Así que pasen un gozoso feliz año nuevo. Otra forma de que empiecen felices el año es con el vídeo de ahí arriba, basado en el Gears of War, una estupenda comedia a costa de los hombres, perfectamente definido y con inesperada sensibilidad de musical. O esperando, inocentones, un 2009 prolijo en lanzamientos editoriales.
Will Smith es perfecto para los tiempos que corren: protagonizó el panfleto neoliberal En busca de la felicidad, sufrida reescritura en clave obrera de la época Reagan, que podía interpretarse de dos maneras: las penurias de los ochenta o la superación personal a la que indujo Reagan. El plano final, Smith feliz rodeado de brokers, no deja lugar a dudas. Soy Leyenda terminaba con Smith sacrificándose, no sólo a él, sino también todo el material original, toda una parábola sobre el nacimiento de las nuevas civilizaciones: en su final alternativo, en dvd, Smith dejaba vivir en paz a los vampiros y de todos modos, los dos finales dejaban de transgresor al de la versión setentera. Smith, por si no se han dado cuenta, es el símbolo aéstetico de nuestros días: interpretará el biopic de Obama y, como él, no duda en someterse a los ritos religiosos de una sociedad democrática. Encaja para unos y para otros y en sus películas incluso sus redenciones tienen un marcado aire bondadoso.
Seven Pounds no deja lugar a dudas: Smith quiere salvarnos hasta trabajando para Hacienda. ¿Un paso más para estos simpáticos tiempos de negacionismo o sólo un melodrama para la precoz época del Yes We Can? Las dos a la vez, la bondad de Smith se sobrepone a todas las ideologías con buen rollete, sin embargo, bien estaría en saber que Gabriele Muccino no es Fellini. Ni tan siquiera Antonioni. El director de la edulcoradísima y casi posterasmus El último beso, no es casualidad que su remake lo comandara el pochísimo Zach Braff, sólo sirve como esteta cuando maneja a la Bellucci. El único momento memorable del film también se resuelve mal: un plano secuencia que sigue la espalda de Smith mientras su personaje sigue al de Rosario Dawson, lo estropean la fotografía (que abusa de los tonos grises y verdes dando sensación de uniformidad y acentuando lo cute del asunto) y su resolución, en la que Muccino frena súbitamente el plano para entrar en un diálogo que borra de un plumazo la atmósfera. La película, no obstante, está cosida para que Will gane el Oscar: en menos de quince minutos se ríe de un ciego violentamente, se lamenta por ello, hace amago de salvar a latinas y reflexiona en un coche. ¿Alguien da más? Si, hay esposas trágicamente fallecidas, viejecitas moribundas, ciegos que tocan el piano y latinoamericanas que necesitan un trasplante de corazón, además de estar dispuestas a hacer el amor y no a follar. El uso de la pornografía emocional está absolutamente justificado: tenemos que llorar.
Lo que elevaba a Capra es que rebuscaba en hombres corrientes y en su relación complicada con la sociedad, algo que servía a Capra para ironizar no sólo con su época, sino también con los destinos de sus personajes.Qué bello es vivir es un cuento de navidad esperanzador en último grado, pero aprendiendo de Dickens, siempre tras la miseria humana. El de Muccino no presenta ningún conflicto social, y su representación realista es harto convencional: tonos verdosos para facilitar el contraste, tanto en los momentos de interiores, mucho más apagados, como en los exteriores. Sus personajes son ridículos y apenas unidimensionales: todos tienen un propósito y son incapaces de expresarse más allá de ese matiz, de ser verosímiles. Por eso, Seven Pounds es además del nuevo spot cosido a medida del autor (actor y productor) Smith, una maravillosa comedia involuntaria sobre una de las historias mesiánicas más delirantes jamás contadas.
En sus primeros minutos, The Spirit, adaptación del clásico y ecléctico tebeo del maestro Will Eisner, parece una versión para la era digital de Dick Tracy: la mímesis expresiva de aquella, se sustituye aquí por todo tipo de juegos digitales (atardeceres, contrastes, animaciones) que aporta el experto Bill Pope. Los diálogos y las actuaciones, reiterativos y absolutamente barrocos, parecen divertidos, pero Miller demuestra sus limitaciones (y pone a prueba las nuestras) a los pocos minutos.
Enseguida el cineasta se decide a poner en práctica lo que seguirá al resto del metraje: su sentido del humor, aparentemente paródico y la excusa para sostener una película que ni siquiera parece narrada y parece montada a trompicones, casi se diría que por razones presupuestarias: el cine de serie Zeta auténtico está escrito ahora con millones de dólares, estrellas de cine y libertad descontrolada. El Miller de All-Star Batman, lleno de diálogos que parecen escrito por un borderline que ha leído algo de hard-boiled y absolutamente intencionado en su caricatura, no tiene gracia, pero el de Spirit, con la ambición de sintetizar la obra de todo un maestro, el suyo, es aún peor: su agotamiento como artista es poco menos que una evidencia.
El humor de Miller se divide en varios niveles: las que son un poco más para sus fans de toda la vida y las que destina para todos los públicos. Intentando condensar cierto humor de Eisner, mezcla una historia de amor (Spirit-Sand Saref), con otra más propia de procedural (Spirit-Ellen Dolan) y la del protagonista con su ciudad (absolutamente vulgar y carente del expresionismo noir que la caracterizó en el tebeo). Cuando empieza el final, el protagonista describe (con una innecesaria y cansina voz en off) su ciudad: cuando teje una metáfora bastante tosca (el amanecer achacoso de la ciudad simbolizado en el ruido de las vías oxidadas) parece estar hablando, al menos, de una ciudad que existe. Ni tan siquiera la voluntad deliberada de Miller de no darle fecha a su ciudad (¿En que año estamos? En este año) tiene función alguna, ni gracia: es algo que ya han hecho con mayor éxito Grindhouse y sus tebeos anteriores, y de su ciudad apenas vemos un rascacielos reminiscente de Nueva York, algunos hoteles y las afueras en un lago. Central City luce monocromática, invisible y sin ruido, sin vida, sin arquitectura. Sin embargo, ninguna de las historias de amor del protagonista funciona, y acostumbra a terminar Miller sus escenas con cambios de registros insostenibles y absolutamente incoherentes (a un encuentro amoroso le sigue un gag de calzoncillos) Toda la garra narrativa que caracteriza a Miller en sus tebeos, desaparece aquí: los movimientos son laterales con alguna excepción, uso de planos fijos y unos picados que restan explosividad, ritmo e intensidad a las batallas: la artificiosidad no sólo congela la naturalidad del conjunto, como en la película de Beatty, sino que comprendida en su esfuerzo y magnitud deviene inútil.
Miller pretende ir un paso más allá de la hipérbole de Sin City: dibujar una cinta en la que el humor de Eisner y la pasión no se riñen y en la que la caricatura es el único modo de honestidad. No es honesto: sus chistes referenciando a la mitología griega, que establecen un paralelismo entre viejos y nuevos héroes, sólo redundan y banalizan un discurso anterior, los toques de humor no están bien planificados y no estan encajados con ritmo. Los guiños a la mitología de Spirit y al tebeo clásico son también fecundos, desde los nombres de los personajes, a la camioneta con el logo de Ditko Express. El humor busca la ironía en lo explícito: cuando Samuel L. Jackson (excesivo y gritón) se propone explicar a Spirit el motivo de sus planes y porque ellos dos son una raza superior, aparece disfrazado de nazi y Miller alarga hasta lo indecible la escena. Ni tan siquiera un esforzado Gabriel Macht, que se lleva los mejores momentos intentando reproducir la inocencia del Colt de Eisner (sobretodo en el momento en que el comisario, la novata y él se dirigen a la escena del crimen) y Eva Mendes consigue parecer algo más que una bellísima actriz disfrazada para una sesión retro de Vanity Fair.
El talento de Miller como dialoguista es también cuestionable: las repeticiones, deliberadas pero monotemáticas, sostienen al fraseo y todo queda en lo que Jonathan Rosenbaum llamaba Spillane-Chic. Spirit con sus pies con cabeza, sus martillos gigantes y sus pistolas con tres cañones es cualquier cosa menos diversión, es kitsch (todo es autoconsciente) y nunca camp (todo surge por inocencia, sin pretenderlo). Muestra a un artista sin ideas, sin mucha idea de hacer cine, absolutamente autoindulgente y repetitivo y que invita a cuestionar su obra anterior incluso. Carece de alma, en su ironía no hay otra cosa que un recreo para iniciados que no evoca nada (tal vez porque Miller no sea capaz de hacerlo, ya) y lo único bondadoso es que se olvida tan rápido como se sale de la sala.
Actualización: La reseña de Diego Salgado. Memorablemente sagaz está cuando escribe: "una planificación diríase que aleatoria en cuanto abandona la retórica del plano/contraplano".
