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jueves, diciembre 24, 2009

El nuevo mundo


Avatar (2009, James Cameron)

Como Kyle Reese, Jake Sully descubre el sentido último de su existencia en un mundo en el que nada le es familiar, pero que aprende a dominar a base de fuerza y entusiasmo. Como el paródico Harry Tasker, Jake Sully descubre los placeres de los roles familiares y de liderazgo también en un lado íntimo. Como Bud Brigman, el conocimiento de una raza avanzada y superior supondrá para Sully un paso que completará su existencia, entre tediosa y limitada. Avatar no es una obra maestra, tiene un par de momentos de comicidad absolutamente involuntaria y que serán clásicos del high camp (el repetivo baile del traspaso capaz de convertir la escena del rave en Matrix Reloaded en un ejemplo de sutileza y una inenarrable y ultracómica escena de sexo místico, pero ajustado al parámetro de erotismo light y de romance heterosexual y monógamo occidental), pero también algunos de los mejores que ha rodado en toda su filmografía James Cameron. ¿Ha rodado alguna obra maestra James Cameron? Identifico algunos de sus mayores logros en prácticamente todas sus películas, incluso la floja Abyss tiene un envidiable endiablamiento narrativo capaz de superar su limitada búsqueda espiritual deudora de, como no, Steven Spielberg o Terminator 2 hace un uso admirable de la mitología bíblica adaptada para la era del metal (líquido).

Su primer Terminator da pistas de su genio: una posmodernidad sencilla, nada sofisticada, alejada absolutamente de la propuesta fanzinera y desmitificadora de Joe Dante, de los juegos interminablemente cómplices de John Landis y sólo comparable a la del más reconocido Zemeckis, cuya tendencia hacia la disertación con materiales de la cultura pop de su país le hace más canonizable. En la primera desventura del cyborg a la caza de Sarah Connor hay una emblemática set piece situada en un club nocturno llamado Technoir que es una síntesis, una base y una confesión sincera a la vez: Cameron detectó la vigencia del esquema del noir, del killer on the loose entonces reformulado en la primera película posmoderna, el Halloween Carpenteriano (al menos según Losilla en su didáctico e interesante Cine de Terror: Una introducción), y el noir más clásico en el que una ciudad ees el escenario vivo de cómo un héroe protege a una inocente de un asesinato. También estaban los ecos de Mad Max y del clímax final de Aliens: un formidable tiroteo en el Technoir, en el que el agobio nocturno ochentero se convierte en escena bélica y apocalíptica, y una sorprendente y larga persecución completaban una película que encontraba su corolario en una vieja idea de Harlan Ellison sobre la posibilidad de que un niño programe su nacimiento y conozca a su padre antes de serlo, uno de los muchos escritores de ciencia ficción a los que Cameron leyó y admiró durante su infancia y adolescencia.

Me ha costado, siempre, adentrarme en Aliens. Me defraudó su duración excesiva y su larga insistencia espacial en un único y azulado lugar. He aprendido a apreciar sus aciertos, pero ese clima, por mucho que esté combinado con una narración que usa hábilmente cámaras subjetivas y todos los túneles lobriegos que han dado origen a casi todos los shoote'm'ups con alienígenas, es siempre una respuesta a la anxiety of influence de la primera película de Ridley Scott. No la iguala porque la cinta de Scott tiene un impresionante trabajo en todos sus aspectos que impiden que su ambiente se adueña de una sola textura, de una sola idea. Pero su impresionante duelo final, cima de la fémina desatada que nacía como chica dura en el epílogo de Terminator, y su hábil uso de la elipsis narrativa entre la primera y ésta en el que juega con la posibilidad de que Ripley esté traumatizada y herida psicológicamente para siempre siguen siendo importantes. Aquí el acierto estaba en volver al cine bélico modelo Rambo 2 (de la que Cameron es guionista) desde el espacio y anular, así, el ejercicio de terror con la tensión derivada de los grupos encerrados de Hawks y Carpenter.

