A veces, no solamente podemos ser permisivos con los lugares comunes sino que, contrariamente al deber manifiesto de contrariarlos, podemos aceptarlos un poquito. Por ejemplo, el lugar común asegura que, aunque ocasionalmente incisivo, la carrera tardía de David Cornwell, a quien recordamos por su exquisito nom de plume John Le Carré como se recuerda a cualquier otro buen amigo, es más bien fallida porque ha perdido el escenario que llevó a su imaginación a los lugares más artísticamente interesantes de sus esfuerzos.
El consenso del Le Carré tardío está sostenido por una admiración, más o menos moderada pero perdurable, por El jardinero fiel y no es difícil comprender las razones. En sus novelas previas, LeCarré nos ofrecía un grupo (el Circus) y un héroe gries (Smiley), cuando no lo que Belén Gopegui describe como "la elección entre dos bienes y dos males".
Pero no estoy del todo de acuerdo con el aprecio. En líneas generales, El jardinero fiel es una novela fácil para LeCarré y sus admiradores porque está escrita, como El sastre de Panamá, como un estudiado homenaje al maestro, Graham Greene, para un mundo más cansado y menos prevenido por sus ironías (precisamente porque son menos letales). Si El sastre de Panamá era Nuestro hombre en La Habana, El jardinero fiel es una variación del Factor Humano con África y un romance triste de fondo. Pero uno elige a sus maestro y sin embargo, parece que son los temperamentos los que le eligen: donde Greene es finalmente trágico, sin dejar de ser tierno y divertido, LeCarré es fríamente irónico, sin que sea fácilmente cínico. El jardinero fiel es una elegante comedia de desengaños matrimoniales bañada en sangre, pero su intrahistoria africana, de los abusos farmacéuticos cometidos en Kibera, lo cierto es que resulta asombrosamente pedestre. LeCarré nos dice, al cabo, que hay gente - en concreto, empresarios capitalistas - que mata por dinero, codicia o para ocultar otros pecados.
Es por esa razón por la que considero Amigos Absolutos su mejor novela posterior a la caída del Muro. No es una novela que me resultara obvia. De hecho, en una primera lectura consideré sus simetrías rígidas, casi obligatorias tras la maravillosa (y perfecta) Un espía perfecto. Pero lo que eludí en mi primera (y miope) lectura es que las simetrías de Amigos Absolutos no son obvias, simplemente accesibles en una (sorprendente) vulnerabilidad.
Una de las grandes limitaciones del Jardinero Fiel estaba muy bien disimulada, sucede con los mejores artistas, y por lo tanto, presentada a modo de ingeniosa premisa y obligación narrativa: el marido y viudo protagonista desvelaba, en su misterio, a una mujer, la aguerrida, comprometida y nada veleidosa compañera que acaba de perder, joven y vigorosa. Pero LeCarré no está del todo cómodo con el registro de una persona crecida en los años felices del Reino Unido: el personaje es tan acartonado que solo sus secretos nos permiten imaginarlo como alguien que no sea el entrañable dechado de grandes sentimientos.
En Amigos Absolutos, en cambio, LeCarré aborda literalmente su compleja situación artística en 2003, hasta el punto de crear al único personaje memorable desde que Smiley apagara la luz: Ted Mundy es alguien que no tiene ningún lugar en el mundo geopolítico depsués de la Guerra Fría. Ejerce de payaso en un museo de glorias añejas inglesas en Alemania, y aunque tiene una amante joven, LeCarré nos ahorra su habitual virilidad romántica para presentarla como una persona deliberadamente aséptica (y por lo tanto, creíble).
La novela transcurre entre los 60 - la década en la que los esfuerzos novelísticos de LeCarré se consagraron - y los 80 - su canto de cisne artístico. En esas décadas, Mundy, infatuado por su amigo absoluto Sasha, ejerce las labores de espía triple: para la Stasi junto a su gran amor y enemigo íntimo Sasha, el British Council-MI6 y la CIA. Pero de esos engaños no sucede una revelación sobre la Guerra Fría (y el mundo, en general y su estado en la Historia, en particular) sino una elipsis (poderosísima) que habremos de reconstruir hacia el final, cuando reencontrado con Sasha, Mundy deba decidir si participa (o no) de un nuevo acto revolucionario mientras la geopolítica, porosa, se mueve entre el reciente triunfo liberal y relaciones entre débiles que desean ser fuertes y fuertes que se ceban con los débiles.
A diferencia de sus novelas previas, el final de Amigos Absolutos no es la traición última, ni tampoco la tragedia que precede al colapso. El final de la obra es sencillamente patético: el protagonista muere porque su desconcierto le lleva a ser engañado (dos veces) por pardillo y porque no ha entendido, ni siquiera remotamente, los códigos de sus viejos traicionados ni de sus antiguos jefes. Como el propio LeCarré, Mundy muere porque ya no hay lugar para dobles ni duplicidades: solo para una estupidez líquida que va costando vidas, al tiempo que con retóricas (acaso el diálogo que más veces oye el viejo Mundy es "¿realmente te crees tu retórica"?) nunca se sabe bien quien habla o de qué.
Es un final casi beckettiano y también la última gran novela de un artista que, forzado a dejar sus poderes cual Prospero, se propuso un encantamiento no para retener solamente sus glorias sino para enfrentarse a la bruma de la que no habría de huir, como el naufragio que trae el fin de sus días. Y por eso es, también, el más emocionante testamento artístico de un maestro.
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