Los futuros ciudadanos del mañana son gente preocupada: entre sus máximas está la de difamar contra sus animes y videojuegos de la niñez alterados en adaptaciones a la gran apntalla. 2009 será su año, ese en que veamos que clase de futuro y de inteligencia nos espera. La última campaña es Street Fighter: The Legend of Chun Li, exquisita y novísima película cuyo trailer ofrece otra gustosa forma de entender las cosas: Kristin Kreuk pegando patadas. Así que vean como hablan las criaturitas del mañana. El mismo hecho que consideren relativamente fácil darle historia a un beatem'up (algo que sólo tiene sentido como videojuego y nunca como película, más aún con su estética basada en el manga y de delirantes colores chillones y espectaculares patadas). ¿Se imaginan a los integristas de Faulkner, Stevenson, Fitzgerald o incluso Proust enfadados por sus adaptaciones más o menos oficiosas? No, imposible, casi nunca estas adaptaciones reciben crédito alguno por sus lectores, apenas son recordadas más allá de la reposición televisiva o del mes posterior al estreno. Noel recordaba que los fans de Thunderbirds nunca montaron en colera por su traslación, ni tampoco los de Perdidos en el Espacio (y motivos tenían). Más allá de los fundacionales Trekkies, la cuestión es que comparten parcela y miseria los amantes de Street Fighter y Dragon Ball. Significativo y desesperanzador, como el aplauso general a Watchmen. El contraste es signifcativo: las obras de Toriyama, Capcom y Moore funcionan perfectamente en su medio y son, cada una a su manera, una cierta cumbre, sobretodo el videojuego y el tebeo (siempre preferiré la anárquica y mucho más caótica y hasta reflexiva Dr. Slump antes que su crítica cultural Dragon Ball, con muchísimos capítulos de relleno, un desnortamiento que se revela primero audaz y luego agotador, y una envejecidísima animación para según que combates). El arte es, según estos muchachos, la reproducción más o menos fiel e impecable de una transferencia emocional.
Mejor terminar citando al maestro: Estoy bastante harto del rollito "retro" en todo. Lo que de verdad me interesa es la época que vivimos por sí misma, que es asombrosa, pero no sus mediocres subproductos artísticos, caracterizados por el miedo al futuro, la nostalgia, el sentimentalismo, la baja autoestima, la falta de sentido del humor, características propias de la cultura del narcisismo que define esta época de transición que estamos viviendo.
El debut en el cortometraje de Henrique Lage es lo suficientemente esperanzador como para no perderle la pista: modesto antes que ambicioso, rueda una comedia, un tanto pausada y alucinada, sobre un niño que no se quiere tomar su comida (el come y calla reformulado como tragedia infantil). Las fantasías de Hideshi Hino se encuentran con un Escobar que parece haber emitido sus registros de humor en deliciosas elipsis (véase el momento en que el niño mira la sopa y el encuentro entre su madrastra y el desconocido transcurre presuntamente apacible). Lage se decanta por los planos fijos, pero no esquiva el experimentalismo, tanto en lo formal (usa la split screen para deformar las vivencias de su protagonista) como en la puesta en escena, con esos juegos de sombras que devienen insectos. Hay una cierta deuda conceptual, absolutamente consciente, con David Lynch o Cesar Velasco Broca, pero los iconos son distintos: el ser que "hechiza" al protagonista recuerda tanto al Kato de Green Hornet como a cualquier criatura más o menos dibujada por Suehiro Maruo, sin duda la influencia clave para entender el resultado de este niño rebelde bien acompañado por la música de . Es un cortometraje con el propósito de turbarnos divirtiéndonos y lo consigue de una forma mucho más sutil que impactante.
Debut en solitario como director de Antonio Trashorras, supone un paso adelante a su codirigido (con David Muñoz) ¡De Potra! simpático aunque fallido cortometraje gangsteril, con planos interesantes lastrados por una narrativa y una historia demasiado anecdóticas. Parábola que invierte de forma perversa el complejo de Edipo y que narra un despertar sexual adolescente como momento clave del horror maternal, esquiva con sutileza los virtuosismos un tanto inconsistentes siempre en el cortometraje a favor de una dirección gozosamente invisible, todo un logro en un corto que toma el testigo de dos icneastas tan distintos y exquisitamente estilistas como Roman Polanski ( esencialmente el comediante nervioso de El Quimérico Inquilino, Cul-de-Sac, incluso Lunas de Hiel), o los maestros del giallo, Dario Argento (incluiída su Suspiria de la que hereda amor por el terror exquisitamente cromático, heredero de los dibujos animados) o Mario Bava. Esta exquisita ausencia no se torna un problema, ni con su lynchiano uso de flashes terribles (aquí descontextualizados y con un uso distinto al que le da Lynch, cabe destacar), delatan a todo un autor tras Ttrashorras (que con el guión de El Espinazo del Diablo conforma un interesante discurso sobre la niñez, la pérdida y la edad adulta) evitan momentos exquisitos: las acciones en segundo plano que acentuan el drama de nuestra protagonista, las tomas áereas que enrarecen la visión que tenemos del adolescente. El humor surge también de forma original: por oposición, la música melancólica que puntua cuando Pau grita "El bus para al lado, joder" y que resulta una situación, cambio, tremendamente realista. Consigue el corto disculpar sus asimetrías visuales (el travelling lateral que recorre a la protagonista, se ve correspondido con otro parecido en la dirección opuesta que se resuelve bruscamente y evita un gozoso contrapunto) con continuos hallazgos (la escena de sexo, la aparición del bebé). El de Trashorras da una cierta idea de lo que es una buena ficción: aquella que es capaz de evocar algo de verdad en sus personajes, por mucho que todo lo que acontezca parezca alterado.
¿Es El Caballero Oscuro un film protofascista, protoimperalista y xenófobo? Nadie pondría en duda una ficción, ni tan siquiera un marxista que ya bastante batalló contra los superhéroes. Warner Bros no parece estar por la labor con su decisión de cancelar el estreno en el país mandarín: ""Considerando una serie de condiciones previas al estreno que están siendo vinculadas a El caballero oscuro, así como sensibilidades culturales en algunos elementos de la película hemos decidido no lanzar la película en China".
¡Sensibilidades culturales! El chino vil, cabrón, al que Batman saquea y con el que Batman nunca pactaría no es una ficción dice Warner, es una deuda propagandística perfecta para un público en recta final de pos11seísmos y Bush. En el caso que Warner tema a la censura, ceda a ella temerosa, no hay que olvidarse de la contrapartida: la deuda propagandística tan cara a unos países y tan necesaria en otros.
jueves, diciembre 25, 2008
(Cortesías) El vecindario estaba a oscuras. Los edificios levantaban, a ambos lados de las luces callejeras, muros de ventanas negras. Millones y millones de personas dormían, y aquella pérdida general de conciencia generaba una impresión de abandono, como si la ciudad se hubiera desmoronado, como si aquel día fuese el fin del tiempo.
Un trabajador que, en el momento en que sale de su vestidor, con un chaleco a rayas con botones de latón, un falso fular, unos pantalones con una franja azul cielo en la costura, y una chaqueta, queda despersonalizado, es simplemente el chico, solterón y triste, que lleva a cada vecino a su planta. El relato es la sucesión de encuentros del ascensorista con personas a las que hace rápidamente partícipes de su soledad en las fechas navideñas, de su pobreza e incapacidad para comprar regalos. Todos se compadecen de él, todos ofrecen sus mejores deseos a Charlie. Cuando digo todos, digo muchos, porque Cheever con su prodigiosa técnica hace que nos crucemos en pocas páginas, a través de Charlie, con: el ascensorista de noche, la señora Hewing, los Walser, tres vecinos que van a la iglesia, una niñera con niño, los De Paul, la señora Gadshill, los Fuller, los Weston, además de las evocaciones de las personas del otro lado, el de la pobreza: una mujer y su chiquilla, la casera de Charlie y sus tres hijas, que a la vez rememora a los Deckkers y los Shannon. Todo esto con una liviandad y una gracia inimitables. Dos líneas, un personaje.
Todos ellos componen un mapa perfecto de la miseria y la hipocresía humana. Un trenzado de actos caritativos unirá a todos los personajes por medio de regalos compasivos, evidenciando el triste concepto capitalista de la justicia redistributiva. A Charlie comienzan a llegarle regalos que en realidad -la cartera de piel de cocodrilo con sus iniciales que le entrega el señor Fuller- son la sobras de la opulencia de los propietarios. Tres camisas verdes, varias corbatas que llenan el vestidor de Charlie, que a su manera le convierten también a él en un nuevo propietario, y de ahí el sutil y magnífico giro final de Cheever.
Se dejó invadir primero por el amor, luego por la caridad y finalmente por una sensación de poder.
