martes, diciembre 23, 2008

La iglesia del tiempo

JCVD (Mabrouk El Mechri)

Jean-Claude Van Damme se somete a un riesgo interpretativo que le permite una filmografía tan heterodoxa y libre como la suya: el de hacer una película todavía más autoral y arriesgada que El último gran héroe, mucho más intimista que Adaptation e incluso una resurrección de una muerte menos furbiunda y triste que la de Pulp Fiction con Travolta. JCVD no es una dignificación, sino un film confesional, algo bien distinto: no quiere, a la manera de McTiernan, ni siquiera de hacer una apología libérrima sobre significados, sino que lleva su cuestionamiento a un grado todavía más moral.

La filmografía de Van Damme está enteramente basada en su indudable y portentoso potencial como artista marcial, en su clásica e irrepetible patada que le convertía en el actor perfecto (expresión pocas veces utilizada sin ironía para referirse a él) para encarnar a cyborgs de diverso pelaje (desde el más literal de Pyun hasta el supersoldado postCameron del sensible Emmerich), las versiones evolucionadas y sofisticadas del arquetipo del outsider (puede que su favorita en los noventa y con muchas variaciones) y también a luchadores abnegados. El debut de Mabrouk El Mechri lejos de demostrar que existe una lectura (toda una tentación plausible en la escena inicial del videoclub, bien resuelta) renovadoramente posmoderna para estas películas se dedica a componer una nueva y renovada mitología para el actor para terminar hablando, a la forma de Bergman del que hereda hasta esa pasión por el primerísimo plano dolido y casi arrebatador y la interrupción narrativa por vocación introspectiva, de sí mismo o sea, de la metafísica de los hombres. JCVD es la historia de un hombre que no sabe como reaccionar a sí mismo, ni como percibirse y se siente sobreexpuesto, es la odisea, en formato de película de atracos a la Tarde De Perros (de la que hereda su narración basada en la recepción mediática y esquiva su intimidad entre personajes para poner énfasis sólo en el personaje), de reencuentro de un hombre abatido como padre. Como figura, por primera vez, con un rol más allá del set de rodaje.

Mabrouk El Mechri ha debutado con una película llena de una extraordinaria delicadeza: no podría haberse filmado antes, porque mejora los logros de Smith y los resuelve de una forma más meditada en una escena inicial con dos personajes secundarios hablando sobre los villanos en el cine de acción de los ochenta (y repitiendo una biografía popular de Van Damme como identificación), añade gotas de humor insuperable a la autoficción de su premisa ("Le han dado el papel a Steven Seagal. Se ha cortado la coleta" / "John Woo… pasa de ti ¿eh?") que se quedan en anécdotas al observar su estructura narrativa, divida en refranes (a la manera de los tableaux de Vivre Sa Vie) y con ciertos desordenes más propios del Tarantino de sus dos primeras películas. No se duda, pues, del riesgo tomado por Mechri, pero una de sus decisiones es cuestionable: en su empeño de explicarlo todo (incluso cuando el público ya lo supone), sus cambios de perspectiva funcionan cuando describen al personaje y como se siente (en ese aspecto es magnífica la repetición desde dos ángulos del momento de la cámara de fotos), pero pierden auténtico fuelle cuando regresan al atraco y tienen que describir a sus secundarios, correctos pero sin toda la vida que tiene su personaje central y catártico de toda la acción. De igual modo, cuando Mechri narra el final del atraco: la muerte del líder de los atracadores, deudora incluso en planificación al clímax con disparo de Fight Club, consigue aliento poético pese a verse forzada por la deuda visual, pero el cineasta parece más cómodo cuando incluso la música habla por él: el plano del fan ético que termina muerto a ritmo de None of Us are Free (versionada por el propio director según la cancionzaca de Solomon Burke, decisión nada casual en el hecho de darle fuerza) sugiere una carga existencial mayor incluso que la del epitafio del muerto. También postTarantiniano es el ya clásico momento de la patada (un gran ejemplo de imposibilidad narrativa modelado en los logros explorados en Death Proof) en que Van Damme es incapaz de cumplir su último sueño redentor.

