domingo, septiembre 11, 2022

Sobre la importancia

La escena transcurre así: yo veo por vez primera una producción de Hollywood de los 90, basada en los superventas judiciales del especialista John Grisham, con fascinación en VHS en casa de una amiga de mi madre. Ahí estoy yo, admirando un repartazo que con las marchas forzadas del doblaje, no puedo reconocer y sin embargo, me parece ya puramente carismático y siguiendo una trama repleta de giros pero cuyo contexto social y racial ni siquiera empiezo a vislumbrar. Las películas median, pero, en ocasiones, mediar significa también oscurecer. La película se llama The Chamber (1996) y el consenso crítico es bien sencillo. No es gran cosa, aunque tiene una media hora inicial llena de una inteligencia modesta que se ha perdido ya. Gene Hackman, que interpreta al reo a punto de ser ejecutado por un atentado terrorista que acabó también con la vida de unos niños, encuentra una oportunidad de salvarse en su sobrino (Chris O'Donnell) que además es un abogado brillante, de los que tanto le gustan a Grisham. La película la dirigió otro de esos cineastas deglutidos por el temible Hollywood de los 90, James Foley, que venía de realizar competentemente la versión cinematográfica de Glengarry Glenn Ross. Rodada en widescreen, da gusto ver el trabajo de localizaciones y cómo el protagonista se adentra en los secretos del sur que son también, en la oportuna metonimia, los de su família y los que separaron a su padre, que se suicidó, de su tío, que jamás mostró arrepentimiento de los crímenes cometidos. La película la escribió William Goldman y por lo que sabemos, lo cuenta en su segundo volumen de memorias, terminó a disgusto con el resultado. Es fácil verlo porque conforme avanza la trama, todo se hace muy forzado y ninguna caracterización es convincente. Ni siquiera el propio escritor de la novela superventas está demasiado contento pues admite que se apresuró. Y sin embargo, hay algo maravilloso de ver en la película. Quizás es la memorable interpretación de Faye Dunaway como la reinventada hija del asesino, ahora respetada socialité. Quizás es porque esos mismos instintos trash son explorados por la película sin ambición pero con una rara (e inconsciente) pulsión de lucha de clases: todo el tiempo, el conflicto racial aparece enmarcado en antagonismos económicos y libidinales, hay algo tremebundo. Eso no justifica la memoria o siquiera da razón de su importancia. Enfrentado a escenas fantásticas, como la del amanecer anhelado por el reo, Foley torpedea las escenas ¡y de qué manera! Enfrentado a un poderoso flashback, una suerte de trauma fundacional, Foley emplea los trucos más sensacionalistas y baratos del cine ¡y estamos hablando del subgénero fundado en cosas como El Cliente (1994) de Joel Schumacher! Sin embargo, esta clase de películas, sin mayor importancia, forman parte no meramente de una memoria sentimental (todos tenemos una y en la mía hay muchas pelis además de esta) sino también de una forma de vivir el cine más cotidiana, y frecuentemente negada, que no debe desdeñarse. Esta película termina prontisimo pero Gene Hackman está fantástico en todas las escenas, generalmente entre malas y mediocres, que le tocan a partir del segundo acto. Su interpretación es tan magnífica que ni siquiera parece un esfuerzo concreto por dar al personaje del asesino-con-motivos una motivación grandilocuente o precisamente, dar a la película....importancia. Es un trabajo profesional. 

 ¿Adónde han ido las películas sin importancia? Hablemos de donde van algunas de las importantes. 


Metrópolis (1927) es una película de cuya importancia es imposible escapar. La película de Fritz Lang es tan importante que nos lo recuerda a cada plano. Mirad, así se inventó este cine hecho de dirección de arte y efectos especiales. Oh, sabéis esas historias que atribuistéis a Tim Burton, Terry Gilliam y compañía....empezó todo aquí. Es fácil enamorarse de la película porque da motivos para ello. Pero verla en el contexto de la filmografía de Fritz Lang, disfrutada cronológicamente en la medida de lo posible, no la beneficia. La importancia de la película aparece para relativizarse en el poderío de Lang ¿a quien le interesa una película de sencillos duplicados y paralelismos? ¿por qué la película es tan ingenua y a ratos tan exaltada en contra de lo que sugieren sus ambiciones y representaciones? ¿y el segundo acto, tan deliciosamente revolucionario, qué hace con la dramaturgia? En fin, la importancia puede ser también un precio altísimo para las películas. En concreto, la importancia aparece como algo tan valioso como cerrado para nosotros: es una garante de una continuidad que no alberga tantos secretos para nosotros. El Lang que descubre el mito de los Nibelungos es el Lang que trabaja con el escalado de los planos para alzar un universo de dioses: juegos con los decorados y el color dan paso a auténticas escenas-revelación de amor, lucha y muerte. El Lang de Metrópolis es apenas un maestro consagrado, totalmente importante para todo lo que vino después (y vendrá, sin lugar a dudas). Pero precisamente es la susodicha importancia la que crea un cine fuera de toda dudas que nos deja a ratos a una distancia incómoda, con poco que replantear como espectadores.

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