jueves, noviembre 17, 2011

El maestro y la margarita (I)

Algunas grandes novelas tienen un truco. Ni siquiera es un reparo. Podría llamarse un truco porque aceptando ese truco podemos apreciar sus virtudes sin la exuberancia de toda admiración inicial. Excepto algunas, pocas, selectas obras maestras. Y ni así. Me explico.: Don DeLillo funciona porque, esencialmente, cada maldita página es la historia fantástica de la visión de la cultura apocalíptica de Don DeLillo e incluso cuando veamos la paranoia a través de otros personajes (ya sea Eric Packer o, ehem, Lee Harvey Oswald) será DeLillo quien nos lleve la visión de la cultura. Rodrigo Fresán hace de ello un método - más difícil - y Pynchon narra la disolución del sujeto - con lo cual se hace improbable. ¿Y Woolf? Para Woolf hay una audacia más fantástica: la conciencia de la Señora Dalloway, tan diferente a la desdoblada conciencia de su Orlando. Se me ocurre una obra maestra: Los detectives salvajes donde la conciencia se multiplica en mil lenguajes y un relato (generacional). Dudo de Ana Karenina. Otra más: Desgracia de Coetzee donde el retrato y la narración no limitan a sus personajes sino que los expanden.

Dice Sloterdijk que Freud, Marx y Nietzsche son la trilogía de pensadores que lo cambiaron todo poniendo en evidencia las estructuras de opresión. Es verdad. Y tiene mucho sentido que El maestro y la margarita sea una gran sátira soviética que transcurre paralela a la historia de un Jesucristo y un Demonio, disfrazado de mago, en la que se pone en evidencia tanto esa petición que hacía Sloterdijk de leer Marx al margen de sus intérpretes como de la importancia de esa trilogía. Porque la novela es crítica con todo el poder. Sospecha y no termina. Fariseos son todos, desde esos soviéticos que guardan el dinero en caja fuerte, desde la pedantería del poeta y del crítico literario siervo del sistema hasta ese Poncio Pilatos y sus secuaces, todos deformes herejes, hasta nosotros mismos, los lectroes, agredidos por ser todavía creyentes en la historia de Jesús e infravalorar a un antagonista que reclama aquí su protagonismo, Don Diablo.

Pero el truco. El truco es que no hay conciencia en sus personajes, a los que se le concede el destino de ser indudables idiotas. El modelo novelístico no es Flaubert, sino Stendhal. El paseo, por supuesto, no tiene ya esa ironía urgente de una descripción de costumbres sino el halo alucinado de un mundo de poder en el que existe la censura. Cada capítulo es una excusa para desplegar su imaginería grotesca y brutal. Completa. Tampoco hay gran estilo, aunque a esto debo yo la disculpa, que leo la traducción y no el original, apreciando los evidentes coloquialismos y las gráciles ironías de su narrador, un redundante feliz y juguetón con el lector.

1 comentario:

Dimas Prychyslyy dijo...

Es "El Maestro y Margarita" como nombre propio, no como la flor margarita