Prolijo en largos planos secuencia, en su juego con la realidad también hay, al menos, un triunfo en el inicial nunca coquetea con esos dos esbozos que tiene el audiovisual para representarse a si mismo: el de la exageración perfeccionista y el del giro puramente cómico. La textura de la película ayuda, por una parte, a que creamos que se trata, efectivamente, de un ambicioso film de un director asiático (¿una coda a los hipervitaminados cineastas hongkoneses con los que ha trabajado Van Damme? ¿Un guiño paródico a Park-Chan Wook? Seguramente ambas cosas) y también un rodaje por su movimiento lateral, distanciado y su falta de diálogos. La caída del decorado no es una revelación, sino una frustración, un fracaso de su personaje, algo que el metacine no acostumbra a ofrecer de una forma tan delicada. Otro momento destacable es el travelling circular rodado a ras del suelo en el que el líder de la banda se desplaza enfadado de un lado a otro de la oficina y la cámara no se mueve desde la perspectiva del rehén, de la cotidianeidad secuestrada. También es reseñable el esfuerzo de Mechri por devolver a las tomas de grúa cierta lógica, con una bien rematada toma del aeropuerto que no se limita a ser funcional sino que busca también cierto aliento atmosférico incidiendo en que ya sabemos lo que ocurrirá.

Triunfa El Mechri al coser en ese último plano, mudo y bergmaniano, el nacimiento de un hombre, superando la propia película (su ficción) a ser un mero juego metalingüístico y ello supone, al final, su gran virtud: que tras una propuesta que pudiera parecer de testamento para fans, se esconda un debut tan esquivo y heterodoxo lleno de vida.

8 comentarios:

Anónimo dijo...

A mí me parece que Godard sigue teniendo hijos-nietos. Y me parece bien.

Trash.

sesi dijo...

La DISFRUTÉ en una sesión maratoniana en Sitges, en la que, por cierto, también se proyectó el remake de Largo Fin de Semana. Ésta última la auténtica estrella de la fiesta XD

Roberto A. O. dijo...

mi escena del año para Miradas sale de aquí, y la lectura será interesante. Ya lo leerá.

Saludos

Anónimo dijo...

Con JCVD me he reenamorado de Van Damme, y mi orgullo belga (mi señora madre es de ahí) se ha hinchado. Al margen de las memeces que se han dicho sobre el grado experimental del film, está impregnado de una calidez y una cercanía muy sanas. Godard era un frío de cojones, eso lo sabemos todos.

Ryu_gon dijo...

Los que dudaban de las cualidades interpretativas de Van Damme tienen que ver esta JCVD, porque realmente el hombre se sincera con una expresividad que muchos creían inexistente en él.

Por lo demás, una de las películas del año, que sabe jugar con el metalenguaje de una forma aplastante, y que se empapa de una cierta comicidad en los momentos justos.

Una cinta obligada.

Mycroft dijo...

Yo también veo a godard, pero lo veo como un director joven, enmendando a godard, leyendole la cartilla: Tu final de la escapada era así, era asá, y de ese modo, sin autoindulgencias ni ínfulas de artista, hubiese sido mejor. Ah, Van Damme dandole la patada a Belmondo, dulce venganza.
Una de mis pelis favoritas del año.

Rain dijo...

Hola. Pondero este post porque toca diversos puntos, no sólo es una incursión cinemastográfica sino que se nota la mirada amplia. Donde va lo filosófico y lo social, todo integrado. En este post esos puntos son relevantes.

Respecto a Godard, no puedo defesnestrarlo. Forma parte de una aprendizaje, un sedimento. Así que reconocer lo vasto que aquí encuentro, no me aleja de algunos referentes. Tan sólo lo señalo.
Cuenta este blog como un registro al que acudir sí o sí.

Y es un agradecimiento, también una manera de aproximarme siempre a lo que interesa potencialmente.

Salute.

Rain dijo...

Cinematográficamente.