jueves, febrero 27, 2014


Pammy y Lyle comenzaron a tocarse. Conocían las imágenes cambiantes de la similitud física. Era un vínculo tácito, parte de su conciencia compartida, el silencio minado entre personas que viven juntas. Acurrucado cada cual en las extremidades y silueltas del otro, parecían repetibles, células hijas de alguna división muy precisa. Sus lenguas derivaron sobre carne más húmeda. Este presentimiento de lo húmedo, una intuición de la naturaleza sumergida, fue lo que los puso a cien uno con otro, a mordiscos, a arañazos de ansia. A él le supo a vinagre el pelo alborotado de ella. Se separaron un momento, se tocaron desde una distancia calculada, se sondearon introspectivamente, un intercambio complejo. Él se levantó de la cama para apagar el aire acondicionado y subir la ventana. La velada se había recargado de fragancias. Atronaba encima de ellos. Lo mejor del verano esan esas tormentas que llenan una habitación, casi medicinalmente, de climatología, de luz variable. La lluvia golpeaba con fuerza los cristales. Vieron los árboles golpear vientos racheados. Lyle se había mojado al abrir la ventana , las manos y el abdomen, y ambos esperaron a que se secara, hablando con acentos extranjeros de una tormenta que les había pillado en coche, en los Alpes, riéndose en "portugués" y en "holandés". Ella se retorció apretándose contra él, la soledad de ambos convertida en un refugio contra la tormenta. Perdieron contacto durante un momento. Ella lo atrajo hacia sí, necesitada de ese conflicto de superfícies, la palpable lógica de su polla dentro de ella. Lo agarró con fuerza, se soltó al contagio del movimiento recurrente, alzándose, doloridos y juguetones, asilvestrados como dos cachorros de tigre.

Es hora de "actuar", pensó él. Ella tenía que quedar "satisfecha". Él tenía que ponerse a "su servicio". Ambos harían esfuerzos por "interactuar".

Cuando estuvo seguro de que habían acabado los dos, él se apartó y notó una mínima rociada de lluvia después de que alcanzara el aféizar. Tumbados de espaldas recuperaron el aliento. Ella quiso una pizza. Se sintió culpable por no apetecerla la fruta. Pero se había pasado el día trabajando, tomando ascensores, trenes. No podía afrontar las consecuencias de la fruta, su condición perecedera, la obligación que entrañabla el comerla. Quería sentarse en un rincón, sola, y atiborrarse de comida basura.

Don DeLillo, Jugadores. Traducción de Miguel Martínez-Lage.

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