sábado, enero 25, 2014

  
                                                                                                                            
                                                                                                               Madrid, 17 de Mayo de 1965

Querida Carmiña:

Lo cierto es que el saber viene en nuestra ayuda en muy raras ocasiones. Desde la infancia hemos adquirido un saber - distinto del saber profesional y de aquel puro objeto de goce que interesa al sabio- en la confianza de que un día nos habrá de servir para ayudar a resolver una situación ante la que no hay experiencia. Pero ocurre que muy raras veces esa experiencia coincide con un dato del archivo y toda esa acumulación de conocimientos se demuestra inaplicable, gratuita y ociosa. Es siempre el análisis de la experiencia lo que puede arrojar cierta luz; todo lo demás es un hábito - apenas transmisible ni codificable-, una manera de ver las cosas que sólo en cuanto método sirve para aproximarse a las - como iría tu buena amiga- nuevas vivencias. ¡Horrible expresión! Pero la he empleado a propósito: cuando nuestros jóvenes y pedantes conocidos la emplean con tanto énfasis están inconscientemente traduciendo la enorme alegría que les debe producir vivir una cosa nueva; nacer a ella y - sobre todo - con ella, descubrir un algo oculto de nuestra persona que había pasado desapercibido y que se pone de manifiesto con la nueva situación. Y ahora yo te pregunto ¿pero es que hay esas nuevas vivencias, esas neuvas situaciones? Yo no las veo por ninguna parte. Me malicio que cuando nos reímos de la expresión, lo que ocurre es que nos estamos burlando del significado. Y sucede que en cuanto a vivir, disfrutar, padecer, nos queda bastante poco que aprender. Pongo el acento sobre el carácter emocional de la acción. Porque con todo lo que queda por contemplar; todas las personas que - todavía- se pueden y deber conocer; los libros que hay que leer, los paisajes que visitar, la música que oír (y la comida que echarse al cuerpo), con todo y con eso - y dejando aparte pequeñas variaciones de segundo orden que son las que pautan las diferencias con sus emociones humanas-, lo que todo ello nos va a procurar se va reduciendo, cada hora y cada día, a cosa pasada y conocida. Es una situación un tanto paradójica: el espíritu se siente saturado y - en cierto modo- envejecido porque conoce todo lo que el mundo le ofrece a su conocimiento; no es ni mucho menos así pero para no desmentirse ni tener que abandonar una posición en la que, aun con ser un tanto despectiva y despechada, ha encontrado acomodo, cuando el espíritu se encuentra con algo nuevo gusta de referirlo al sumario de emociones conocidas, quizá con el fin de no tener que consumir la enorme energía que requiere toda sorpresa. De forma que llega un momento en que él mismo se configura una estructura en la que no caben las famosas nuevas vivencias.

Pero hay más: y es que, para no engañarse a sí mismo y evitarse el trauma que le produciría una tal contradicción - la inteligencia de la novedad de una situación que vendría a desmantelar un cierto y caro escepticismo basado en la fe en la experiencia-, el espíritu reflexiona y anticipa tales situaciones para no verse sorprendido en el momento de vivirlas. De forma que es para el hombre que no sale de su habitación para quien el mundo tiene menos sorpresas pero no por un ánimo cobarde que le impide salir de ahí y le prohibe conocer sino justamente por lo contrario: porque no sale para evitarse la molestia de enviar al cuerpo fuera y malgastar sus energías con lo rutinario y, en cambio, manda al espíritu a que explore por ahí fuera a fin de que le traiga exclusivamente lo que podría constituir una sorpresa en caso de vivir una situación inesperada. Y esos datos los almacena en un afán un tanto avaro: al espíritu le fascina resumir la emoción de un acto vivido, solamente presumido. Se dirá que eso lo convierte enseguida al patrón oro, lo reduce a su valor en lingote y lo almacena en una tenebrosa cámara que vigila día y noche y adonde sólo entra para inventariar su tesoro y para, de tanto en tanto, depositar una pieza más. Es lógico que, en esa situación, se preste muy pocas veces a contrastar el valor de sus divisas con la cotización real que se lleva en la calle. Un día resulta que sale a la calle y se encuentra con una situación que él conoce de sobra pero que no ha vivido: si no se produce la sorpresa sin duda volverá a casa satisfecho - satisfecho de su lucidez, de su previsión, de su capacidad de análisis, de su de su capacidad para la comprensión y para la reducción al patrón-idea de toda no-vivencia- pero amargado - porque, en definitiva, toda su economía estaba basada en que se tenía que producir la sorpresa. Nada le gustaría más que confesarse en ese trance: "Tenía razón cuando creía que esto traería sorpresas. Me equivoqué respecto a la naturaleza de ellas y en eso, justamente, radica la sorpresa". Pero lo que tiene que reconocer es justamente lo contrario: que al haber acertado sobre su naturaleza ha anulado su petició n de principio, y eso es lo que - tras satisfacerla - le amarga y le convence de que no existen novedades en el mundo en que vive, que no tiene otro valor que el que ha acumulado en su sombría caja fuerte. Todo esto es un galimatías pero ¿no tiene algo que ver con el oficio de novelar, de inventar y sacar sorpresas de lo que no se vivió?

Seguiré.

Juan

¿Qué te parece el nuevo lápiz?

Juan Benet / Carmen Martín Gaite, Correspondencia.

1 comentario:

Ainhoa dijo...

Sabes, llevo un mes a tope con Juan Benet. Incluso he leido 90 páginas de Volverás a región.