Las aventuras de este Plácido de Nueva York no tienen ningún altibajo y este relato es quizá la primera obra maestra absoluta de esta serie, puesto que no hay esos pequeños desequilibrios finales que a veces ahogaban el eco poético de anteriores historias. Aquí todo es manso en apariencia, y sin embargo el relato posee una carga política -sí, éste, más que Granjero de verano, es un auténtico relato político-. Una sátira no de costumbres, sino de la real e indesmayable condición humana. En una misma página Charlie pasa de Amaba al mundo y el mundo lo amaba a él, a -después de un encontronazo despiadado con una vecina- Era su primer contacto del día con la mezquindad humana. La belleza del momento, del día de Navidad, desaparece de un plumazo. Los regalos se revelan de aire, podía dar, podía ser heraldo de alegría, pero sólo adquieren su sentido subversivo, revolucionario, en la medida en que se lleven a cabo dentro de ese día reservado para la fraternidad humana, acabado el cual recupera su lugar, que nunca llegó a perder, el implacable statu quo que rige las vidas de ascensoristas y propietarios.
John Cheever, La navidad es triste para los pobres.
James Ellroy escribe a gran velocidad la historia secreta y corrupta de Los Ángeles emulando el estilo sensacionalista de los tabloides, a los que consagra la escritura oculta de una verdad. Ellroy es una víctima temprana de un crimen nunca resuelto y este eco está en sus novelas, sin embargo, al lector no le resulta interesante este dato biográfico, más allá de cómo el escritor consigue crear un universo moral y cerrado cuya relación con la realidad no es estricta, ni tan siquiera neceseria, aunque intuye al escritor atormentado de evidentes problemas juveniles. Es de agradecer que Ellroy fuera crítico con la gestión del caso Rodney King y mostrara su preocupación por el sistema, por su funcionamiento. Pero cuando la cuestiona, a través de las novelas, no está haciendo labores eficientes, está escribiendo, esencialmente, historias de obsesión, tal y como él admite.
Clint Eastwood ha tomado un caso real y ha creído pertinente ejecutar su denuncia. Donde el periodismo es arriesgado y tiene que tratar con los hechos, ahí viene Eastwood con sus melodías de piano compuestas por su retoño y una Angelina Jolie pidiendo a gritos un Oscar. Y ahí viene la crítica, tan gustosa a los canónicos, a la que le gustan muchas cosas, de acuerdo, pero ninguna más que el Canon y preservar el Clasicismo "a prueba de bombas" y reafirmarse en el Cine, en el tradicional y conservador que nada tienen que ver con su contexto y su forma de planificarlo. El clasicismo es ideología resistente, es conservadurismo latente, y bien que se presta Eastwood a ello. Pero esta película trata asuntos reales: secuestros de niños, corrupción policial, injusticias varias. El periodismo debe reportar los hechos, debe demostrarlos y debe hacer una crónica ajustada, en pos de la verdad. El arte se debe a otro tipo de verdad, a una que nada tiene que ver con la realidad, sino con con la libertad del artista y su capacidad para superar las convenciones.
Eastwood rueda una película desagradable y feísta, sin glamour como dicen los críticos del Variety. Fea de cojones, con sus hospitales de manicomio y sus malvados en la penumbra, como siempre, cortesía de Tom Stern, acentuando esos claroscuros que algún crítico que dejó Rilke a destiempo llama morales, pero que se revelan demasiado monocrómicos cuando Eastwood se sueña clásico y demasiado poco variados en los espacios cerrados, siempre buscando los tonos negros y oscuros. Pero lo cierto es que la historia de Eastwood es el reverso oscuro de una película tan impasible como Capote: donde el cineasta tenía un asunto peliagudo entre manos, la creación de una obra maestra de la manipulación ficticia del periodismo, sacaba una reflexión del todo incómoda sobre el artista y el declive de Capote, sobre su pacto peligroso con el Diablo, sobre su interés y manipulación de la verdad. Eastwood rueda una historia llena de agujeros, sin suspense, aburrida y peligrosamente telefílmica,c omo casi todo el grueso de filmografía desde los años noventa, época donde los Canonistas se alzan y el sistema le asimila.
Uno de los planos más pueriles de Mystic River mostraba al asesino de los niños con las sombras y en un plano de detalle de sus piernas bajando por la escalera, el niño atrapado entre sombras, siendo "arrebatado". Muchos ven sencillez en esa metáfora manipuladora e irreal. Yo veo incoherencia con el tono que acontece a la película, que se pretende seca y dura y no duda en usar una puesta en escena vergonzosamente atmosférica, sin conocer el uso de la elipsis. Aquí tenemos a Angelina Jolie en la cama, pidiendo perdón al niño, estando angustiada incluso antes de que ocurra el secuestro, siendo amiga natural de sus compañeras de sanatorio, sonriendo impasible ante el hundimiento del policía corrupto (la única trama interesante) y poniéndose matona ante el presunto asesino de su hijo. Mirando a cámara y diciendo "tengo esperanza".
Puede que los guardianes del Clasicismo y el obsceno público de hoy en día encuentren en este irresponsable cóctel que mezcla géneros, tratando con la realidad presuntamente, algo intenso y grandioso. Puede que el uso hollywoodiense de la grua, la sombra del hacha de película de terror les parezcan bien, todo sea por el clasicismo ese y el cine. A mi no. No disfruto ante una película que banaliza el dolor de los niños (¡Sólo quería volver a casa! dice el superviviente) y exagera y pervierte los hechos, que carece de enseñanza moral y que filma una secuencia de ahorcamiento para seguirla de la confirmación de que su hijo fue, además, todo un héroe. No se habla de que la guerrar de Collins contra Jones no terminó ahí. ¡Ah! ¡Pero qué pasa con la realidad! Que acostumbra a ser borrosa y la ficción necesita respuestas dramáticas, un guión sólido, que todo encaje. No gustan los hechos borrosos y qué mejor forma que la de cortar la narración. Como en Cinderella Man, que Ron Howard asume que el boxeador contrincante sólo puede ser malvado, los hechos sobran al creador de ficción, más aún cuando es alguien tan bruto, tosco y efectista como Eastwood. Los créditos llegan y el público quiere emoción, quiere esperanza. Howard, no es casualidad, produce esta película.
Las ficciones basadas en hechos reales se interrumpen y solucionan el resto de la verdad con cartelitos, algo típico y esperable en los telefilms. Tan sólo Zodiac, cinta que reconstruye lo desconcertante, supo salir viva de ese asunto, tal vez por la alta estima. Cine irresponsable con la captura de niños a la que reduce a cuatro clichés de cine de terror (representaciones abstractas del imaginario, del miedo, nunca crónicas verídicas incluso cuando lo pretenden), tosco, falto de fuerza o maestría narrativa, carente de interpretaciones personales, ausente de cualquier atisbo de suspense verdadero y en general de cualquier tipo de delicadeza para dibujar a los personajes. O sea, cine para canonistas y para los Oscar, si acaso alguan vez nunca dejaron de ir de la mano.
The Day The Earth Stood Still (2008, Scott Derrickson)
Ultimátum a la Tierra (1951) fue una película clave en el desarrollo e incluso fundación de la ciencia ficción: nunca antes el género se había planteado trasladar el impacto de una invasión alienígena a la gran pantalla. El ejemplo más cercano es The Thing from Another World, película estrenada unos meses antes y codirigida por un Howard Hawks que hizo énfasis más en un detection film, marcado por su condición de grupo cerrado (y enfrentado entre sí en una variación de Hawks de su luego mejor perfeccionado esquema masculino) contra criatura misterios y de la sorprendente labor del debutante Christian Nyby. La película de Wise explicaba el impacto de una llegada alienígena a través de noticiario, buscando una narración inmediata y usando planos generales con menos grandilocuencia de lo esperado, no obstante su protagonista, el alienígena Klaatu, se pasará todo el metraje en la tierra y cristianamente convertido en Carpenter conseguirá lanzar un mensaje de paz mediante una amenaza de destrucción. Imaginativa en su trasfondo (una unión de planetas envía a Klaatu de emisario) y de gran fuerza icónica (el robot Gort y su rayo destructor de armas permanecen inalterables en el género) la cinta de Wise conisguió ser una de las primeras y más humanas películas de scifi, radicando ahí su mayor acierto, creando una atmósfera más cercana a través de una narrativa basada en informativos y que daban a tan extraordinario suceso, una condición magna pero a la vez creíble. La verosimilitud nunca abandonó a Wise y en sus dos siguientes incursiones serían claves: tanto en la película de Star Trek, para dar una sensación de política ficción espacial, como en la más lograda Amenaza de Andrómeda.
El remake dirigido por Scott Derrickson parece sufrir de una notable parálisis narrativa y, como en la cinta anterior de Derrickson, puntea el lo televisivo de una forma esta vez innecesaria, dado que se trata de una superproducción. En una escena Derrickson finge un zoom invertido, atravesando un cristal y el truco se desvela impostado, forzado, sin mucha correspondencia en su efectismo. En otra, juega al intimismo y dibuja en un plano general, un reencuentro familiar, casi digno de Shyamalan. No cuenta con la misma complicidad: la banda sonora no ayuda nada a crear algo, y cuando la película brilla, por el trabajo con las texturas de Tattersall (viene de la escuela Star Wars y las apariciones de la bola luminosa brillan por su trabajo digital, pero es mucho más convencional para abordar la cotidianeidad), se ve coartada por la falta de protagonismo urbano, la sustitución de Washington por una Nueva York impostada (Vancouver) no tiene casi potencial. Tampoco se aprovecha el robot Gort, disuelto de forma tosca tras una primera aparición ejemplar y destinada a rivalizar con Transformers.