Críticos interesantes han detectado el problema de esta película está en sus ambiciones y sus analogías políticas. También en la red se ha discutido con mucha pasión este tema. No diré que esta lectura no exista en Cameron, sino que no es esencial. ¿Era Mentiras Arriesgadas una apología de la agresividad Clintoniana en su mandato post-Bush I y una reafirmación de unas estructuras de poder, siempre descritas como fuertes e inquebrantables, contra unas caricaturescas y amenazadoras sombras árabes? Existe esa lectura puesto que en esos tiempos el cine podía despachar a un terrorista de Oriente Medio en un misil sin que nadie pensara que no es más que pure fun, eso, esquivando, que la película se enuncia, paródica como un Me Casé con Rambo (una screwball fundada en la hipérbole de la acción ochentera y tras la pista del 007 de Operación Trueno). La única película que puede tener una lectura abiertamente política de Cameron es Terminator 2 puesto que su giro optimista hacia el final no parece que responda más que a la necesidad de apuntarse a la onda abierta por Fukuyama de que la historia había terminado, onda que siguió el compañero Zemeckis en la todavía peor Forrest Gump. Y aún así, no sería tan fácil juzgar como solamente fukuyamesca porque Terminator 2 abre una posibilidad jugosa que distancia a Cameron de Zemeckis: la posibilidad de que el Mal y la Destrucción Nuclear no sean entes identificables como creadores malvados androides sino corporaciones prestigiosas con gente respetable, incluso simpática y trabajadora desarrollando sus experimentos tranquilamente, sin que resulte amenazador. Es justo lo que fascinó a David Foster Wallace. Volviendo a Avatar, en esencia es un relato de Edgar Rice Burroughs. ¿Si en la película apenas tienen importancia los motivos de los villanos, más que sus consecuencias, por qué la crítica se empeña en ver a Cameron alguien ambicioso? El discurso alentador del villano no tiene el evidente eco satírico de Romero. Ni siquiera lo pretende. Incluso uno diría que la voluntad de Cameron no es que comulgemos con los Na'Avi, sino que admiremos su hermoso planeta, mezcla de dragones y dinosaurios con noches sacadas de una era del Acuario sesentera y alucinada. No pretende desarrollar una culpabilidad occidental, sino divertirse con una historia en la que la raza, en teoría, explotada gana y el protagonista aprende su rol a través del disfrute y el simulacro.

Pueden leerse correlativamente esta película y la última de Spike Jonze, por supuesto. Ambas tienen al mismo precusor: Steven Spielberg. Jonze combate, de un modo fallido y admirable, contra E.T. y trata de encontrar un retruécano melancólico partiendo de una vida interior apenas esbozada, endeble, paródica. Cameron se dirige al Spielberg de Indiana Jones y el templo maldito o el de Jurassic Park desde su carrera. Desde su perspectiva. Por primera vez en su carrera, al margen de Titanic, Cameron no rapta temas de su más reciente precusor. Encuentra, de hecho, el nexo común en todos ellos: desde el ya inicial y obvio uso de la tecnología más punta para contarnos el hermoso, peligroso e inevitable desastre de los abusos de estas tecnologías hasta el menos evidente de la búsqueda espiritual, relacionado siempre con los roles y los simulacros (Kyle Reese ejerce de protector, aunque sea un soldado herido y traumatizado, Tasker simula una vida aburrida aunque lo que de verdad le divierte es salvar al mundo del modo más impresionante posible) que encuentra su quimera en su protagonista, que descubre su lado humano en una técnica post-humana, que vuelve a su (falso) lado salvaje desde el más sofisticado de los disfraces, pero siempre por pura diversión. Excepto el inmenso Indiana Jones, un arquetipo pensado ya como obra conjunta y perfecta, la mayoría de protagonistas adultos spielbergianos buscan su rol y reciben una revelación de los modos más incómodos posibles: desde Encuentros en la tercera fase, pasando por Minority Report hasta llegar a Munich.

Los errores de esta película, que los tiene como los arriba citados o el habitualmente excesivo preclímax de Cameron que aquí encadena dos discursos, no son producto de unas ambiciones fuera de órbita, sino de su apuesta coherente por un cine infantil. Nada en su protagonista nos parece excesivamente sorprendente, pero difícilmente no podemos comprenderle: al fin y al cabo es un tipo que disfruta siendo un gigante gato azul con alma de guerrero. Esa esencia de juego, de parque temático, llena los primeros minutos de la película que incluyen una hipnótica visita por las islas flotantes de Pandora, Magritte in mind, y por su fauna, concebida desde el mundo más childish posible: es un piropo puesto que es el infante el que sabe apreciar las posibilidades y los ecos del parque hinchable y no el adulto.

