Por James Wood (The Guardian)
¿Creyó alguien a Philip Roth cuando, a principios de año, anunció que se retiraba de la escritura? De todos los novelistas contemporáneos, es el único que ha hecho que el escribir parezca un acto necesario y continuado, inextricable de las continuidades y los conflictos del estar vivo. Para Roth, la narración y el yo parecen haber nacido juntos, y, por lo tanto, deben morir juntos también. Más que ningún otro novelista moderna, ha usado la ficción como confesión y como el desplazamiento de la confesión: sus virulentos, quejicas y alter egos, de Portnoy a Zuckerman o Mickey Sabbath todos parecen rothianos, incluso cuando están solamente siendo suplentes de Roth. Ha hecho de su infancia en Newark, su amor, sus padres irritantes, su condición judía, su sexualidad, su propia vida de escritor algo familiar y vívido para millones de lectores. Ha parecido necesitar la ficción como una clase de reportaje performativo y despiadado, es por lo cual, en años recientes, las grandes novelas (El teatro del Sabbath, Pastoral Americana) han compartido espacio con trabajos mucho más flojos, y por lo que ha sido tan productivo; la ficción al mismo tiempo urgente y algo incompleta, tan necesaria como el arte y tan desesperanzada como la vida.
Admiro a Roth (que cumplió ochenta años esta semana) por muchas razones. Porque no ha seguido siendo el mismo (su prosa enjuta es ahora muy distinta de las pulidas cadencias de sus primeros trabajos). Porque esa prosa es un instrumento maravilloso, capaz de sorpresas líricas y de la más cruda de las franquezas, al mismo tiempo altamente construida y derrochantemente oral. Porque es muy divertido (pensad en el momento en el El escritor fantasma en el que Nathan Zuckerman que él ha hecho el bien, como un chico judío majo, al casarse con Ana Frank, que ha sobrevivido mágicamente el Holocausto). Y porque ha demostrado que el artificio posmoderno y el realismo americano no son incompatibles, sino que, en realidad, se alimentan el uno al otro - tal vez su mejor novela, La contravida, toma lo que necesita de la autoconciencia posmoderna y los juegos ficticios, y monta una conmovedora investigación sobre qué significa llevar tu vida. Que nuestra perpetua máquina de escribir profundice en las páginas, como con Henry James, hasta que tengamos que pelear por la pluma de su mano moribunda.
1 comentario:
Escribe como respira. En eso se parece a Vargas Llosa, también en su meticulosidad.
Salvando las distancias, veo algo común entre los dos.
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