sábado, febrero 16, 2013


"El lío empieza en las piernas de la gente; son los árboles, pero más", me dije aquel primero de julio, poco después de sentirme arrastrada casi en volandas al interior del vagón y sufrir los empellones agudizados tras el cierre de las puertas. Me abrumaba notar lo distintas que son unas de otras - y también de las mías - las piernas de la gente, aunque aparentemente tan iguales y todas ellas soporte de un peso que no se ve, el del cerebro tratando de mantenerse alerta, el de los miembros cansados, el del estómago en trance de digestión del desayuno, el de los pulmones cargados que añoran un suspiro, unas desnudas y otras enfundadas en pantalones o medias de colores y tactos diferentes, rematadas por zapatos que tantean a ciegas buscando un hueco para implantar allí su gesto; los pies y las piernas tienen un gesto propio, no sólo al andar, también al apoyarse contra un travesaño o una puerta, y sobre todo al pasar del reposo al movimiento. Clasificar piernas por su gesto y partir de ahí para indagar los pasadizos secretos del alma sería una tarea ingente, de equipo, por supuesto, y además haría falta como complemento indispensable de los datos objetivos, el testimonio que aportasen los allegados, o sea todos aquellos para quienes el movimiento de esas columnas vivas haya resultado inconfundible un día y lo sigan llevando impreso en la trastienda de los ojos, presto a revivir a la menor ocasión, aunque se trate de persona muerta o en paradero desconocido. Da igual que estemos en el piso veintitrés de un edificio en Atlanta; si miramos por la ventana y allá abajo, entre el hormigueo bullicioso de la avenida, cruza alguien que adelanta la pierna derecha con ese gesto peculiar, el corazón nos pega un brinco y tras el nombre que espontáneamente brota de nuestros labios, o bien podemos preguntarnos qué habrá venido a hacer a esa ciudad esa persona o bien batirnos en retirada con la flecha envenenada de la alucinación clavada en las espaldas; no puede ser verdad, aunque habrías jurado que lo era, y cerramos los ojos recordando cómo cantaban los pájaros el día de su entierro.

Carmen Martín Gaite, Lo Raro es Vivir, Anagrama, 1996.

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