Las mejores ideas del remake son colocar al frente a una Jennifer Connelly como bella mujer independiente, codazo a la secretaria del original, y a un Keanu Reeves que hace gala de una magnífica inexpresividad y un rostro tan alienígena como el del Bowie The Man Who Fell To Earth (de la que debería protagonizar un remake dirigido por un Darren Lynn Bousman YA). El momento más interesante está en su invasión dialogada en un McDonald's, el único que parece asumir el legado de Wise y también el de otras cintas posteriores (Men in Black, por ejemplo).
Ultimátum a la Tierra necesitó dos películas para ser reformulada y variada por Spielberg (Encuentros en la tercera fasey E.T.) en una reinvención que colocó a las visitantes del espacio exterior como motor de busquedas de cierta hondura metafísica, cercanas a la existencia de Dios o al papel del propio ser humano en su civilización. La película de Derrickson apenas pasa por ser una versión con alguna imagen más poderosa que el cursi romancero derivativo Starman (1984), realizado por un cineasta que fue capaz de abandonar la industria e iniciar una etapa de guerrilla inolvidable. Los créditos anteriores de Derrickson le certifican como correcto graduado en teología y todo un pionero en dar cameos neblinosos a la Virgen María. Esta película tampoco certifica mejora sustancial: la búsqueda del padre por parte del niño que encarna Jaden Smith, no completa ningún círculo ni carencia vital como ocurría en Señales, sólo parece diseñada para impostar un trasfondo a una película que se basa, en principio, en la interrupción de la rutina y su sentencia, algo para lo que Derrickson no parece idóneo.
Jean-Claude Van Damme se somete a un riesgo interpretativo que le permite una filmografía tan heterodoxa y libre como la suya: el de hacer una película todavía más autoral y arriesgada que El último gran héroe, mucho más intimista que Adaptation e incluso una resurrección de una muerte menos furbiunda y triste que la de Pulp Fiction con Travolta. JCVD no es una dignificación, sino un film confesional, algo bien distinto: no quiere, a la manera de McTiernan, ni siquiera de hacer una apología libérrima sobre significados, sino que lleva su cuestionamiento a un grado todavía más moral.
La filmografía de Van Damme está enteramente basada en su indudable y portentoso potencial como artista marcial, en su clásica e irrepetible patada que le convertía en el actor perfecto (expresión pocas veces utilizada sin ironía para referirse a él) para encarnar a cyborgs de diverso pelaje (desde el más literal de Pyun hasta el supersoldado postCameron del sensible Emmerich), las versiones evolucionadas y sofisticadas del arquetipo del outsider (puede que su favorita en los noventa y con muchas variaciones) y también a luchadores abnegados. El debut de Mabrouk El Mechri lejos de demostrar que existe una lectura (toda una tentación plausible en la escena inicial del videoclub, bien resuelta) renovadoramente posmoderna para estas películas se dedica a componer una nueva y renovada mitología para el actor para terminar hablando, a la forma de Bergman del que hereda hasta esa pasión por el primerísimo plano dolido y casi arrebatador y la interrupción narrativa por vocación introspectiva, de sí mismo o sea, de la metafísica de los hombres. JCVD es la historia de un hombre que no sabe como reaccionar a sí mismo, ni como percibirse y se siente sobreexpuesto, es la odisea, en formato de película de atracos a la Tarde De Perros (de la que hereda su narración basada en la recepción mediática y esquiva su intimidad entre personajes para poner énfasis sólo en el personaje), de reencuentro de un hombre abatido como padre. Como figura, por primera vez, con un rol más allá del set de rodaje.
Mabrouk El Mechri ha debutado con una película llena de una extraordinaria delicadeza: no podría haberse filmado antes, porque mejora los logros de Smith y los resuelve de una forma más meditada en una escena inicial con dos personajes secundarios hablando sobre los villanos en el cine de acción de los ochenta (y repitiendo una biografía popular de Van Damme como identificación), añade gotas de humor insuperable a la autoficción de su premisa ("Le han dado el papel a Steven Seagal. Se ha cortado la coleta" / "John Woo… pasa de ti ¿eh?") que se quedan en anécdotas al observar su estructura narrativa, divida en refranes (a la manera de los tableaux de Vivre Sa Vie) y con ciertos desordenes más propios del Tarantino de sus dos primeras películas. No se duda, pues, del riesgo tomado por Mechri, pero una de sus decisiones es cuestionable: en su empeño de explicarlo todo (incluso cuando el público ya lo supone), sus cambios de perspectiva funcionan cuando describen al personaje y como se siente (en ese aspecto es magnífica la repetición desde dos ángulos del momento de la cámara de fotos), pero pierden auténtico fuelle cuando regresan al atraco y tienen que describir a sus secundarios, correctos pero sin toda la vida que tiene su personaje central y catártico de toda la acción. De igual modo, cuando Mechri narra el final del atraco: la muerte del líder de los atracadores, deudora incluso en planificación al clímax con disparo de Fight Club, consigue aliento poético pese a verse forzada por la deuda visual, pero el cineasta parece más cómodo cuando incluso la música habla por él: el plano del fan ético que termina muerto a ritmo de None of Us are Free (versionada por el propio director según la cancionzaca de Solomon Burke, decisión nada casual en el hecho de darle fuerza) sugiere una carga existencial mayor incluso que la del epitafio del muerto. También postTarantiniano es el ya clásico momento de la patada (un gran ejemplo de imposibilidad narrativa modelado en los logros explorados en Death Proof) en que Van Damme es incapaz de cumplir su último sueño redentor.
Prolijo en largos planos secuencia, en su juego con la realidad también hay, al menos, un triunfo en el inicial nunca coquetea con esos dos esbozos que tiene el audiovisual para representarse a si mismo: el de la exageración perfeccionista y el del giro puramente cómico. La textura de la película ayuda, por una parte, a que creamos que se trata, efectivamente, de un ambicioso film de un director asiático (¿una coda a los hipervitaminados cineastas hongkoneses con los que ha trabajado Van Damme? ¿Un guiño paródico a Park-Chan Wook? Seguramente ambas cosas) y también un rodaje por su movimiento lateral, distanciado y su falta de diálogos. La caída del decorado no es una revelación, sino una frustración, un fracaso de su personaje, algo que el metacine no acostumbra a ofrecer de una forma tan delicada. Otro momento destacable es el travelling circular rodado a ras del suelo en el que el líder de la banda se desplaza enfadado de un lado a otro de la oficina y la cámara no se mueve desde la perspectiva del rehén, de la cotidianeidad secuestrada. También es reseñable el esfuerzo de Mechri por devolver a las tomas de grúa cierta lógica, con una bien rematada toma del aeropuerto que no se limita a ser funcional sino que busca también cierto aliento atmosférico incidiendo en que ya sabemos lo que ocurrirá.
Triunfa El Mechri al coser en ese último plano, mudo y bergmaniano, el nacimiento de un hombre, superando la propia película (su ficción) a ser un mero juego metalingüístico y ello supone, al final, su gran virtud: que tras una propuesta que pudiera parecer de testamento para fans, se esconda un debut tan esquivo y heterodoxo lleno de vida.
Al fin una categoría wikipédica sensible con el nuevo saber. ¿Quién puede resistirse a una lista de películas, oh, uh, ah, filosóficas? Están el clásico Nolan (Memento, The Prestige), la demostración de cómo la teología se lleva mucho en esta nueva Filosofía (Wide Awake, What The Bleep Do We Know) y una respuesta al melodrama fantástico: Meet Joe Black y Always siempre fueron cintas llenas de filosofía. Muy educada también la idea de incluir a Amenábar y remake. Sin embargo, lo mejor nunca está desarrollado: la base sobre la que partir sería, en todo caso, Total Recall y Groundhog Day. Y no veo en esta lista 50 primeras citas o The Final Cut por citar dos ejemplos recientes y sumamente interesantes.
Había leído la segunda novela de Safran Foer en castellano, en su edición respetuosa de Lumen. Le doy una segunda oportunidad en su lengua original para juzgar con más calma: Safran Foer, que debutó con Everything's Illuminated, es capaz de condensar en su prosa lo mejor o lo peor. Generalmente su táctica es convertir al nnarador en alguien conmovedor, con problemas lingüísticos (en su primera novela era un guía), para deslizar una situación en la que también hay un alter ego, el suyo y una cierta e interesante concepción de la memoria. En sus peores momentos, y son frecuentes, atisba sobre su obra un sentimentalismo perfectamente en la agenda de The New Republic y una cierta reutilización de una estética experimental como catarsis emotiva. El libro va dedicado a su esposa (mi idea de lo precioso).
La curiosidad por las palabras del protagonista, Oskar un remedo empaquetado del protagonista del Tambor de Hojalata, es evidente: What about a Teakettle?
