Sam Raimi, hacedor de obras maestras tempranamente jubilado por si mismo por quien sabe si algún maleficio, parece dedicarse a la producción de terror con un arma de doble filo: ese pasado del que ahora reniega domesticado. Sin embargo, el interés de las películas producidas por Raimi no es exclusivamente culpa mía, sino también de Robert Zemeckis y Joel Silver. O sea, de Dark Castle, esa astuta compañía que redimió los placeres culpables que se fabricaban por sistema (con la televisiva
Tales from the Crypt como producto cumbre) en base a conceptos molones: empezaron muy bien con
House of Haunted Hill y pronto se pasaron a lo rutinario, y algo de justicia poética hay en ello, por ser tan vulgares con William Castle supongo (
13 Fantasmas, Barco Fantasma) o por simplemente tocar el tema espectral, agotado desde siempre, si lo piensan bien. Y es con
La casa de cera que uno se reconcilia con el cine de terror definitivamente. Raimi venía de producir remakes asiáticos, que en el fondo son historias demoníacas sin demonios, de venganza sin sangre y de realizadores asiáticos sin identidad, por mucho que repitan secundarios y paisaje. No cuesta pues pensar en Raimi como un auténtico caníbal capaz de domesticarlo todo y puede que eso empezara con
Premonición, temprana muerte de su agudo sentido del fantastique que aún era capaz de potenciar a Katie Holmes.
El tebeo de Steve Niles y Ben Templesmith ha pasado también por una maldición que se intuye raimiana: un grandísimo high concept basado en la melancolía del trazo de Templesmith y en, evidentemente, la radicalización del color, que lejos de ser pretencioso proporcionaban un modesto y divertidísimo conjunto lleno de ideas brillantes con buen concepto. Nada más. Sin embargo, su plétora de secuelas termina por agotar mediante clichés lo que en realidad era una agradabilísima sorpresa sin mucho más que reseñar. Niles, que ahora trabaja con Bernie Wrighston, venía de adaptar al tebeo
Soy Leyenda de Richard Matheson: no podía salirle más clásica, en el mejor de los sentidos, su historia y así se sostenía, sin necesidad de secuelas que lo ampliaran. De hecho, la transformación final del sheriff Eben se narraba con un cierto eco mathesoniano: ahí están esa chica de sangre mixta con la que se encuentra Neville en la novela y muchas de las consideraciones que se desprenden después de su final.
David Slade es sin duda un director con muchas ínfulas, quizá la voz menos talentosa de la escuela del videoclip, que parecía deslumbrar algo con la película de abuelas para jóvenes que es
Hard Candy, que tiene su valor como nueva actualización (o mutación) del telefilm discursivo. Sus ínfulas se muestran en esas peleas entrecortadas en las que su fotografía ni siquiera ofrece una bella estampa o en esos primeros planos de caras bellísimas contrastando con la oscuridad del conjunto. Tampoco hay que olvidarse del atardecer de Alaska, lo más cerca que está el director de intentar medirse al talento de Templesmith y al tono cotidiano impuesto por Niles en su diseño de personajes.
Sin embargo hay un motivo para hablar de
30 días de Oscuridad, la película y es su condición de producto genérico rabiosamente contemporánea. Pese a ser un poco más digerible y refrescante, al fin y al cabo en estos días una película con vampiros en Alaska no puede ser mejor elección, queda confirmado que el mainstream se ha apoderado de géneros que habían gozado de genios radicales y producciones extrañas, delirantes. La
última adaptación de Soy Leyenda tampoco parece casual. Y también aquella presentaba unos vampiros zombificados, invirtiendo la jerarquía que usó Romero para componer su opus magna. En esta, la reinvención cafre del vampiro no podía ser, otra vez, más inadecuada, y ni siquiera un Danny Huston, con un antagonista que él sueña como una mezcla de Vito Corleone y los momentos spéedicos de Tony Montana, consigue darle algo de convencimiento a su icónico villano.
El cine comercial parece condenado a vulgarizar retales que antes se intuían y se admiraban como novísimos, libres. El clímax final, aún fiel al tebeo, parece mejor rodado en
Blade 2 de Guillermo del Toro y el concepto de Eben transformado da a la película un tono de heterodoxia superheroica que ni siquiera es explorada y nos hace echar mucho de menos
Eclipse Total (la buena). Slade ya ha desaprovechado un montón de situaciones carpenterianas y el film termina sin más anécdota. ¿Es la vampirización del cine de terror un buen destino para sus clásicos monstruos?