Michael Mann es el cineasta más importante de nuestros tiempos. No, esperen. También lo es George Lucas. ¿Por? Se ocupan de hacernos el trabajo sucio. Inventar, avanzar y encargarse de la técnica, apartado muy importante, aunque no lo hablemos. No me cabe ninguna duda que sin el Episodio 2 o sin Collateral o Miami Vice otro gallo cantaría en este nuevo, pero que no despega, cine digital. Otro día, si quieren hablamos de Mann y Lucas, cuando haya más ganas.
Peter Berg es un alumno aventajado de Mann, que ya ha experimentado con sus logros en Friday Night Lights, The Kingdom y ahora con esta Hancock. Su clase y estilo quedaron claros haciendo una cinta de aventuras oscura y sudorosa llamada The Rundown y en su salto al mainstream no es que no se parezca al gamberro de Very Bad Things, sino que ha preferido colocarse en un paso reflexivo sobre la técnica. Un uso de la handycam mezclado con el cgi que hacen de Hancock una especie de cartoon metadigital. Como si la serie original de Plastic Man fuera, en realidad, una grabación de youtube.
El MiracleMan de Alan Moore transformaba toda la inocencia de la Silver Age de los años cincuenta en un cruento y crepuscular despertar en los años ochenta, con los espías soviéticos y sus villanos azotándole con una intensidad que nada tenía que ver con sus aventuras. El superhéroe amnésico que recuperaba su identidad y su traje tenía, además de eso, otros problemas, otro mundo. Uno de los mejores logros de Moore es situar a sus dibujantes, en este caso Garry Leach, al convertir el trazo de los villanos de la Silver Age en una deformidad barroca, escalofriante, cercana.
Algo parecido hace Hancock, tanto con su género como con su primera mitad. Se disfraza bajo los modales cómicos y renuncia al aguerrido esquema de tener un villano central, importante. Sus villanos son tan anecdóticos como sus gags. Hancock se ocupa del despertar amnésico de otro hombre y de cómo asume su condición superheroica sin excesivos rodeos de destinos, al presentar en su giro una reflexión que convertiría al superhéroe en un idiota por vocación. En alguien que es así no por sus superpoderes sino por su propia naturaleza. Explica esto la película con un momento muy bello, en el que los superpoderosos que se acercan se convierten en débiles. Tal y como decía Roberto A. Oti, esta es una película dónde el supervillano es el destino y la kriptonita es el amor. Pero va más allá: el poder no te da neceseriamente esa responsabilidad. La carga la da la soledad (y no el destino), el estar por encima de la humanidad. Aquello que decía Nietzsche en Así habló Zaratustra: los humanos están condenados por el odio y la envidia y que sólo sería posible estando por encima de ellos.
Y todo ello está contenido en esta superproducción que es lo más estimulante que ha dado el mainstream y Will Smith en su categoría desde hace tiempo, mucho tiempo.