Sigue preguntando Oskar, y también nosotros. Hace referencia a su tambor, se llama Oskar. ¿Cuál es el objetivo de Foer? Dejemos que intente explicarse este Oskar y luego pasaremos a Grass (las negritas son mías, naturalmente).
What if the spout opened and closed when the steam came out, so it would become a mouth, and it could whistle pretty melodies, or do Shakespeare, or just crack up with me?
Este detalle, por ejemplo, es perfectamente intraducible: las dos rimas (came out / mouth / Shakespeare / me y también podríamos añadir melodies como rima asonante). El problema es el bardo inglés que aparece dónde no debería, quizá para señalar que estamos ante un niño especial.
I could invent a teakettle that reads in Dad's voice, so I could fall asleep, or maybe a set of kettles that sings the chorus "Yellow Submarine", which is a song by the Beatles, who I love, because entomology is one my raisons d'être, which is a French expression that I know.
Segundo error, a la mención a Shakespeare le añadimos la originalidad del Yellow Submarine y, atención, una expresión francesa que está evidentemente hilada por los whichs destinados a reproducir el pensamiento del muchacho. Pero a un narrador como Safran Foer, obsesionado con la emotividad, deja que ésta se imponga incluso a su personaje y le proporciona una serie de extravaganzias que nunca se exploran como es debido.
En la página 11 vuelve a caer Safran Foer en el mismo error
The first letter I wrote was to Stephen Hawking. I used to stamp of Alexander Graham Bell.
El proyecto de Foer tiene como base el coleccionismo, la recopilación de las memorias. ¿Pero acaso no sería más honesto un narrador así de detallista mayor que el Oskar Schell niño?
Cuando explica el origen de la lectura de Hawking, antes del fragmento de la página 11 aclara que es su libro favorito y no la ha terminado aún (las matemáticas son difíciles, asegura) en la página 86 Safran Foer contrataaca de nuevo con A brief history of Time.
I read the first chapter of A brief History of Time when Dad was still alive, and I got incredibly heavy boots about how relatively insignificant life is, and how, compared to the universe and compared to time, it didn't even matter if I existed all
Damos por sentado que Oskar es especial, pero no damos por sentado que Safran Foer usará una táctica tan rastrera para acentuarlo: Oskar funciona en el recuerdo de su padre, no sólo como ser humano, sino metafísicamente.
La pretenciosidad de Safran Foer con Shakespeare y Hawking crece según la novela avanza y se revela absolutamente artificiosa. La metáfora de las botas pesadas aparece tachada y el episodio se llama Heavier Boots (botas más pesadas)
Twelve weekens later was the first performance of Hamlet, although was actually an abbreviated modern version, because the real Hamlet is too long and confusing, and most of the kids in my class have ADD. For example, the famouse "To be or not to be" speech, wich I know about from the Collected Shakespeare set Grandma bough me, was cut down that it was just, "To be or not to be, that's the question".
La honestidad del narrador, de un niño, no tiene nada que ver con su perfección. Safran Foer vuelve a hacer trampas ¿Cómo sabe que el verdadero Hamlet es muy largo? ¿Por qué ese regalo de su abuela, tan culto y tan deliberado? ¿Cuál es el sentido de la metáfora (las botas en relación a los detalles - Shakespeare, Hawking- ) más que el de ser descaradamente lírico, obvio y… especial?
Este es el problema del narrador de Extremely Loud & Incredibly Close: someter al personaje a una rigidez que le condena a ser falso, algo que nunca son los niños y menos los inteligentes y bondadosos (otra cosa son los diabólicos, exquisito especimen también). Bien, volvamos ahora a Grass. El tambor de Hojalata empezaba así:
"Granted: I am an inmate of a mental hospital" ("Pues sí: soy huésped de un sanatorio")
La sinceridad se articual doblemente: Grass no justifica sus siguientes fechorías, mucho menores, sino que el personaje empieza siendo todo lo honesto que puede ser un huésped de un sanatorio (se evita el Loco).
Y aquí llega la diferencia esencial con Safran Foer, la de Grass que además es propenso a unas nada temerosas y bellas descripciones:
Well, then, it was in the form of two sixty-watt bulbs that I first saw the light of this world. That is why the words of the Bible, "Let there be light and there was light," still strike me as an excellent publicity slogan for Osram light bulbs.
(Vi pues la luz del mundo en forma de dos bombillas de sesenta vatios. De ahí que, aun hoy en día, ese texto bíblico que dice: «Que la luz sea, y la luz fue», se me antoje como el lema publicitario más acertado de la casa Osram. Excepto por el obligado desgarramiento del perineo, mi nacimiento estuvo muy bien.)
El narrador se aleja de Oskar, como está alejado del tiempo y se permite licencias poéticas. Pero ya no es un niño y Grass no es tramposo no por la edad que se supone, sino por el misterio que presupone el lector. ¿Quién es ahora, Oskar, ese hombre que recuerda su nacimiento? Grass cuestiona la memoria y Foer parece reafirmarla con detalles. Son posturas muy distintas, pese al intento del segundo de acercarse al primero mediante el homenaje.
De los siguientes que aparecen, debido a sus desporporcionadas ambiciones (narrativas, sociales) hablaremos con más calma en los siguientes posts.
Javier Marías no dejará que los tabernarios del Internés le roben SU SONRISA.
Confirmo en Repronto lo que ya sabíamos: que a Javier (Marías) no lo saques del Ducado, que con el pueblo (se) ha topado y además son cabroncetes como un juzgado. Aún te van a llamar Alfaguarro, los muy ingeniosos. Por eso, este bloguero necio, anónimo e inculto quiere echarse unas risas con Don Javier (Marías) y va a comentar algunos de los momentos estrella de su artículo.
"Eso sí, no me pregunten con qué diablos estoy escribiendo. Lo que sí puedo confesarles es que la semana pasada, al estar fuera de Madrid y en un sitio en el que era imposible comprar máquina alguna, no me quedó otro remedio que tomar prestado un ordenador de la casa en la que me alojaba y teclear con él, tanto el artículo de rigor como algunas líneas de una posible novela nueva (que si es no será larga, descuiden). El ordenador ha vuelto a no gustarme, lo siento; pero ya que lo tenía en mis manos durante unos días, aproveché para navegar un poco por Internet, por primera vez en mi vida o casi (No quisiera decir que esto condiciona la actitud, la opinión y la legitimida de Don Javier. Que él sabe más de Tristram Shandy que yo. ¿Está claro?). Así, logré visitar por fin, al cabo de unos diez años desde su creación, la web que lleva mi nombre y que montó por propia iniciativa una lectora de Gijón, Montse Vega (señorita a la que seguimos también nosotros desde hace tiempo), a la que, visto lo visto, debo mucho más de lo que jamás podré devolverle. También me quedé admirado de que en la Red existan datos sobre todo lo habido y por haber, aunque demasiados no sean de fiar o estén equivocados. Es decir, aquello parece una enciclopedia de vastedad incomparable, pero de calidad muy dudosa y variable. Comprendo ahora de dónde salen muchas "documentaciones" de periodistas y -lo que es más grave- novelistas (aquí viene un momento estelar de Marías: ese dónde asume que los periodistas, que tratan con la siempre indecorosa realidad, son peores que los novelistas, cuya condición de linces de la ficción les impide "introducirse" en el basurero de la red), y por qué tantos de éstos se atreven hoy a hacer novelas históricas sin saber nada sobre el periodo elegido antes de empezar a redactarlas (Eso, Eso, que en los foros sólo se junta chusmilla).