Su duelo final, mezcla delirada e inspiradísima de La princesa de Mononoke, clímax propios como el de Mentiras Arriesgadas y Aliens, merece ser visto para ser creído. También es uno de los momentos más supremos de la carrera de Cameron. Su gramática parece genuina coordinando escenas frenéticas, algunas tomas largas (como la de la muerte del líder Tsu'Uye) y combinando la emoción de sus protagonistas con la escala inmensa de la batalla. Cameron pone en evidencia a uno de sus peores alumnos, Michael Bay, quién en su ya vergonzosa Transformers 2 ha usado digitales en mano de un modo casi peor al de su primera entrega y enteniendo mal los conceptos estilísticos de la guerra de los mundos spielbergiana o Cloverfield, sumado a su habitual montaje corto, para destruir cualquier posibilidad de crear un estilo mayor o sugerente y solo permitiendo un seguimiento claro de su aparatosa acción con el uso de slow-mo en detalles de los tortazos.

No es una obra maestra, pero es una obra única: su disfrute parece estar condenado al 3d y a la sala de cine. Precisamente, su condición de montaña rusa, convenientemente exagerada por la dialéctica publicitaria y su condición de hype, puede recordar a la atracción que sintieron en 1933 los espectadores de otra crisis con el gigante King Kong. De un gorila conquistando un mundo, una torre, hemos pasado a una raza reconquistando un nuevo mundo. Cinta pulp, deliciosa y abiertamente infantil, algo irregular, Avatar es un hermoso y maravilloso ejemplo de cine de aventuras hecho con la pulsión de la emoción y la voz (propia, inquebrantable) de un maestro que tal vez no nos legue nunca una obra puramente maestra, pero que disolviendo su genio en todas sus obras nos deja experiencias inolvidables.

En sus Pensamientos, Blaise Pascal decía que un hombre era verdaderamente sabio cuando volvía a su infancia. La sabiduría era un conocimiento espiritual para su autor. No podemos decir que Cameron haya llegado tan lejos, pero Avatar es un regreso, orgulloso, a las lecturas y a las pulsiones de John Carter From Mars con un uso del scope capaz de rivalizar con el que hizo en su día Forbidden Planet.

martes, diciembre 01, 2009

Robert Zemeckis y la lectura final

Un cuento de Navidad (A christmas carol, 2009, Robert Zemeckis)

Hay una peculiaridad con Un cuento de Navidad y es que, en la historia del cine y del audiovisual, esta obra siempre ha sido cita, cuando no relectura. Desde las múltiples versiones cinematográficas hasta las lecturas más libres, como la misma It's a Wonderful Life (1946) de Frank Capra que puede verse como una versión libre y optimista del viaje por distintas realidades de Scrooge y sus Fantasmas de las navidades pasadas, presentesy futuras.

En la Historia del Cine la obra de Dickens es una cita constante, pero no una a Dickens, sino al propio ideal navideño. Tal vez una de las actualizaciones más ingeniosas sea Scrooged (1988) dirigida por Richard Donner y escrita por Glazer y O'Dougherty, dos guionistas de la vieja guardia del Saturday Night Live, en la que se buscaba una actualización legítima pues nada más tronchante que convertir la era Reagan-Turner en un escenario ideal para la caricatura del autor inglés que se diría ensayo de Oliver Twist, como ha notado ya Tones. Cinta típicamente posmoderna, Scrooged recogía el guante dickensiano y lo formulaba en delirante tour de force histérico con un inconsumerable Bill Murray como neo-Scrooge ultracarismático, doblando así el dibujo original de Dickens, pero a la vez, tratándolo con una reverencia notable.

Ahora vuelve Zemeckis y lo hace con una versión para Disney, que ni siquiera es la primera. Es evidente que la versión del autor de Beowulf (2005) cuenta con un presupuesto mayor y una promoción más aparatosa, pero el resultado carece del simbolismo creciente de la versión que dirigió Mattinson y que entre sus creativos contaba con un joven John Lasseter, pero que además tiene el incentivo de suponer el retorno de Mickey Mouse a los cortometrajes animados en un momento en el que la Disney estaba en plena crisis animada. En realidad fue una de las mejores crisis, si por esta se entienden momentos tumultosos llenos de ideas y mutaciones: The Fox & The Hound (1981), The black cauldron (1985), y The great mouse detective (1986)
son tres de las mejores obras del canon disneyano post-Walt y en los que aún se conserva el genio de las obras del canon clásico (no olvidemos que en la primera de ellas todavía Ollie Johnston ejercía de supervisor animado y Johnston era uno de los nueve de Disney, además de uno de los mejores animadores de todos los tiempos) combinado con la visión posmoderna de la nueva camada que luego pecaría de ser, quizás, demasiado formulaico.

