miércoles, junio 15, 2016


Owen echa de menos el viejo parque de Willow, arrasado hace ya mucho por las excavadoras. Allí el tiempo pesaba, y era delicioso sentir su peso mientras desplazaba las fichas de las damas chinas de triángulo en triángulo o trenzaba cordones para los solbatos que sólo usaba la señorita Mull, o cuando lanzaba la pelota por encima del tejado de alquitrán de las gradas y había que ir a buscarla al campo de maíz, o cuando veía a Ginger colgada como un mono de las barras o impulsándose con las piernas en el columpio chirriante para llegar cada vez más alto. Es consciente de que para los niños de Haskells Crossing su parque es el club, con su piscina, su bar, sus pistas de tenis, y tetherball, y,probablemente, sus dibujos guarros en algún rincón por donde nunca pasan los adultos, aunque para Owen ese espacio recreativo tiene la desagradable pátina de la propiedad privada y en él se respira el aburrimiento incurable de los ricos. Los pobres también se aburren, pero no pierden la esperanza de que las cosas mejoren, mientras que los ricos sólo quieren que las cosas sigan como están, y eso es todavía más improbable. Sus problemas - la eterna crisis de sus partidas de golf, la descomunal casa que un nuevo rico llegado de fuera ha plantado justo delante tapándoles las vistas al mar, lo difícil que resulta encontrar un servicio doméstico formal para la casa y el jardín (hasta los brasileños y los albaneses coran un dineral y ya están aprendiendo a no dar un palo al agua), el desplome de la bolsa, la subida de los impuestos sobre la propiedad inmobiliaria, los hijos mayores en vías de divorcio o los que se dedican a trabajos sociales desgarradores - le parecen a Owen una nimiedad en comparación con los problemas de su infancia, que eran cuestión de vida y muerte por más que su famíllia se empeñara en protegerlo.

Tal como el tejado de pizarra de la casa de Miffin Avenue había resistido la lluvia y el huracán de 1938, sus guardianes lo protegían del pedrisco de las preocupaciones: de la pobreza sin una red de seguridad pública, de la enfermedad sin milagros médicos en la posguerra, de la implacable exclusión social del sistema. El niño oía siniestros retazos de conversaciones mantenidas en otras habitaciones de la casa: su padre no tenía el trabajo asegurado, la fábrica de medias era una causa perdida; su madre no andaba bien de salud, tenía la tensión alta y dolencias propias de las mujeres. Aparte de aquel dibujo en el cobertizo del parque, Owen no sabía nada de los órganos sexuales femeninos, pero, a juzgar por lo que oía sin querer, llegó a lac onclusión de que eran un callejón sin salida que conducía a la tragedia. Y los abuelos ya no eran jóvenes; se ponían a susurrar en su habitación, con el olor a papel mojado que desprenden los cuerpos viejos, al filo del olvido, y le parecía un milagro verlos aparecer todas las mañanas a la hora del desayuno. Abriéndose camino día tras día, Owen fue pasando de curso, agradecido porque su mundo en Mifflin Avenue siguiera intacto.

John Updike, Mujeres. Traducción de Catalina Martínez Muñoz.

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