Pero de todo esto estarán la mayoría de ustedes al cabo de la calle, y disculpen que les diga nada sobre mediterráneos que habrán descubierto hace siglos. Lo que más me ha desagradado, sin embargo, son los llamados blogs y foros(los llamados blogs dice el llamado escritor), por algunos de los cuales me he dado un paseo (Un paseo muy poco Cervantino, Don Javier que cualquiera diría). No entiendo que tantos escritores tengan un blog propio (como decíamos, el novelista no debe ensuciarse) y le dediquen, por fuerza, numerosas horas de su tiempo, porque me parece equivalente a esto: uno va a un bar, se sienta a una mesa y habla de lo que sea, y a continuación está expuesto a que cualquiera coja una silla y le suelte a su vez su rollo o -con demasiada frecuencia- sus imprecaciones (entra Don Javier [Marías] a un bar y dice "Esta la Sfera?" "¿Quién" "La sfera" ¿Qué? Porque la BLOGO es ESTO ¿No? ¿No?.... ). O bien a esto otro: uno inicia una conversación telefónica particular, y cualquier individuo puede colarse en ella y opinar lo que le plazca o ponerle verde a uno (¿Fue Don Javier [Marías], académico de la lengua y Redondo el muy Rey, el que dejó el comentario "Aquí lavan ropa?" "¡PUES QUÉ GUARROS!" en algunos blogs ingleses). No sé, para mí sería una pesadilla tener que escuchar pacientemente a personas que no he elegido (muy Flaubertiano es el no elegido, como si la visita de blogs fuera forzada. ¿Sabrá Don Javier [Marías] la existencia de buscadores, de feeds RSS para leer los blogs que tan sólo interesan?), y con las que en algunos casos no quisiera ni cruzar media palabra (Y tu qué has hecho en la vida chaval, que yo he traducido a Sterne, piltrafilla). ¿Cuál es la gracia de estas tertulias escritas? (¿Aquí lavan ropa?) ¿Ver que uno provoca reacciones? (¿Psicología social? Nah) ¿Tener la comprobación inmediata de que lo que expone no cae en el vacío? (¿Y eso no le llena, Don Javier [Marías]?) ¿Llevar una vida "interactiva" (y perdonen el adjetivo)? Debe de haber mucha gente solitaria, o que aguanta la soledad -ese gran bien- pésimamente (Ha punteado el Sabina, pero ha terminado haciéndose el inglés con "ese gran bien" dicho con una firmeza nada nihilita). Pero lo que más me ha desagradado es el frecuente tono insultante de los comentarios y el veneno que a menudo destilan (Qué mala gente, qué mala uva). Amparados en el anonimato cobarde de los llamados nicks, no hay asunto que no les merezca a unos cuantos blogueros toda suerte de improperios (menuda perraca la tal George Eliot o el tal Larra, Digo, Los Nicks, claro. ¿Y el tal John Banville, usando seudónimo para la novela negra?). No veo que se discuta ni argumente apenas (Si no lo veo, no lo creo, decía el refrán), sino que más bien se lanzan denuestos y groserías como en las tabernas más zafias (¿Cómo en las de Pérez Reverte o en las zafías de verdad, esas llenas de gente rara que está hecha de muchos metales?). Hay en este mundo, o eso parece, una desproporcionada cantidad de odiadores, o llámenlos negativistas, resentidos, amargados, venados (Muy Buenafuente, el Digue'm Agosarat). No tantos en los blogs o foros en inglés (Sterne, muchacho, tú si que sabías). En esa lengua la gente es más propensa a emitir sus opiniones, a discutir civilizadamente, a pedir una información o aportar otra interesante y útil (Sí, claro, nada que ver)En los españoles, en cambio, veo una sobreabundancia de rabiosos y cabreados, de individuos a los que todo parece una mierda, o que dedican horas y horas a estudiar la obra de un autor, por ejemplo, con el solo ánimo de ponerla a caldo, en vez de abstenerse -como quizá sería lo lógico- de seguirla leyendo. También se lleva uno sorpresas en este mundo, y ve intervenir, con su nombre, a personas de las que se distanció hace años, sólo para comprobar que la edad no las ha hecho más sabias ni gratas sino todo lo contrario, que el gusto por despotricar sin razones les ha ido en aumento y que ni siquiera han variado sus obsesiones durante tan larga ausencia. No sé, pero asomarse a esa inmensa taberna (no son varias tabernas, sino que una y en la que seguramente mataron a Billy Bones, ¡Groar!) que son los blogs y foros de Internet, en España, le hace tener a uno la sensación de vivir en una región ocultamente furibunda, en la que más vale no entrar, si es posible (Hijo, ves lo que pasa si vas a los bares, que juegas a las tragaperras, pegas a tu mujer y en general, te conviertes en tercermundista).
Confundir la estupidez con un objeto no es nuevo. Que este medio proporcione a la estupidez un poco más de ruido, tampoco es neceseriamente terrible: dice mucho de la situación cultural de un país. Pero ¿Ha leído el nivel de una discusión en el blog de Vicente Luis Mora? ¿Y a Minchinela? Admito que la mayoría disgusta, sobretodo cuando da razón a la idea ilustrada del Pueblo, pero siempre hay sorpresas. Gente inteligentísima que ha encontrado en este medio una herramienta de intercambio de ideas y de riqueza democrática en una dialéctica, al fin, adecuada. Gente que es furibunda, pero sin vestirse de gitana ni extrañarse si le hablan de Cervantes, esa novia fea, ni levantan la ceja para debatir las elecciones/traducciones de Flaubert, ni tienen miedo en descubrir nuevas narrativas, ni creen que Onetti es el nombre de una pizzería legendaria. La grandeza no es propiedad, todavía, de un hombre arrogante. La grandeza la conceden la inteligencia, los argumentos, algo que Don Javier (Marías) lleva mucho tiempo sin darnos.
Lo de James Wood es meritorio, muchísimo más que el polemista de Salon (o de powells.com) Dale Peck, mucho menos elaborado y más convencional. El profesor en Harvard, educado en The Guardian también tiene un blog en contra. Y un texto en el que se le rebate, paso a paso, How Fiction Works. El asunto conspiranoico, del establishment y demás funciona sólo a ratos. Comparto parcialmente el desconcierto del ensayista cuando dice que no sabe lo que es el realismo.
Actualización: La lectura que hizo Jean-François Fogel, siempre atenta y cuidadosa.
Un amable lector (anónimo, pero aquí los queremos a todos) ha dejado una brillante respuesta a los textos que critican a James Wood. No dudo de la honestidad del crítico, ni del asunto, lo recalca nuestro bloguero, de que hey, se trata de un scholar. ¿Por qué iba a dudar? Wood votó a Claire Messud para el Booker de 1994 y a bien seguro de que el libro de Messud era el mejor. Lo dice Wood, un scholar, muchacho. El hecho de que Messud fuera su esposa y que Wood, ejerciendo la responsabilidad (ya será menos) de juez en esto de los premios literarios, olvidara mencionar que la señora y él…. Eso es menor. Seguro que Wood olvidó ese pequeño detalle que, por supuesto, no da una imagen global de su integridad. No. ¿Dudar de un hombre que vota a su esposa en unos premios con la historia y categoría de los Booker y lo oculta, cual niño travieso y sonriente, al resto del jurado? Eso jamás. Hay que jugar limpio. También con los hechos y nadie juzga a Wood por su papel en dicho jurado. A fin de cuentas era un premio y Wood sigue siendo uno de los mejores treinta críticos según The Economist.
En todo caso leí con mucho interés The Irresponsible self y creo en Wood como un crítico progresivamente refinado, pero el truco está en su defensa: "Tiene su propio procedimiento" asegura el defensor. ¿Pero y si se estuviera equivocando de procedimiento? Nadie acusa, que yo sepa, a Wood de deshonesto, pero sigue siendo incapaz de enfrentarse a ciertos tipos de ficción y me parece que colocar a Zadie Smith, David Foster Wallace o Thomas Pynchon a una altura similar es una inconcreción impropia de él. Aún así, espero con ganas hacerme esta navidad con How Fiction Works y seguir con la discusión literaria que inteligencias como la de Wood, hacen más agradable día a día.
Empecemos por La Canción: (They Long To Be) Close To you escrita por Burt Bacharach y Hal David e inmortalizada por los Carpenters, pese a que Richard Chamberlain y Dionne Warwick intentaran hacerla famosa antes.La canción lo es también por su uso devastador en The Heartbreak Kid (1972, Elaine May) y Superstar: The Karen Carpenter Story (1987), el temprano debut de Todd Haynes. No resulta casual que los autores del excelente remake de la cinta de May, los hermanos Farrelly, le dieran otro uso entre patético y sublime en Algo pasa con Mary.
Su cumbre es su cover de La Canción, un Close To You que parece ser el último eslabón de una escalada evolutiva llena de amores imposibles y melancolías soterradas. Llena de frases que incitan a la lingüística avanzada y, parafreseando a Noel, al rescate de Santa Teresa de Jesús (Que se sube cuando no sabes que subir). Aquí la tienen, confundiendo a los Cardigans con los Carpenters (y se disculpa luego en la descripción del vídeo, no se preocupen) y haciendo evolucionar la Poética de Fotolog, llevando la emotividad a lo que se podría conocer como el feedback de escritorio (y Henrique recuerda que detrás de la joven hay…. Un ordenador). Además, el primer comentario que se puede leer dice: "Vaya, vaya que linda estas.. que linda voz... si tueviera 20 años menos, te buscaria por todos los ricones de España para casarme contigo... Gracias por compartir con nosotros los cibernautas tu preciosa cara y lindisima voz.. desde Veracruz.. con mucho cariño...". ¿Dudan aún del poderde la melodía perfecta?
Esta bitácora está a favor de las jovencitas exhibicionistas que quieren cantar a los Carpenters y que son precoces estrellas teen del YouTube y sólo quieren dar AMOR. ¿Me van a decir que se harán los duros después de esos coros con PITUFOS? ¿Conocen alguna forma de empezar MEJOR la Navidad?