He leído hoy en el L.A. Times un artículo estupendo sobre la rivalidad entre James Cameron y Robert Zemeckis. El rumor tiene su parte de hipérbole pues el periodismo de declaraciones acentúa que hay un respeto y una admiración mutuos. Zemeckis y Cameron formaron parte de una generación que incluye a Joe Dante, David Cronenberg y John Carpenter. Lo que los une es su trabajo en el mainstream con ideas imposibles hoy día, pero también un súbito cambio de registro. Los dos cambios de registro están lleno de similitudes inagotables, evidentes. Por un lado está el triunfo de Titanic (1997), cinta que se remonta a los orígenes de la Historia del Cine, a uno de sus patrones fundadores (D.W. Griffith) con una ambición similar a la que tendría Tolstoi con Homero: afán de superación desde una lectura constante, inevitable, pero con afán de imponer una visión propia (y esto lo explica George Steiner en su estupendo Tolstoi o Dostoievski). Titanic no es otra cosa que una versión amplificada de la Intolerancia griffitiana. Podría pensarse que Titanic, que nos habla del fin de una época y de unas costumbres, es un prólogo al ejercicio de vaciado íntimo y radical de Cast Away (2000).

Las conexiones entre ambos no terminan ahí: Terminator 2 (1992) y Forrest Gump (1994) comparten el mismo sustrato ideológico de Fukuyama en el que la Historia ha terminado, y Abyss (1989) y Contact (1997) son malas herederas de Spielberg, incapaces de asumir el carácter intransferible de la obra del autor de E.T. (1982).

Las diferencias son también reconocibles: Zemeckis es un cineasta posmoderno, lleno de citas y que construye sus películas sobre memoria, sobre reescrituras del pasado. La única película que incumple esta norma es Death Becomes Her (1992), pero es porque la reescritura (en este caso física) es su propio tema y la enfoca hacia el futuro que sirve de escenario y que sirve de metáfora de un nuevo Zemeckis que nunca fue: alguien dispuesto a usar las herramientas heredadas de Tex Avery y Chuck Jones como método (radical) de una nueva gramática, gesto que además prolongaba de un modo interesantísimo los hallazgos de la obra previa de Sam Raimi y Peter Jackson.

En Cameron la cita es un punto de partida sin mayores complicaciones barrocas. Terminator o Aliens son obvias mezclas de otros referentes, pero que le sirven para construir cintas de tensión y horror, de technoir y nueva fantasía bélica.: el reto en Cameron siempre está en el enfrentamiento de sus personajes contra algo grandioso, imposible. De Avatar hablaremos esta navidad, pero ahora vamos a por Zemeckis, cuyas tres últimas películas se realizan usando rotoscopia y, lejos de incidir en un hiperrealismo imposible, aciertan en las texturas, pero fallan en los movimientos y las facciones y resultan un híbrido feísta, zombificado.

De estas tres películas (las otras dos son Polar Express y Beowulf) esta es, indudablemente, la mejor. Las tres desprenden la misma idea: volver sobre materiales del pasado, sea reciente (Polar Express es la adaptación de un cuento reciente, pero su espíritu es el de continuar y narrar el descubrimiento de Santa Claus) o más antiguos (la vieja leyenda de Beowulf), en clave hiperrealista y de una fidelidad extraña. De las tres, esta tiene el guión de mayor interés y, no es casual, viene firmado por Zemeckis.

Las concesiones al sistema tridimensional hacen que la película fuerce momentos de montaña rusa, pero el resultado es desconcertante y con algunos fallos lamentables: el Tiny Tim de la película no es ni la mitad de conmovedor que el Tiny Tim animado y concebido a la manera de Mickey de la versión Disney. Pero el triunfo llega en Carrey cuya interpretación de Scrooge y de los fantasmas propone un sugerente diálogo icónico entre las facetas histriónicas del actor y la obra de Dickens, aquí trasladada con reverencia y con agudísimas soluciones visuales (como la aparición del último fantasma, o el respeto a la impresionante línea inicial y a su prólogo o la visita, en cámara subjetiva, a la mansión del sobrino con planos simétricos) y que dan una coherencia inédita a la técnica para esta obra.

