizar es el más antiguo de los trabajos de la política - como afirmó en su momento Rancière -, quitar las ganas de hablar es la forma más extendida de censura y supresión del discurso. O bien sentimos que no tenemos nada que decir (que no hay nada nuevo o relevante que no haya sido ya dicho y merezca nuestra intervención) o bien no nos sentimos con capacidad de decir nada (al no cumplir las condiciones que nos convertirían en hablantes competentes).

Cuanto más acotadas están las posiciones desde las cuales es autorizada la emisión de un discurso, mayor es el control ejercido sobre el mismo, más desarmada está una palabra antes de ser pronunciada. Actualmente oscilan entre la autoridad del lenguaje experto y la mera opinión a la que se ven reducidos los juicios de valor de unos espectadores cuya capacidad de interlocución sencillamente no se contempla. Al mismo tiempo, cada vez con mayor frecuencia nos vemos obligados a responder a unas preguntas que no nos hemos formulado. Ante nuestro asombro las respuestas que se nos reclaman son llamadas decisiones y se dice que son nuestras. Pero sabemos bien que una decisión no tiene nunca la estructura de una respuesta.

El aprendizaje basado en la dinámica de pregunta y respuesta, en pedir y dar la palabra, forma parte de la estructura de docilidad que hemos interiorizado desde la infancia. La verdadera construcción del conocimiento nunca tuvo su origen en las respuestas dadas a preguntas ajenas, sino en el modo en que nosotros mismos interrogábamos la realidad. Nuestras conclusiones más nítidas tuvieron lugar en un espacio de interrogación sin intermediarios. Seguir manteniendo un espacio propio para relacionarnos de una forma directa con lo que nos concierne es necesario para poder pensar y a la vez para mantenernos a distancia de la figura de meros espectadores o encuestados.

Los mecanismos que hacen de una opinión una opinión autorizada reparten verdad, consistiendo y censurando, oyendo y desoyendo razones, argumentos, palabras, anclándonos en unas relaciones de asimetrías de las que nos resulta tan difícil como necesario salir. Poder decir hoy pasa, entonces, no por el reconocimiento de la nuestra por opinión autorizada ni por cambiar sin más de tema en una lista cerrada de ellos, sino por imponer los nuestros propios, de otro modo, nuestra vida en el lenguaje. Nuestra necesidad más viva es esta: abrir espacios de enunciación que no sean los prefijados, hacer posible una toma de la palabra desde un lugar que no sea el del experto o el del encuestado. La palabra que espera ser tomada no es aquella que nace con la conciencia de la carencia de conocimientos sino la que identifica desde un principio la inadecuación entre lo que se piensa acerca de una cuestión y los mecanismos que determinan qué enunciados están permitidos y cuáles excluidos para referirse a ella (bien por inasimilables, bien por incomprensibles). Estos mecanismos son los que constriñen la palabra y encauzan nuestro pensamiento. Se nos presentan pronto en las memorizaciones de las frases impresas en unos libros de texto desconectados con lo que nos sucede. No es algo trivial. Que los temas y preocupaciones que nos concieren no figuren sino anecdóticamente en los libros de estudio reforzará la tensión entre nuestras preocupaciones y nuestros conocimientos, nuestra vida y el saber. Pero en realidad la materia vivida es el tamiz que nos permite filtrar e incorporar lo que aprendemos en la escuela y en los libros. En ella comienza el ejercicio constante de traducción y contratraducción en la que consiste nuestra educación, educación que será mejor tan sólo en la medida en que nos ayude a ampliar nuestra capacidad para hacer nuevas y renovadas conexiones e interpretaciones allí donde todo parece destinado a ser ajeno, distante o inapropiado

Noelia Pena, El agua que falta