Bolt comparte con Buzz Lightyear la mala suerte de ser parte activa (e inocente, pura) de una inmensa operación de publicidad que conducirá, inexorablemente, al desencanto. El juguete está movido por las ventas, pero la estrella televisiva por las audiencias y el factor decisivo del target. Mientras que el personaje de Pixar era un juguete que descubría la mortalidad, el de Disney descubre algo si cabe más elemental: su naturaleza. También justo por eso se echa de menos que la película de Byron Howard y Chris Williams se recogije un poco en algo que la cinta de Lasseter no descuidó: la relación de los juguetes/mascotas con sus amos, algo que esquiva tal vez por la elección de una Miley Cyrus aquí destinada a aportar candor y desasosiego preteen a una actriz con una notable ausencia de figura paterna nunca explorada por la película.
Resulta paradójico que una cinta de animación sea la que tenga que ejecutar un comentario metalingüístico acerca de las ficciones y su relación con la realidad., cuando se basa, precisamente, en la naturaleza inmortal del dibujo animado. El punto de partida es la parte más interesante y espectacular porque funciona como una versión hiperbólica y perruna del Show de Truman combinado con una concepción del espectáculo acrobática y frenética, como una reunión anfetamínica entre los Wachowski y el James Cameron del clímax final de True Lies.
No es Bolt una película a la altura de, por ejemplo, la magnífica Wall*E. Es mucho más previsible, pero ahí descansa su valor: que la alternativa a Pixar sea un bienintencionado y renovado regreso a la tradición, digitalizada eso sí. Con una impecable galería de secundarios, recuerda la película a las grandes fábulas animales del Disney ochentero, con Tod y Toby y Basil el superdetective (Ojo Verde parece un guiño a aquel Ratonil Vincent Price y Rhino ayudaría encantando al detective favorito) como referentes más evidentes. No esquiva ninguno de los lugares comunes de una fábula así, pero garantiza un bien que se revela esencial en tiempos de la ultraconservadora y pseudogrosera Shrek (y sus no menos repugnantes sucedáneos): generar personajes con un carisma casi intacable demostrando una pasión sin límites por la animación (atención a las palomas o a la expresividad sin parangón del protagonista) y manteniendo un discurso coherente con su público receptor. No hay en Bolt una cuota para el adulto, un guiño a American Beauty o una carcajada medio escéptica para Matrix: cualquier espectador se verá satisfecho con unos running gags estupendamente concebidos (la mirada de fuego y el superladrido) y con un final que parece una apología secreta de Lo Molón, con el descubrimiento del secreto para mejorar las ficciones.
Empiezo a leer La Mitad Oscura con sumo interés ya que se trata del ajuste de cuentas de su creador con Richard Bachman. O sea, pura y dura introspección de una figura clave (el escritor ficticio) autor de sus mejores obras.
Empieza con una gran frase, auténtica, de escritor:
People's lives — their real lives, as opposed to their simple physical existences — begin at different times.
Y entonces empieza Mr. King a hacer lo que mejor se le da: la referencia pop para construir un personaje. La otra manera es hacer que diga Oh Jesus Christ, Oh My God.
Pritchard — who was now humming the Bonanza theme-song under his breath — worked the wound quickly and almost effortlessly, eferring to the dental-type mirror mounted on the end of the probe only occasionally.
Y esto escribe justo después de la aparición de un cerebro con un ojo. Después alterna citas del seudónimo del protagonista (George Stark) con las reflexiones de su yo real (Thad Beaumont). Y volvemos a los subrayados, a los gritos:
Well, there's a crime writer named Donald E. Westlake,' Beaumont explains. 'And under his real name, Westlake uses the crime novel to write these very funny social comedies about American life and American mores. 'But from the early sixties until the mid-seventies or so, he wrote a series of novels under the name of Richard Stark, and those books are very different. They're about a man named Parker who is a professional thief. He has no past, no future, and in the best books, no interests other than robbery. 'Anyway, for reasons you'd have to ask Westlake about, he eventually stopped writing novels about Parker, but I never forgot something Westlake said after the pen name was blown. He said he wrote books on sunny days and Stark took over on the rainy ones. I liked that, because those were rainy days for me, between 1973 and early 1975.
Por si no había quedado claro lo de GEORGE STARK. Stephen King lo explica para todos, con una metáfora lamentable y sentimental (aquellos fueron mis días lluviosos) sigue la novela (su novela) sobre la escritura.
En The Monsters Are due To Maple Street, excelente episodio de la fundacional The Twilight Zone escrito por Rod Serling himself, un extraño meteorito, que causaba fallos en el funcionamiento de los sistemas eléctricos y todo tipo de líneas telefónicas, hacía que unos vecinos de una calle típicamente suburbial se preguntaran si estaban siendo invadidos por unos alienígenas, tras la alerta lanzada por un muchacho que lo ha leído todo en tebeos. Las sospechas que tienen unos sobre otros derivan en una sangrienta batalla final. Al final descubrimos que esa era la táctica de los extraterrestres: el terror y la sospecha hacen que los humanos se maten entre ellos y ahorren el trabajo. Pueden ver el episodio aquí.
The Burbs es la revisión posmoderna que hace el fiel y fanzineroso Joe Dante, posiblemente el fan mejor crecido de las historias de Serling, de ese mítico episodio, presentando así todas las virtudes y las limitaciones de la posmodernidad cinematográfica de los Ochenta. Un ejemplo es su magnífico opening:
Fijaos como Joe Dante convierte el logo corporativo en el verdadero principio de la película, deconstruyendo así las normas corporativas de los créditos iniciales y jugando a destacar el universo deliberado en que se traslada la acción.
Por ejemplo, en su primera parte hay alguna que otra cita literal a Rear Window. Y después están las diferencias frente a su modelo anterior: si en el capítulo quedaba más o menos patente una cierta amistad entre Steve y Charlie, en la película todo queda sobre explicado. Las rondas de vigilancia, que proporcionan descacharrantes gags, la obsesión paranoide viene dada por unas vacaciones y un exceso de tiempo libre, el veterano de Vietnam. Y además rechaza Dante la posibilidad de la invasión espacial, decidiéndose por hacer una heteredoxa revisitación del American Gothic, siendo la família sospechosa, además de asesina, de costumbres especiales y extrañas.
Y aquí llega la máxima diferencia: los paranoicos en el episodio de Twilight Zone están equivocados en lo esencial (sospechar de que hay un infiltrado) y con ello conceden su victoria. La rutina alterada es la que provoca la paranoia y el miedo. En The Burbs, el protagonista está en lo cierto, pero Dante advierte, entonces, de los peligros de la vida cotidiana inalterada: Hanks descubre las anomalías hastiado de no hacer absolutamente, mientras que en Maple Street esas extravagancias se usan sólo cuando la desesperación llega al máximo.
Hay un momento perfecto en el que Dante, además, con el maravilloso gag del hueso (¡este es Walter!) alarga hasta el exceso el close in típico del cine de horror cuando uno de los protagonistas descubre algo impactante.
Esa es la vuelta de tuerca posmoderna y Dantesca a la Dimensión Desconocida: replantear una historia a través de la complejidad y el barroquismo (el giro en Maple Street es como conclusión inquietante y Dante usa los plot twists como recarga desmadrada a su mixtura genérica), siendo, eso sí, siempre mucho menos inquietantes(la serie de Serling busca siempre en la inquietud, mientras que sus discípulos prefieren jugar ) y más irónicos, aparentemente felices (en el viaje el personaje de Ray se ha visto, literalmente, disuelto por lo que es su modo de vida) que sus predecesores.
Revisar The Twilight Zone es un lujo que ya no se estila: es la serie perfecta, puede que por nueva o puede que porque hubiera un tiempo sin ironía. También lo son algunos de sus tributos, como esta bella web dedicada a clasificar capítulos en delirantes secciones y no menos recapitulaciones entre ellas. Del apartado dedicado a las segundas oportunidades podría encontrarse también un tema más: el Destino. Aparece en muchos de sus episodios, aunque mi favorito sea Nick Of Time, primera aparición en la serie de William Shatner que aquí encarna a un pipiolo enamorado con cierta superstición. Escrita por el maravilloso Richard Matheson, uno de los guionistas clave de la indiscutible calidad de la serie, el episodio se cierra con un estupendo final que revela otra historia (la misma, por supuesto) ocurrida con la máquina y deja clara que la vida sea, tal vez, la historia del hombre contra su propio destino. Es en ese sugerente cierre final donde la serie alcanza una de las cimas de su singularísima y sugerente idea del fantástico: como un juego invisible entre diversas realidades (la mental, tal vez la objetiva y hasta a la que referencia el título con su dimensión desconocida) en el que se puede acceder, de verdad, a los auténticos dilemas del hombre. También, fíjense, resulta encomiable como el director, el televisivo Richard L. Bare, saca partido a todos los encuadres de la cafetería, siendo cada entrada distinta a la anterior y buscando también un espacio cada vez más marcadamente tenso.
Nick of Time, además, deja un legado icónico: su mítica máquina del Sí, el Adivino Mítico está ahora al alcance de nuestra mano y se revelan un regalo navideño artesanal, pero eficaz para deslumbrar a nuestro enemigo íntimo más cercano y que nunca pasa por debajo de las obras (además, el dedicado y entregado coleccionista nos avisa de que sigue fabricando cabecillas luciferinas por si las moscas).