Zemeckis capta lo lúgubre de Dickens y no fuerza la caricatura puesto que la reproduce usando el hiperrealismo: hay algo extraño y apasionante cuando uno ve en tres dimensiones el rostro calculadísimo de Scrooge moviéndose en los copos de nieve. Pero su apuesta por una estética extraña le fuerza a momentos frenéticos que descomponen la película y la convierten en otra versión del Cuento de Navidad que certifica que en el cine no es posible una lectura final ni usando la más aguda de las miradas.

miércoles, marzo 11, 2009

Profundo mar azul

The Abyss (1989, James Cameron)
James Cameron parece sostener en esta película que sus anteriores proyectos como cineasta eran puro y duro aprendizaje. Abyss es una película ambiciosa que mezcla la premisa de Alien: El Octavo pasajero (una nave que debe ir al rescate de otra abandonada) con el espectáculo a escala espacial y metafísica de Encuentros en la tercera fase. Cameron sustituye el espacio que fascinaba, en su impenetrabilidad, en la cinta de Scott por su obsesión marítima y allí desarrolla el descubrimiento de una fuerza extraterrestre. Parecía opositar a ello porque había dirigido la secuela de la película de Scott, Aliens, en la que consiguió crear una secuela espectacular y furiosa capaz de acallar las desconfianzas, aunque perdiendo todo el terror de la primera parte.

Cameron demuestra una destreza impecable en Terminator donde agarra el futuro posapocalíptico a la Mad Max y lo lleva al pasado, cubriéndolo de tintes religiosos y de genuino cine negro contemporáneo, urbano e imparable. También en una versión cibernética de una monster movie perfectamente enmarcada en lo que luego se bautizó Technoir, el club nocturno que acoge a la protagonista en su huída. Es interesante, y algo que comparten muchos cineastas de la posmodernidad ochentera, como Cameron revienta y juega con los géneros, siendo Terminator un film dónde encajan los ecos tempranos de éxitos como la citada película de Miller con el del mismo Ridley Scott (el clímax final, esencialmente) y dándole un empaque visual fuera de duda (ahí sale ganando la magnífica persecución) para una película de un presupuesto menor.

Abyss marca el cambio en su carrera, pero también es un film fallido. Lo protagoniza Bud (perfecto Ed Harris), un héroe vulnerable a la manera de su Kyle Reese (memorable la escena de Bud enfrentado a Coffy dónde Cameron se permite el lujo de recordarnos que Bud necesita ayuda y que su/el heroísmo reside más en la fuerza de su sacrificio que en su poder), cuya reconciliación con Lindsay (Mary Elizabeth Mastarantonio encarnando a la mujer independiente y luchadora made in Cameron) sostiene toda la historia y se convierte en el centro emocional que gravita en el contacto (positivo) alienígena. En esta película sólo sale ganando Cameron cuando hace, precisamente, aquello por lo que fue reconocido como director de culto: mezclar géneros, darle un frenesí imparable. Esto ocurre cuando el Teniente Coffy (un estupendo Michael Biehn que parece recién salido de un casting fallido de Full Metal Jacket) pierde la cabeza y se revela que en el plan de rescate había intenciones militares y guerreras (justo como en Alien): interesan ahora unas cabezas nucleares que el enloquecido Coffy quiere hacer estallar. Hay una imposible y maravillosa persecución entre vehículos submarinos en el que Cameron se siente a gusto, retratando el duelo imposible entre dos máquinas, algo que ya hizo con fortuna en Aliens.

En este caso los militares no superan a la camaradería de un viejo grupo de trabajadores y hay algo de romanticismo post-industrial en el asunto. Todo queda desperdiciado en su aburrido tramo final, en el que la bondadosa raza de alienígenas salva al protagonista, le dan aire y emergen a la superficíe. Es una forma muy poco interesante de repetir el clímax de Encuentros porque en aquella el viaje tenía mucho de metafísico: toda la filmografía de Spielberg viener ecorrida por un contacto con lo sobrenatural que al final es con lo divino, y en Richard Dreyfuss había un viajero bíblico que, al fin, había encontrado algo. En Cameron sólo son una excusa para seguir creyendo en la bondad de lo foráneo y en la posibilidad, irredenta, de las felices reconciliaciones en horas de trabajo. Algo que responde más a un cliché que a una búsqueda personal, todavía por configurar y por ensanchar.