James Cameron promete dar mucha guerra con Avatar y anuncia para un proyecto tan deliberadamente grandioso, un videojuego parejo en ambiciones: el MMPORG. ¿Completará esta experiencia a su película? De momento el cine avanza hacia una convergencia mayor con los videojuegos, aunque el temor de que la cosa termine con la pereza de las novelizaciones, meras herramientas de merchandising, está también presente. Sin embargo los avances se producen. El tan celebrado Cronojuego puso en circulación una fascinante historia de conspiraciones corporativas de raigambre dickiana que abría nuevas posibilidades a su película y no fue el único caso más o menos reseñable. Uno de ellos superó incluso a su película: I am Legend Survival era, indudablemente, más interesante que la película Soy Leyenda, ofrecía una curiosa recreación apocalíptica y narrativa de la idea original…desarrollada en Second Life. Su desenlace fue feliz, pero sugería una serie de historias paralelas protagonizadas por otros supervivientes que eran muchísimo más disfrutables a través del videojuego. También los felices juegos de la marca Lego proponen una revisión de mitos de la cultura pop (las dos franquicias estrella de LucasArts y el mítico Batman) que tiene mucho de conjugación, pese a que rechacen la continuidad narrativa o el complemento, para ser directamente una reevaluación hecha para los conocedores de las películas e incluso de los tebeos.
La pregunta sigue siendo la misma, sin discusión: en una era del blockbuster aburrido y digital, ¿Podrán las renovadas posibilidades narrativas de los videojuegos ampliar y recontextualizar las ficciones del futuro? La apuesta más clara sigue siendo la de los Wachowski que con Animatrix y Enter the Matrix se atrevieron a dar un doble salto sin red que debería haberse continuado y mejorado. ¿Se conseguirán, también, juegos y películas excelentes?
Resulta muy signifcativo que, de esto se habló antes en el Focoforo, los guionistas del futuro ya estén aquí: Paul Haggis, Jonathan Nolan y William Monahan. Vienen, aparenetemente, de terrenos vedados de la industria: el primero de la televisión, el segundo de cómplice original de Memento y Monahan del periodismo más cultural, con algunas inclinaciones ya puramente cinematográficas. Comparten todos esa intención de ir más allá: Haggis se sueña Altman con una dramaturgia más bien ramplona y Nolan y Monahan toman géneros de aventuras (superhéroes, cruzados) para lanzar mensajes bien claritos al público de hoy en día (¡DILEMAS MORALES! ¡ACEPTAR LA DERROTA! ¡COMPRENDER AL OTRO!) en forma de chuscas analogías.
Ninguno de ellos está brillando en sus proyectos más personales: todos encuentran su lugar perfecto, comodín, en los blockbusters de Hollywood. Y hete aquí la gran metáfora: el gran escritor de guiones de hoy funciona cuando su presunto talento indie está al servicio del sistema, sustituyéndose por algo más amplificado y brutal. ¿Está mejorando el blockbuster a un grupo de guionistas francamente mediocres? ¿Es ese su contexto ideal de libertad?
El año que viene llegan dos respuestas a este fenómeno que tiene mucho que ver con esa desaparición del cine indie que señaa este mes la revista Fotogramas: Terminator Salvation y Edge of Darkness.
Se trata de una valiente solaera Apocalíptica. Con una pasión obsesiva por los planos de detalle y una interesante lectura de su maestro evidente, el incomprendido y veloz Martin Scorsese, F. Javier Gutiérrez compone una de las mejores películas del año, demostrando que la cinematografía española no sólo está en condiciones de competir con la americana sino que, además, es capaz de ofrecer estimulantes relecturas a los viejos estandartes de Hollywood, incluso proponiendo renovaciones que pasan por amalgamar tradiciones. Al fantastique español contemporáneo resulta difícil encasillarlo: ¿Es Los Cronocrímenesun perverso giallo o un thriller de viajes en el tiempo? ¿Es El rey de la Montaña una película de supervivencia o un una película de horror abstracto? ¿Es esta cinta un film apocalíptico o un psychothriller?
Toma su estructura de la revisión excesiva de El Cabo del Miedo (1991) aunque no obvia los guiños a la original, a la siempre imprescindible Noche del Cazador, a Vértigo y también a cierto revival del american gothic pregonado por Marcus Nispel con una atmósfera efectista y un look visual de marcados contrastes, obsesionado por el vaciado que rodea a sus protagonistas, siempre en auténticos parajes desérticos. De hecho la variante que su cineasta propone bien podría llamarse Estepona Gothic al revisitar el modelo tradicional del gótico americano, con asesino anónimo y terrible incluido (¡El Soro es nuestro Cara Cuero!) y secretos familiares con incestos y perversiones por doquier
Incluso en sus peores momentos (las transiciones de los personajes en el camino, la algo decepcionante pelea entre los dos protagonistas, los manidos travellings laterales) sabe resolverlos con un hallazgo visual (como es la interrupción gracias a planos aéreos que dan más agilidad a un recurso un tanto manido por el cine reciente), como ese Soro iluminado por la conciencia divina y fascinado por un fin de los días. Una crónica no tan desesperado pero sí agónica de las últimas y pequeñas batallas antes del estallido, es capaz de resolverse con un precioso (esta vez sí) plano lateral que enseña la catástrofe iluminando por última vez un romero, después de dejar atrás un reencuentro amoroso que transcurre casi se diría que en off.
Pero ni tan siquiera ese plano final, bello, redunda en una felicidad que no es tal y Gutiérrez se atreve a ser mucho más agónico que sus modelos siendo la suya una original crónica de una desestructura familiar que ya no es tanto un motivo del horror, sino un auténtico devenir.
Rendition se suma al renacido cine político de los Estados Unidos con una conciencia marcadamente post11S y crítica con la guerra de Irak. Tendencia también era hacer un remake francés o una feliz comedia neoyorquina middleclass y las causas políticas, no por más estimulantes, desvinculan la condición de moda. Así que el retrato de Hood incorpora tantos elementos de segunda mano como puedan imaginar: narrativa desfragmentada y aparentemente tensa (24), Meryl Streep dando sensación de actriz mayor y terrible (la saga Bourne) y conflictos morales recién horneados de la vieja guardia de los setenta (Los tres días del Condor como modelo más o menos evidente).
La pirueta más interesante de la película está en su giro narrativo situado al final de la película que revela que una de las historias es cronológicamente anterior e insinúa que un modelo narrativo más interesante, pero lo hace usando un par de trucos de montaje bastante similares a los de Ji Yeon y El Silencio de los Corderos (1991, Jonathan Demme) con la trampa espacial traducida al ámbito temporal. En este caso la de Hood es temporal. Es agradecido que en tiempos de la citada Lost y 24 el cine trate de aportar nuevas soluciones, pero da la impresión de que cintas como esta y la todavía peor 21 Gramos (y con él todo el cine del incapaz González Iñárritu) son absoluta y manifiestamente incapaces de articular nuevas propuestas narrativas a la altura y sin que sea la serie de Abrams redonda, de momento, en sus ambiciones estructurales. Syriana proponía un modelo de entropía narrativa mucho más interesante que el de esta, que a ratos parece una revisión pálida y acortada de la película de Gaghan, quizá por estar supeditada a una sensación de paranoia, sin que ello significara descuidar la dramaturgia del asunto, un factor casi clave en este tipo de thrillers que se proponen ahondar en una tragedia.
En Rendition también hay diversos flancos, pero se peca de lo peor: el descubrimiento de una de las protagonistas más o menos islámicas de la naturaleza terrorista de su amante se hace con un álbum de fotos que incluye la improbable fotografía de dolor en pleno entierro de su hermano (¡y en primer plano!). Un recurso de guión tan absolutamente cómico e improbable pone de relieve uno de los problemas del aparentemente combativo cine político: la síntesis termina fagocitándose parodia por ese empeño en combinar demasiadas tramas para dar una conclusión satisfactoria a un problema complejo. No mejora demasiado el asombrosamente mediocre Hood con su absoluta falta de tino para la composición del suspense, llegando a cotas estelares al final, y ni tan siquiera su mirada escapa de una rutinaria composición que se desvela aburrida: travellings laterales que se repiten una y otra vez para retratar la prisión en la que ocultan al falso culpable y para retratar el piso del agente de la CIA, uso alarmantemente telefílmico de la grua y aburridos planos/contraplanos en momentos de tensión. Ni tan siquiera el voluntariosamente distante plano general que cierra el reencuentro sentimental es capaz de dar a la película cierta autonomía de sus modelos evidentes.
Cuando el mejor momento de una cinta es una cita a Shakespeare en la que los personajes desvelan, al fin, cierta intensidad por sus decisiones éticas y cierta reflexividad, no hay demasiado que añadir: otro enésimo y vulgar exponente de un cine que se pretende urgente y comprometido, pero que no añade otra cosa que banalidad al ejercicio de reflexión sobre la realiad, construyendo una ficción con notables problemas de ritmo y aparcada excesivamente en sus intérpretes.